(viene de aquí)
Turkmenistán
Para entrar en Turkmenistán es necesario un visado, que puede ser de dos tipos: de tránsito o de turismo. El primero era el que más nos encajaba, ya que no queríamos visitar nada en este país. Además, hubiéramos podido viajar a nuestro aire, que es lo que nos gusta. Desafortunadamente, en la actualidad no se emite: no nos quedó más remedio que optar por el visado turístico, mucho más costoso. Implica contratar una agencia de viajes para que uno de sus guías se haga cargo de tu estancia.

Contactamos con una agencia que nos habían recomendado días atrás. A quien nos atendió le hicimos saber que no nos interesaba realizar ninguna parada (ni siquiera en el cráter de gas Darvaz, una de las mayores atracciones turísticas), sino que únicamente queríamos cruzar el país en el menor tiempo posible. Con esas premisas, nos dieron la opción de recogernos en la frontera de Turkmenistán con Irán y dejarnos en la de Uzbekistán al día siguiente. Eso supondría recorrer algo menos de 500 kilómetros, lo cual nos pareció bien (entramos a Turkmenistán por la localidad de Sarahs y salimos por la de Türkmenabat).
La noche anterior a cruzar la frontera, aún en Irán, la pasamos en Mashhad, donde Mehdi y su mujer nos invitaron a su casa. A la mañana siguiente, el propio Mehdi nos acompañó con su motocicleta hasta la salida de la ciudad, donde habíamos quedado con Norbert. Es un alemán que viaja en solitario con una Honda CRF 300 Rally. Se uniría a nosotros porque también estaba interesado en cruzar Turkmenistán en esas fechas y, de haberlo hecho en solitario, le hubiera salido más caro. Nos alegramos de coincidir porque tuvimos buena relación con él en los tres días durante los que compartimos kilómetros.

Después de hablar un poco con Norbert para conocernos mejor, decidimos emprender el viaje hacia la frontera. El tiempo se nos había echado encima y empezamos a conducir más tarde de lo que nos hubiera gustado, ya que el paso fronterizo de Sarash cierra a las 17 h. No fuimos conscientes de lo tarde que íbamos en realidad hasta que nos dimos cuenta de que el guía nos había citado según el horario de Turkmenistán, que va una hora y media por delante respecto a Irán.
Aunque el tiempo apremiaba (y mucho), pusimos gasolina por última vez justo antes de dejar Irán y cambiamos los riales que nos sobraron por algunos dólares a un tipo que nos atendió a través de la ventanilla de su coche, aparcado en mitad de un descampado. La escena se completaba con un mendigo que pedía insistentemente limosna. También había algún buscavidas (fue la única vez en Irán que nos encontramos con este tipo de personajes). Visto lo visto en ese descampado, os podéis imaginar que no nos apetecía nada pasar una noche en la zona, algo que todavía era una posibilidad ya que no sabíamos si podríamos llegar al puesto fronterizo antes de las 17 h. Finalmente, nos sobró… media hora.
Una frontera complicada
La frontera de Turkmenistán es caótica. El chico de la agencia nos ayudó en todo el proceso, pero, aun así, nos pareció muy complicado y lleno de burocracia que no llegamos a comprender bien. Nuestro pasaporte y la documentación de la moto no paraban de ir de una ventanilla a otra. En cada una nos daban un papel distinto, relleno con textos ininteligibles para nosotros y, cuando pensábamos que todo había terminado, vuelta a empezar. Perdimos la cuenta del número de tumbos que dieron nuestros documentos de despacho en despacho y de ventanilla en ventanilla. Casi perdimos la noción del tiempo. En medio de los trámites, nos hicieron una prueba de Covid (de pago) que era un poco de risa (básicamente en pasarnos un palito suavemente por la punta de la lengua), pero a la que evidentemente no pudimos negarnos. También nos registraron el equipaje.

Finalmente, después de aproximadamente dos horas y media de papeleos y demás, pudimos cruzar la frontera.
Turkmenistán es uno de los países más raros que hemos visitado en nuestras vidas. Nuestro paso por allí fue fugaz y consistió en conducir nuestras motos detrás del coche de la agencia, haciendo las paradas imprescindibles.
Primeras impresiones de Turkmenistán
Los primeros kilómetros fueron impactantes: todo cambió mucho respecto a Irán. Los rasgos de la gente eran mucho más orientales, el paisaje consistía en una enorme planicie desértica y los pocos pueblos que vimos eran todos iguales entre sí, con el mismo tipo de construcciones. Esa tarde hicimos unos 200 kilómetros con una rápida parada intermedia para tomar un refrigerio. Al borde de las 12 de la noche llegamos a Mary. Es una ciudad que, en su momento, era un importante nudo de la Ruta de la Seda. Ahí pasamos la noche en el peor hotel en el que hemos estado desde nuestra salida de Madrid.

El guía nos citó a las 9 h. de la mañana siguiente para cruzar el resto del país. Salimos de la localidad en la que habíamos dormido atravesando su zona más céntrica. Vimos una ciudad extraña, con poco color, avenidas amplias y un tráfico importante. Había unas mujeres vestidas con una chaqueta amarilla que barrían las calles y las medianas de las carreteras con unas escobas cortas y rudimentarias.

Nuestro guía nos había advertido en varias ocasiones que la carretera que nos dirigía hacia la frontera con Uzbekistán (la M37) estaba en muy mal estado, algo que ya sabíamos por otros viajeros, pero lo que nos encontramos fue bastante peor de lo que podíamos imaginar.
Una carretera horrible
En muy pocos kilómetros el firme empeoró brutalmente; los baches eran tan numerosos que nos veíamos incapaces de sortearlos. El traqueteo era insoportable: tanto las motos como nosotros mismos sufrimos más en esa supuesta “carretera” que en muchos de los tramos de campo que habíamos hecho hasta el momento durante el viaje. El conductor del coche de la agencia, que hasta ese momento parecía muy hábil esquivando los peores baches, tuvo que detener la marcha porque se soltó el cubrecárter, quizá por un mal golpe con una piedra o de las propias vibraciones. Para colmo, la carretera estaba inundada de camiones que circulaban muy despacio debido a los tremendos agujeros y levantaban una gran cantidad de polvo a su paso. Lo único interesante que vimos en ese tramo infernal que atraviesa el desierto de Kara-Kum fue alguna manada de camellos.

Hicimos una parada breve parada hacia la mitad de la jornada en una especie de tiendecita de productos básicos. Nuestra técnica para recuperar fuerzas y ánimo a lo largo de las semanas que llevábamos de viaje consistía en tomar unas patatas fritas de bolsa y un refresco, lo que nos ponía las pilas para, por lo menos, un par de horas más. Y en este caso, lo necesitábamos como nunca.

Seguimos la marcha detrás de nuestro coche guía. En un momento, y sin que nosotros estuviéramos advertidos, abandonó la carretera y se adentró en un camino a través del desierto: así nos condujo, no sin antes tener algún problema por el exceso de arena, a una autopista que aún no estaba abierta el público. Estaba prácticamente solitaria y perfectamente asfaltada, por lo que avanzamos mucho y descansamos del traqueteo que habíamos sufrido anteriormente, aunque al final nos esperaría una sorpresita.

Pequeños problemas
La autopista llegó a su fin a muy pocos kilómetros de la frontera con Uzbekistán. Era imposible seguir porque la vía no estaba terminada en esa zona y, por ello, estaba cortada mediante unos obstáculos. La única forma de salvar ese corte era adentrándonos en la zona de obras y, de esa forma, salir unos cientos de metros más adelante a otra carretera. En un momento dado, advertimos que unos cuantos trabajadores de la autopista estaban cortando el paso, lo que nos obligó a detenernos. Justo por delante de nosotros y nuestro guía había otro coche que había usado el mismo truco que nosotros para evitar la carretera de los baches.
Su conductor se encontraba en medio de una acalorada discusión con los trabajadores, hasta el punto de que estos intentaron sacarle a la fuerza del vehículo. Finalmente desistieron, pero arrancaron del coche las placas de la matrícula. Seguidamente, también arrancaron una de las placas a nuestro coche guía. Ante lo que estábamos presenciando, empezamos a dar la vuelta a nuestras motos para poder salir de ahí pitando si la cosa se ponía aún más fea. Nuestro guía salió del coche y tranquilizó a esos trabajadores (no sabemos qué les dijo, pero funcionó) y nos permitieron continuar nuestra marcha sin mayor contratiempo. El otro coche, sin embargo, tuvo que dar la vuelta y retroceder por donde vino sin ninguna de sus dos matrículas.
Uzbekistán
Solventado ese pequeño susto — el único que hemos tenido hasta la fecha durante el viaje— nos aproximamos a la frontera con Uzbekistán. El paso de esta frontera, que realizaríamos esta vez sin ayuda de nadie, no fue demasiado complicado: el personal que nos atendió tenía más ganas de ayudar que el de Turkmenistán y nos explicaba un poco mejor lo que teníamos que hacer, aunque no siempre era sencillo enterarse. En cualquier caso, fue un proceso algo tedioso, agravado por el hecho de que una de las personas que realizó el papeleo mezcló los datos de la documentación de una moto con el conductor de otra. Menos mal que nos dimos cuenta, porque eso podría habernos traído problemas más adelante.

El paisaje de Uzbequistán nos resultó muy parecido al que habíamos visto en Turkmenistán; una vasta planicie desértica, pero con una gran diferencia: los pueblos estaban más cuidados. En ellos había más vida, más comercios, más colores y se apreciaba más alegría en la gente. Nuestros planes para Uzbekistán eran sencillos: visitar dos de sus principales ciudades (Bujará y Samarcanda) y poco más. Ni Turkmenistán ni Uzbekistán eran lugares importantes en nuestra ruta, sino más bien zonas de paso para acceder a las montañas de Tayikistán y Kirguistán. A pesar de todo, nos agradó pasar por ahí y conocerlos en la medida que pudimos.
Bujará

El centro de Bujará es reconocido como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Es una de las ciudades más antiguas de Asia y, cómo no, paso de la primitiva Ruta de la Seda. Nos pareció bonita, de aspecto tradicional y bien conservada. Sus callejuelas son intrincadas, tranquilas y dan acceso a plazas donde hay monumentos importantes.

Uno de los conjuntos arquitectónicos más interesantes es el Poi-Kalyan, que consta de una mezquita, una madraza y está rematado por un gran minarete de 46 metros de altura que recibe el nombre de Kalyan, el cual fue construido en el año 1127. También vimos las madrazas Ulugbek y Chor Minor.


En Bujará pasamos un par de noches en un alojamiento acogedor, donde sirvieron un buen desayuno y nos dieron la posibilidad de guardar las motos en un patio interior. Después de ese descanso (y de despedirnos de Norbert) salimos hacia Samarcanda. Decidimos hacer buena parte del recorrido a través de pistas de terreno duro (aquí no vimos arena blanda y fina como en Turkmenistán) que se abrían a través del desierto. Fue un acierto no viajar por carretera porque, una vez más, tuvimos la impresión de pasar por zonas que normalmente no recorren turistas o viajeros.

Samarcanda
En Samarcanda nos alojamos en una casa de huéspedes muy sencilla, pero alejada del ruido y, a la vez, bien ubicada. Esta ciudad no parece antigua como Bujará, pero tiene igualmente sitios importantes y dignos de visitar, como el famoso Registán. Se trata de una plaza de dimensiones imponentes, rodeada por tres madrazas decoradas de forma exquisita.

El poco tiempo que nos quedaba en Samarcanda lo dedicamos a visitar algún otro monumento cercano como el mausoleo de Tamerlan. Ya estábamos pensando en nuestro siguiente destino, porque a la mañana siguiente pondríamos rumbo a Tayikistán. ¡Os lo contaremos en la siguiente entrada!

Carlos y Quique
Confío en que todo el lío que se está montando en la región no os afecte demasiado. Fantástica aventura.