Cuando hemos de transitar por terreno no asfaltado, ¿cuál es, de entre las características del vehículo que más cuentan en dicha situación, la más determinante: el tipo de tracción, el agarre de los neumáticos, la amplitud de recorrido de la suspensión, la ligereza de peso, o tal vez la potencia? Antes de entrar en el desmenuzamiento de los pros y contras, hay que puntualizar tres disyuntivas: ¿el terreno ofrece aceptable o mala adherencia?, ¿el terreno es razonablemente liso o bien presenta grandes desigualdades?, y finalmente ¿se trata simplemente de pasar, o de hacerlo lo más rápido posible, como si de una competición se tratase? En función de cómo se combinen las respuestas a estos tres interrogantes, la solución puede ser muy distinta en los diversos casos.

Si el terreno es llano y el pavimento razonablemente liso el problema es simplemente de adherencia, de conseguir suficiente tracción. Ni el peso, ni la suspensión ni menos aún el caballaje tienen mayor importancia, salvo si se trata de echar carreras; y tanto menos importan cuanto menor sea el coeficiente de adherencia, mientras que cobran cada vez más protagonismo los otros dos factores: la adherencia del neumático en primer lugar, y ya no tanto el tipo de tracción. A igualdad de neumáticos, es evidente que la tracción total será siempre lo más eficaz; pero si se trata simplemente de salir del paso, con dos ruedas motrices y buenos neumáticos es suficiente. Cuando hay muy poca adherencia es algo mejor, para mantener una trayectoria más o menos rectilínea, un tracción delantera que un propulsión trasera.

Esto quedó demostrado durante más de cuatro décadas en Suecia, donde sus dos marcas nacionales (Volvo y Saab) estuvieron trabajando, desde los 40s hasta bien mediados los 80s, con propulsión y tracción exclusivamente; y el país no se paralizaba, como ocurre aquí en cuanto caen cuatro copos de nieve. Que aquel país funcionase, cuando los Volvo llevaban eje rígido trasero motriz, y sin autoblocante, se debía a tres causas fundamentales: las carreteras se limpiaban, aunque no necesariamente rascando hasta el asfalto o la tierra (helada y casi tan dura como el asfalto), sino dejando una capa bien igualada de nieve de varios centímetros, que progresivamente se iba apisonando; el nivel de conducción es muy bueno (la función crea el órgano, y de ahí sale ese plantel de excepcionales pilotos de rallye, sobre todo en tierra o nieve); y tercero y fundamental, a partir de octubre o noviembre, todo el mundo ponía neumáticos de invierno de los de entonces: dibujo M+S de tacos, y de 100 a 160 clavos por rueda. Clavos de los de entonces, que sobresalían de la banda de rodadura algo más que actualmente. De este modo, lo uno compensaba lo otro: los tacos iban bien en los primeros compases, en nieve blanda, en la que los tacos todavía se clavaban; cuando ya se iba helando la nieve, eran los clavos los que tomaban la iniciativa.

La revolución llegó con los modernos neumáticos de invierno: los “de contacto” o laminillas; con un aspecto de lo más normal y corriente, un dibujo en apariencia muy similar al de unas gomas de seco, e incluso con los surcos menos marcados, pero llenos de pequeños cortes, ofrecen un agarre realmente asombroso, sobre todo en sentido longitudinal, para frenar y acelerar. El agarre lateral ya no es tan asombroso, pero ahí entra la prudencia del conductor: lo fundamental es poder acelerar y frenar, y para tomar las curvas, todo se arregla con hacerlo algo más despacio, respecto al agarre que se tiene en línea recta. De la eficacia de este tipo de gomas tengo dos anécdotas muy reveladoras: la primera fue precisamente en Suecia, con ocasión de uno de los Winter Test que Volvo suele organizar.

Los coches eran todavía los 960, de propulsión trasera, aunque ya con suspensión independiente; pero la clave es que nos dijeron: “Vais a probar un tipo de neumáticos nuevos, que acaban de salir”; eran los de contacto, y por si fuera poco, reforzados con una línea de clavos en cada hombro. Fue como una revelación: se podía circular sobre nieve helada casi como en asfalto mojado. Y al poco, en Andorra organizó Seat unas pruebas con los Ibiza de entonces (bastidor de origen Fiat y motor System Porsche); había un pequeño circuito, de unos 200 a 300 metros, en forma de ocho o, más exactamente, de cacahuete, ya que la pista no se cruzaba (hubiese sido una carrera de demolición). El motor era el 1.5 de inyección de 90 CV; y los neumáticos, los de contacto, pero en este caso sin ni siquiera clavos. Lo curioso del asunto es que cayó por allí Antonio Rius, piloto oficial y campeón de España de rallyes de tierra, que acababa de venir de competir en uno de ellos con el curioso Ibiza Bimotor: tracción integral, autoblocantes y aparatosos neumáticos de tacos, para tierra. Pues con eso y con todo, de entre las dos o tres docenas de periodistas que allí estábamos, cuatro o cinco hicimos mejor tiempo que Rius: la eficacia de las gomas de contacto se impuso sobre los tacos específicos para tierra y piedra suelta, por mucha tracción integral y los más de 200 CV que llevaba el Bimotor.

Toyota Land-Cruiser

Ahora bien, si hay pendientes, la cosa cambia; por supuesto que la tracción total seguirá siendo el arma absoluta, aunque repito la advertencia anterior: a igualdad de neumáticos. Si sólo tenemos dos ruedas motrices, el reparto de pesos es determinante, y pasará mejor el coche que tenga más cargado el eje motriz; no obstante, en cuesta arriba, y cuanto más pronunciada sea ésta, va teniendo cada vez más ventaja la propulsión trasera, que algo se recarga al acelerar, por suave que se haga. Por el contrario al bajar la ventaja es para la tracción delantera, que ya tiene más cargado estáticamente su eje motriz, y además lo recarga al retener, y no manifiesta la tendencia a cruzarse que tiene en tales circunstancias un propulsión trasera. No obstante, el problema de los descensos pronunciados, a poco que la adherencia no sea la del hielo puro o algún tipo de barro muy resbaladizo, se ha suavizado mucho desde que apareció el ABS, y no digamos el control de descenso que ya van incorporando cada vez mayor número de todo-terrenos o todos-caminos.

Sobre terreno más o menos llano y sin mayores desigualdades, hay una circunstancia específica que descuadra los conceptos antes reseñados: si el terreno es blando y el coche se hunde. Es decir, cuando hay mucha nieve fresca, o barro con más de 10 o 15 centímetros de profundidad (y además hay muchas clases de barro), o arena en cantidad, tipo duna o sin llegar a tanto. No hace falta que el coche llegue a empanzarse; entonces sí que ya estamos perdidos, llevemos el coche que llevemos: la escena de la gente del Dakar tirando de pala en la cresta de una duna es habitual. Basta con que el neumático se hunda hasta la llanta, o poco más, para que el efecto de frenado sea increíblemente importante.

También al respecto tengo otro par de anécdotas; una de ellas, en el mismo circuito de Andorra, creo que uno o dos años después del antes mencionado, y realizando una prueba similar. Ese año hacía demasiado buen tiempo, y la nieve estaba muy blanda, pero corrimos. Los que salimos más o menos al principio conseguimos los mejores tiempo (yo quedé segundo), y a medida que avanzaba el día, y entre el sol y el paso de los coches la nieve se hacía cada vez más sopa, la cosa iba a peor. Al final, como la otra vez, apareció el piloto de la casa; nada menos que Salvador Cañellas, que se tuvo que conformar con el sexto o séptimo tiempo, y gracias. Y tanto en este caso como en el de Rius, no vamos ni a comparar el nivel de pilotaje de ellos con el nuestro; porque aquí no era carretera abierta, sino un circuito cerrado donde un buen piloto puede desplegar todas sus habilidades sin riesgo alguno, salvo el de quedarse atrapado en el blando talud lateral de nieve. Lo adecuado del neumático por una parte, y las diferencias de estado del piso por otra introducen unas variables que modifican radicalmente lo que se puede o no se puede hacer.

La otra anécdota nos lleva a circunstancias diametralmente opuestas: en noviembre de 1990, Peugeot organizó una interesante travesía por el desierto del Sahara, empezando en Marruecos y acabando en Túnez, y pasando por el sur de Argelia, en ocasiones bordeando la frontera de Mali y Níger. En total, 16 días, para cuatro grupos de periodistas que cubría cuatro días cada uno. Los coches eran 205, 309, 405 y 605, con neumáticos de serie Michelin XZX y sin más protección adicional que un cubrecárter (que, con harta frecuencia, solía precisar de una reparación por la noche). Creo recordar que había tres o cuatro unidades de cada tipo de coche; a mí me tocó el segundo turno, del cual el grupo español éramos casi la mitad.

La cantidad de neumáticos, llantas y amortiguadores (sobre todo traseros, curiosamente) que hubo que sustituir mejor es no recordarlo, así como el excepcional trabajo del equipo de mecánicos que nos acompañaba. En la ocasión que quiero relatar, se trataba de cruzar un “oued” o torrentera de arena profunda y muy fina, donde los coches se hundían; como entre los coches de escolta había cuatro o cinco Peugeot P4 (el Mercedes-Steyr tipo G, en su versión militar, con el motor PSA 2.7 V6 de gasolina de 170 CV), ya estaban preparados, al otro lado del río de arena (que tendría unos 40 metros de anchura), con una eslinga para sacarnos. Aquel día yo llevaba un 205, el más ligero (y esto es importante), y aunque no soy en absoluto un habitual de las travesías africanas, sí tengo una idea, al menos teórica pero bastante aproximada, de cómo funcionan estas cosas, así que me hice mi composición de lugar.

El planteamiento oficial era arrancar en 1ª, desde unos 10 o 15 metros de distancia, pisar a fondo y aguantar hasta que te quedabas y te ponían la eslinga; no querían que se pusiese 2ª, porque los motores no empujaban lo bastante, y el coche se quedaba clavado incluso antes. Yo iba bastante al final, y estaba claro que todos se quedaban atascados; para pasar había que cambiar de táctica. De modo que me hice el remolón y no me acerqué hasta la distancia habitual; los de la organización venga a hacerme señales con la mano, y yo que no. Así que, a unos 40 metros de distancia del inicio del oued, esperé a que rescatasen al coche anterior, y entonces arranqué a todo trapo, metí 2ª y entré en la arena a unos 70 km/h. Por supuesto que la arena me frenó, pero para cuando bajé a unos 40 km/h, ya había cubierto la mitad de la travesía; hice un doble embrague para reducir a 1ª, y pie a fondo de nuevo; conseguí pasar, aunque si aquello llega a tener diez metros más me quedo dentro, o justo al borde.

Toyota Land Cruiser

Y es que, en estos casos, si no hay mayor peligro en cuanto al fondo del terreno, lo mejor es pasar rápido, ya que el coche “flota” más que yendo despacio. Y por supuesto, la ligereza de peso es fundamental: todos los que hacen mucho todo-terreno saben que donde se queda atascado un poderoso SUV cargado de tecnología, un Suzuki Jimny pasa pegando más saltos que una pulga, pero pasa. Del mismo modo que no es difícil, en una de estas travesías, encontrar en alguno de los puntos más difíciles a un paisano en un Citroën 2 CV o quizás un R.4, observando divertido las dificultades de los excursionistas a bordo de sus tecnológicos y superpreparados todo-terreno. Y es que con poco peso y suspensiones suaves de amplio recorrido, y conociendo el terreno, se consiguen resultados más que notables.

Cuestión muy distinta es cuando se trata de un terreno difícil, muy escarpado o con profundas irregularidades, amén de subidas y descensos más o menos acusados. Entonces la clave es ir todo lo razonablemente despacio que haga falta para no desguazar el coche, pero procurar no pararse; en la mayoría de los casos, si te paras en un mal sitio, ahí te quedas. Volvamos a la citada travesía del Sahara, un día antes de la peripecia anterior; estábamos en el macizo del Hoggar, cerca de Tamanrasset (lo de cerca es por decir algo); la zona concreta era el Assekrem, donde el padre Charles de Foucauld había instalado una capilla, en territorio touareg, a principios del siglo XX. Total, que allí estábamos a los pies del pico del Atakor (unos 2.800 metros de altitud), y había que subir una ladera entre rocosa y pedregosa, bastante inclinada y con los motores bajos de resuello, debido a la altura. Total, que los P4 ya estaban preparados con sus eslingas, en los puntos más difíciles, para rescatar a los que, antes o después acabarían quedándose atascados; los propios P4 nos marcaban, más o menos, el trayecto más fácil a seguir. Yo procuré dejar el máximo de hueco con el coche de delante, sospechando lo que iba a ocurrir, pero los de la organización, para que la caravana no se estirase demasiado, me acabaron obligando a salir. La cosa no iba mal hasta que, en el último P4, cuando ya no nos quedaban más que unos 50 a 80 metros de subida, el coche de delante se “clavó”. Y allí no había posibilidad, como antes sí la había aprovechado, de tirar por un camino alternativo para superar a otro coche atascado. Así que allí nos quedamos; fue la única vez, en los cuatro días, en los que nos tuvieron que poner la eslinga a mi compadre Francis Fernández y a mí.

Unos pocos años más tarde, estuvimos con Jeep haciendo el Rubicon Trail, una excursión de la máxima dificultad (los de Jeep tienen varias por todo el territorio de USA, clasificadas por números) en la Sierra Nevada que separa los estados de California y Nevada. Basta con decir que el primer día sólo hicimos 22 kilómetros. Y recuerdo muy bien lo que nos aconsejó Mark Smith, el veterano especialista y organizador del recorrido, sabiendo que se enfrentaba a un grupo de periodistas sedientos de aventura: “Olvidaos del París-Dakar; aquí de lo que se trata es de pasar, sin romper el coche y sin quedarse atascado. En las zonas que no se vean claras, es mejor pararse un poco antes, reconocer el terreno a pie, elegir el mejor trayecto, y luego pasarlo razonablemente despacio, pero sin perder nunca la inercia de marcha, aunque sea la de ir a paso de persona; pero no pararse nunca, que para eso se ha reconocido antes el terreno, y se ha visto que se puede pasar”. Y esta técnica de procurar no pararse nunca sirve igual para el Rubicon que para subir un puerto con la carretera nevada: es fundamental mantener la inercia, y no pararse, salvo que sea absolutamente necesario.

Naturalmente, en cada caso el tipo de neumático conviene que sea el adecuado: en el Rubicon llevábamos en nuestros Wrangler 4.0 neumáticos de tacos de todo-terreno, ya que lo que pisábamos era roca o piedra, y algo de tierra, sin mayores problemas de adherencia, pero sí de desniveles y pasos muy ajustados. Lo que también es importante es el tipo de transmisión: al margen de los bloqueos, el vetusto pero elástico seis en línea de los Wrangler (190 CV) podía llevar caja manual o automática. Puesto que yo iba con mi pareja habitual en tantas presentaciones, Mª Angeles Pujol, le dije: Aprovecha y con eso de que las señoras primero, coge un automático (sólo había dos). Hicimos el recorrido como unos señores, entre el olor a embrague quemado que iban dejando el resto de los participantes. Y es que, en zonas difíciles, nada como la transmisión automática clásica, con su convertidor hidráulico de par, que no patina ni se calienta más allá de límites razonables, y que refuerza el par en baja. Eso lo sabe todo el que ha hecho algo de todo-terreno, y el que todavía no lo sabe, lo descubre a la primera ocasión en que coge un cambio automático en esas circunstancias.

Jeep

Ya que estamos con los recorridos más o menos pintorescos, aprovecho la ocasión para comentar otro par de anécdotas que ocurrieron durante La Pista de los Leones, que así se llamaba la travesía sahariana. Íbamos por un llano inmenso, plano como la palma de la mano; el piso era tierra dura, que permitía circular sin problemas a más de 100 km/h. Para evitar tragar el polvo del coche de delante, circulábamos desplegados, a unos 15 o 20 metros un coche de otro, cuando a unos colegas valencianos les ocurrió algo realmente extraño, pero muy peligroso. Con lo grande que es el desierto, y en concreto aquella llanura, pisaron un trozo de hoja de ballesta rota de alguno de los Toyota Land-Cruiser que por allí transitan; la hoja saltó y entró, como un cuchillo, por la puerta del copiloto, clavándose en el asiento; por centímetros no le impactó en la pantorrilla. Y siguiendo con las aventuras, pero novelescas, pasamos por lo que en tiempos había sido un fortín de la Legión Extranjera; ¡qué anticlímax! olvídense de “Beau Geste”. Un recinto cuadrado de unos 40 metros de lado, todo él de adobe, con pared exterior de dos metros de altura, sin troneras, una única puerta, un pozo en el centro (ésta era la clave, por supuesto), y los edificios (armería, dormitorios, cuadras, etc) pegados al interior del muro. Eso era todo.