Me pide Alfonso Herrero que escriba sobre mi coche preferido*. Me lo pide así por WhatsApp:

— Vamos a publicar una entrada en el blog con el coche preferido de cada redactor. ¿Te apetece escribir sobre el tuyo?

— ¿A qué te refieres con el “coche preferido”?

— El coche que te gustaría tener. A ser posible, de los que hayas probado en tu vida.

No le pregunto más. El coche que me gustaría tener. ¿Qué significa el coche que me gustaría tener? ¿El coche que más me gustaría tener ahora o el coche que más me hubiera gustado tener en toda mi vida? A mí, lo que me gusta de verdad es no tener. Me gusta no tener, como concepto. Y me gusta no tener coche. Así que la respuesta es fácil. El coche que me gustaría tener es el que no tengo. Es decir, ya lo tengo. No lo tengo.

Otro problema es que me gustaría tener un coche diferente cada día. Un coche para ir a esquiar, un coche para ir a ver a unos amigos a 20 kilómetros de casa, otro coche para correr carreras de coches en tierra, otro coche para entrar en las ciudades. No tengo un coche preferido. Tengo coches preferidos para diferentes cosas. Muchas veces ni siquiera coches preferidos. Tengo tipos de coches preferidos.

«Céntrate. Alfonso te ha pedido que escribas sobre tu coche preferido. Ahora estás viejo, o eres viejo, y te gusta no tener, pero no toda tu vida ha sido así. Ha habido momentos en los que sí querías tener. ¿En esos momentos, qué coche de los que has probado querrías haber tenido?»

Lo que más me ha gustado en mi vida ha sido jugar con los coches. Conozco dos formas primordiales de jugar con los coches: una es participar en carreras. Cualquier tipo de carreras con aparatos con volante. O con motor. Creo que sería feliz participando en carreras de motos, pero mi vida acabaría pronto. Si es en carreras sobre terrenos deslizantes, mucho mejor. Bajo el agua, sobre hielo, en tierra. Es así, porque el terreno deslizante es la otra mejor forma de jugar con los coches que conozco: controlarlos a la máxima velocidad posible (para mis capacidades).

El problema es que con estas prioridades en la cabeza, o entre las manos, más que de coches preferidos lo que necesito son terrenos de juego preferidos. Si me das un circuito de hielo para jugar, el coche que me des es secundario. Si la carretera está nevada, me lo paso de maravilla con una furgoneta capaz de cargar tres toneladas y media. Si nos das coches iguales a tres o a cuatro, o unos karts de pacotilla, disfruto como un niño pequeño.

Porsche 911. 1992. Fotografía de Pepe Robledo.

Así que sigo sin resolver la cuestión. Pienso en todos los coches que he probado y me acuerdo de máquinas increíbles. El Tesla que está en el garaje, sin duda. El Porsche 918 que conduje en el circuito Ricardo Tormo y por la ciudad de Valencia, de tantos y tantos Porsche que he conducido, que hace muchos años daban miedo, pero que ahora son máquinas perfectas. Incluso demasiado perfectas. Del Ferrari F40. Del Renault 5 MaxiTurbo con el que corría Carlos Sainz. Del BMW Serie 7 que conduje en el año 91 o 92, que fue la primera berlina grande que conduje que no era una ballena. Al contrario, era una delicia por cómo entraba en las curvas.

Y aparte de esos coches que me impresionaron por un motivo o por otro, están los momentos especiales. Ese cambio de marchas que funciona especialmente bien, el Honda Civic actual que tal como lo entregan podría servir para participar en rallies, el primer frenazo con ABS en el que notas que el sistema ha frenado mejor que tú, el primer volante regulable en profundidad y ese asiento maravilloso que te recoge y sujeta y resulta comodísimo.

«Que sí, Javier. ¿Pero cuál es el coche que te gustaría tener?» Lo sé, lo sé. Tengo que decir un coche. Y yo sé que hay uno. No es ni el más potente, ni el más eficaz, ni el más mítico. ¿Qué coche puede haber más mítico que el Ferrari F40? Pero estoy pensando, porque puede que se me olvide alguno y… me cuesta mucho decir el coche que me gustaría tener.

Mi primera presentación de coches.

Una semana después de empezar a trabajar en una revista de coches, el director me dijo que tenía que ir a una presentación. Bueno, mejor a dos. La primera fue de una furgoneta. Una IVECO TurboDaily en Sevilla, donde nos contaron en una presentación técnica larguísima los motivos por los que, mediante una inyección por fases, habían sido capaces de desarrollar un motor Diesel de inyección directa de tan baja cilindrada. Era el año 1986. Algún periodista, para mí en aquella época eran semidioses, me comentó lo tediosa que había sido la presentación, que a mí en cambio me supo a gloria. Aprendí más de motores en aquel ratito que en toda mi vida anterior, y mira que había pasado tiempo leyendo y estudiando sobre motores.

Avión de regreso a Madrid y a la mañana siguiente viaje a Italia. Aterrizamos en Pisa, si no recuerdo mal, en un avión privado que salía desde Múnich. Sobrevolamos los Alpes en una tarde de temporal en lo que me contaron que fue un vuelo pavoroso. Yo no me enteré, porque como es buena costumbre mía me dormí antes incluso de que el avión hubiera despegado. En aquella época no tenía la experiencia de volar que tengo ahora, pero soy como los niños cuando los suben a un coche. Me suben a un avión y me duermo. En aquella ocasión, entre otros motivos, porque me había pasado buena parte de la noche escribiendo la información de la Iveco TurboDaily.

Me desperté sobresaltado porque me di con la cabeza en el techo en uno de los saltos, sin saber dónde estaba, hasta que me fui recomponiendo y vi a varios de mis acompañantes lívidos, sentados erguidos y mirando al frente, en los sofás de aquel avión que estaban situados en los laterales, unos enfrente de otros. Uno me levantó la ceja cuando lo miré, todavía aturdido.

Del aeropuerto nos llevaron a un hotel cercano, a las termas de Montecatini, y de allí, a la mañana siguiente, a la conferencia de prensa y a la prueba de los coches. En esta segunda conferencia de presentación yo iba ya dispuesto a absorber todo lo absorbible. Cuatro válvulas por cilindro, carter tabicado, cuatro cilindros y, según mi memoria, 180 caballos de potencia. (Eran 200 CV, pero mi memoria recuerda, no sé bien por qué, que en aquella presentación nos dijeron que eran 180 CV)

Había amanecido lloviendo. El coche era un tracción trasera. El más potente de todos los coches que había llevado yo nunca. Eso no era difícil. Pero no era sólo el coche más potente. Tenía casi el doble de caballos del siguiente coche más potente que había llevado yo hasta esa fecha. Y tenía que probarlo y contar sus reacciones y explicar cómo iba a lectores ávidos de caballos y reacciones, potencia y aceleración. En aquella época y en aquella revista las pruebas de coches no tenían nada que ver con lo que hacemos ahora en km77.com. En aquella época, cuando hablabas de un coche, hablabas del motor y de la respuesta en curva. Y de que cuánto más rápido consiguiera pasar por una curva, mucho mejor. ¡Qué tiempos! Nada más que eso. Y nada menos.

Llovía. Nos habían dicho que los coches los íbamos a probar en equipos de dos periodistas por coche y yo estaba asustado. 180 caballos de potencia, tracción trasera (en aquella época no había ni sistemas de control de tracción, ni control de estabilidad, ni nada de nada. El ABS sí existía, pero en España no lo llevaba ningún coche, o casi ninguno). Además, yo no conocía a nadie. A algunos periodistas los conocía de haber leído, mientras soñaba que era yo el que conducía, sus pruebas en revistas. Nada más. Mi intención era pasar desapercibido, que se metieran todos en sus coches, que desaparecieran, y que si había algo de fortuna quedará un coche para mí, para poder ir a mi ritmo. En aquella época, yo pensaba que de los periodistas de coches el que conducía más despacio conducía por lo menos como Walter Rörhl.

Mientras tenía la esperanza de encontrar hueco para desaparecer bajo mi sombra, se me acerca un chico más o menos de mi edad, amable, y me dice: “Tú eres nuevo, ¿verdad? Me gusta tu revista. No tengo pareja. ¿Vienes conmigo?” Ese chico joven, tan joven como yo, sigue siendo amigo mío y sigue siendo tan joven como yo. “Sí. Muchas gracias. ¿Conduces tú?”. “Sí, al principio sí, si quieres. Luego cambiamos a mitad de recorrido, para que conduzcas tú también.” “De acuerdo, gracias”

Nos acercamos a los coches, todos de color azul oscuro si no recuerdo mal, carrocería berlina, tres puertas. Nunca había estado en un coche construido con tanta calidad. Un ajuste tan perfecto, un sonido tan sobrio al cerrar la puerta, unos asientos tan duros y que recogían tan bien.

Me subo al lado de mi ahora amigo y no le pierdo ojo. Cambio de cinco marchas, la primera hacia atrás y las otras cuatro en H. Mete la llave como la metemos todos, la gira como la giramos todos, pone la primera tirando hacia él y hacia atrás y suelta el embrague y acelera un poco para salir como hacemos todos. Me relajo un poco. Conduce normalmente, sin estridencias, en carreteras más bien rápidas, con curvas que no permiten florituras. Sobrio, perfecto. Me tranquilizo. Así también sé conducir yo, pensaba, hacia mí. A la vez, me moría de ganas de sentarme al volante y a la vez me daba miedo no saber hacer eso que mi ahora amigo hacía con tanta facilidad. Era un coche de 180 caballos, o quizá 200 :), tracción trasera y es verdad que yo había aprendido a conducir en un tracción trasera, pero entre el Seat 850 en el que yo había aprendido a conducir y aquel artefacto había un trecho.

Finalmente, mi amigo, en aquel momento periodista desconocido, detiene el coche en un lugar seguro y me dice: “Te toca”.

Esa operación que ahora me resulta tan habitual, de abrir la puerta del lado derecho, bajar, pasar por detrás del coche orillado en una carretera cualquiera y subirme por el lado del conductor, se me hizo eterna. Las piernas no me temblaban tanto como el día en el que me examiné de conducir, que me temblaban tanto que no podía controlar el embrague, pero casi.

En aquella época, lo de ponerse el cinturón de seguridad en la vida cotidiana no era tan corriente y de hecho en la primera sesión de fotos que hice para esa revista aparecía sin el cinturón de seguridad puesto. Me lo advirtió el director: “Hay que ponerse el cinturón de seguridad”. Desde aquel día, siempre más. Hace ya casi 35 años.

Me subo por la puerta del conductor, me pongo el cinturón de seguridad, giro la llave con el pedal del embrague apretado, pongo primera y salgo como un reloj. Todo perfecto. Casualidades del destino, me tocó conducir por una carretera estrecha, con la línea pintada entre los dos carriles y un asfalto deslizante bajo la lluvia, pero con un nivel de agarre suficiente. Paso por la primera curva con mucho cuidado, por la segunda con un poco menos y al pasar por la tercera el coche ya desliza suavemente del eje posterior cuando acelero a la salida. Un poco de contravolante mientras acelero con suavidad, en una cruzada leve pero deliciosa para mis sentidos. Sin necesidad de correr mucho, es más, a un ritmo más bien pausado, pero apoyando bien el coche y acelerando con suavidad el coche se cruzaba con una facilidad pasmosa curva tras curva. No me lo podía creer. ¡¡¿Era esto conducir un tracción trasera?!!

La carretera era mágica. La combinación de asfalto mojado, con poco agarre pero muy uniforme, curva tras curva, un cambio de marchas rápido y preciso que ayudaba a entrar en todas las curvas el régimen perfecto del motor, que subía hasta casi 7.000 rpm de un tirón, y un coche que se dejaba conducir como si fuera la mejor pareja de baile, me dejó anonadado. Era mi primera vez. Había visto coches cruzados y derrapando miles de veces en fotos de carreras. Yo había cruzado algún coche alguna vez con el freno de mano en una curva. Pero. Un coche cruzado, curva tras curva, sin el menor descontrol, a un ritmo suave, relativamente, hablando con mi vecino desconocido como si fuera por el patio de mi casa… No me ha vuelto a ocurrir nunca más.

BMW M3 E30
BMW M3

Una vez, en la presentación del BMW 323ti Compact, en carreteras de Almería, otro día también lloviendo, tuve sensaciones parecidas. Sí. El Compact también se conducía de costado con mucha facilidad, pero nada que ver con la suavidad y docilidad del primer BMW M3. No fue sólo el coche. La combinación de coche, asfalto liso y en perfecto estado, agua…

El primer BMW M3 era arcilla en las manos. A un ritmo moderado y en carretera deslizante se te hacía agua la boca. El motor entregaba la potencia de forma tan lineal que el sobresalto era imposible y la dirección, con el coche de costado, te permitía notar siempre el punto exacto de contravolante necesario para salir cruzado pero avanzando recto en la dirección de la carretera. La motricidad, magnífica. No lo recuerdo ni lo voy a mirar, que escribo de memoria, pero casi seguro que con algún grado de autoblocante. Era mágica.

Por esas carreteras de asfalto negro, bajo la lluvia, llegamos al circuito de Mugello. Sigue lloviendo. Estoy feliz. No conozco el circuito, pero estoy seguro de que me lo voy a pasar muy bien.

Algunas presentaciones, tanto ahora como entonces, pero entonces más que ahora, son y sobre todo eran como ir un día al parque de atracciones con una pulsera de esas de barra libre. No son frecuentes, pero son inolvidables. Aquel día, como llovía, los frenos y los neumáticos no sufrían mucho, por lo que podíamos dar vueltas y más vueltas sin ningún tipo de restricción. Cada diez vueltas, o cada siete, había que entrar a boxes, después de una vuelta lenta para enfriar. En esa parada revisaban neumáticos y frenos y nos dejaban volver a salir. Me hinché a dar vueltas al circuito de Mugello.

El truco, para mí, era ir no muy rápido, que ir verdaderamente rápido es muy difícil en agua, pero sí ir con el coche cruzado en todas las curvas largas o salir ligeramente cruzado en las curvas lentas. En mi memoria, la memoria es mentirosa, llegué a hacer la parabólica de final de recta cruzada de una tacada. No salía siempre, pero las cruzadas resultaban fáciles, largas y controlables. Se podían hacer, además, a buena velocidad, con el coche cada vez menos cruzado y más rápido. Hasta que por fin me animé a ir rápido. Yo corría en aquella época en circuitos con un Renault 5 GTS y me encantaba correr bajo el agua. Lo que ocurre es que aquel Renault 5 GTS era de tracción delantera y no recuerdo cuántos caballos tenía, pero eran unos 80. El BMW M3 tenía más del doble de caballos y era tracción trasera.

Aun así, fui cogiendo confianza y con el coche cada vez menos cruzado iba cada vez más rápido y más envalentonado. En una de las vueltas, por un error en una curva, pisé la hierba a la salida y perdí el control. No choqué con nada pero me hice una buena excursión por la hierba mojada que deslizaba como el hielo. Levanté el pie y entré en boxes.

No entré a descansar. No. Me quedaban partidas que jugar en la pulsera y no pensaba desaprovechalas. La idea era otra. Quería subirme con uno de los pilotos BMW que estaba disponible para darnos vueltas a los periodistas.

¡¡Qué maravilla!! Con una conducción totalmente diferente a la mía, aquel piloto, de cuyo nombre no me acuerdo, pero sí recuerdo que eran dos hermanos de nombre italiano, me llevaba por el circuito, los dos sin casco, como una exhalación. ¡Cómo conducía aquel hombre! Con una trazada perfecta y con el coche subvirando siempre ligeramente. No perdía ni una centésima en cruzadas inútiles, que en el fondo sólo sirven para dar seguridad y apariencia. Llevaba el coche como una flecha, siempre tirando de la cabeza, con una conducción dificilísima, porque equivocarse un poco significaba terminar contra la valla.

Cuando volví a conducir no intenté imitarle. Pero aprendí mucho.

¿Qué supe del coche después de aquella presentación? Nada que no fuera útil entre el respaldo del asiento del conductor y los pedales. De los frenos no supe mucho. Con punta tacón en las reducciones se podía apurar las frenadas sin miedo. Buen tacto, buena dosificación. Buena resistencia sobre mojado. La dirección, precisa, transmitía toda la información. La caja de cambios en H, rápida y exacta, y el motor, aunque el coche corría mucho, parecía con mucha menos potencia real, por lo fácil que resultaba de dosificar. Era un placer subirlo de vueltas sin ningún bache de potencia.

La M de BMW de aquel M3 se me quedó pegada al deseo. De regreso a casa, al conducir por Madrid, vi una vez a un futbolista al volante de uno. Creo recordar que era Valdano. Si hubiera tenido dinero le hubiera comprado el coche en el mismo semáforo.

Volví a conducir el M3 por Madrid alguna vez más, entre otras, para compararlo con Ford Sierra Cosworth RS. Otro coche imponente de la época. Pero no lo recuerdo. He borrado los recuerdos del M3 en Madrid. Aquellas carreteras bañadas por el agua, aquellos neumáticos, con la presión que llevaran, y la mano de un dios que me guiaba con el coche cruzado por cada rincón han quedado en mi recuerdo inmaculadas.

Hubo otros M3. Hay otros M3. No los he conducido todos. Pero, de los de entonces al menos, ninguno como el primero.

* Alfonso no me dijo que su intención era publicar todos los artículos a la vez. Yo pensé que iba a organizar una serie. Me explayé para estos tiempos de coronavirus. Luego me dijo que no le servía mi artículo, que era muy largo. Así que, lo publico en solitario.