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Madrid, domingo ocho de junio de 2025, calle de Sor Ángela de la Cruz, alrededor de las cuatro de la tarde, hora de la siesta o de ver el partido tenis más largo de la historia (presuntamente).

Un coche rojo, bajito, que casi puedo adivinar cuál era aunque apenas lo vi, acelera como un descosido, con salida parada desde el semáforo, durante poco más de 70 metros, metiendo un ruido infernal, para detenerse poco más 100 metros después en el semáforo siguiente, que estaba en rojo.

¿Se puede ser más hortera? Siempre me han parecido absurdos esos coches bajitos de líneas afiladas, antes más rojos que ahora, y tropecientos caballos por dentro de las ciudades. Son de una inutilidad extrema. Pero entiendo que los seres humanos somos una mezcla de mamífero y ave, pelo y pluma, y nos gusta pavonearnos y presumir de nuestra riqueza. Síntoma de una pobreza de espíritu infinita, entiendo yo, pero esa es otra cuestión.

Ricos en silencio

Que a mí me parezca triste presumir y alardear de riqueza no es relevante. Nadie me obliga a mirar los relojes que saltan de las muñecas para que todo el mundo los mire, ni los coches despampanantes que se pasean por las calles de las ciudades para causar admiración, ni ninguna de los elementos que muestran con ostentación para que otros puedan hacer cábalas sobre la riqueza del adornado. Para muchos ricos, quizá ricos de pacotilla, la riqueza no basta. Necesitan presumir de ella. Lo malo de presumir es que es una necesidad inagotable. Y cuando la necesidad es inagotable, por definición, se es pobre de solemnidad.

Lo malo del ruido y el estruendo es que nos obligan a oírlo. No existe la posibilidad de oír para otra parte. Se oye y no se oye de forma involuntaria.

Después de oír el estruendo de ese motor, me pregunto si lo que les pide el cuerpo es presumir (aunque sea de algo tan chabacano como la riqueza) o molestar.

PD. Imágenes creadas con ChatGPT