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(viene de aquí)

La jornada de viaje entre Qazvin y Kashan fue poco interesante, ya que recorrimos grandes llanuras por carreteras con mucho tráfico. El día estuvo muy desapacible, con tormentas acompañadas de rayos y tanto viento que, durante mucho rato, tuvimos que conducir las motos ladeadas para mantener su trayectoria. El aire estaba plagado de arena en suspensión y la temperatura no dejó de subir hasta alcanzar los 37 ºC. Así dieron comienzo los días de más calor del viaje.

Kashan nos recibió con el bullicio habitual, pero rápidamente encontramos un hotel tranquilo en una zona céntrica. Los centros de muchas ciudades iraníes aún mantienen una red intrincada de calles estrechas que no son transitables por coches. En estas zonas hay casas nobles reconvertidas en hoteles con encanto que se caracterizan por tener un gran patio interior para uso común, decorado con una fuente y plantas. Las primeras veces sorprenden mucho, ya que son remansos de paz y silencio muy cercanos a las calles donde hay un ruido ensordecedor de motores y bocinas. Tras una cena típica de poca carne de kebab con mucho arroz, salimos a dar una vuelta por la ciudad y luego nos fuimos a dormir, aunque nos costó pegar ojo por el calor.

Hotel típico en Kashan.

Desierto y llegada a Abyaneh

A la mañana siguiente decidimos adentrarnos en el desierto de Maranjab, ubicado al noreste de Kashan. En algunas zonas, la pista discurre entre dunas de altura considerable, así que la conducción fue entre divertida y tensa, como suele pasar cuando hay mucha arena.

Desierto de Maranjab

Tras 40 kilómetros, alcanzamos la orilla del lago salado Namak, donde hay un caravansar en el medio de la nada que ha sido convertido en un hotel con restaurante. Allí nos encontramos con un grupo de aficionados al 4×4 que había pasado la mañana duneando con todoterrenos Toyota muy preparados. Quizás fueron los primeros coches de fabricación extranjera que vimos en el país, ya que Irán tiene un parque móvil de lo más curioso que está basado, en su inmensa mayoría, en refritos de fabricación propia de modelos de Peugeot de los años 80 y 90, sobre todo los 405 y 206.

Desierto de Maranjab

Por la tarde salimos del desierto y nos dirigimos hacia Abyaneh, un pueblo pintoresco de montaña ubicado a medio camino entre Kashan e Isfahán. Al recorrer sus calles al día siguiente, Abyaneh nos gustó mucho más de lo que nuestra llegada en la oscuridad nos pudo hacer pensar. Es uno de los pueblos más antiguos de Irán y mantiene su encanto original gracias a sus casas construidas con adobe rojo y sus canales de agua que avanzan por los laterales de sus callecitas empinadas. Está en un emplazamiento precioso, encajado en un valle de vegetación exuberante que produce un contraste visual tremendo respecto a su entorno de montañas yermas de color cobrizo.

Abyaneh

A partir del mediodía llegaron algunos autobuses con turistas iraníes, así que salimos de Abyaneh rumbo a Isfahán, la ciudad que se conoce como la joya de Irán. Tras dar unas vueltas buscando alojamiento, encontramos un hotel muy céntrico, cómodo, limpio, bonito y barato. Lo tenía todo, vamos. Como siempre, nos atendieron de manera ejemplar y hasta movieron los coches que había aparcados en la calle para que las motos pudieran dormir justo en la puerta del hotel, bajo la cámara de seguridad.

No obstante, estamos seguros de que podríamos haber dejado las llaves puestas y las maletas abiertas, que nadie hubiera tocado nada. Es difícil de explicar, pero creemos que nunca nos hemos sentido más seguros y tranquilos que en Irán. Las personas se desviven por facilitarte la vida y siempre te atienden con una cara sonriente. Nadie nos ha molestado y mucho menos ha intentado robarnos; al cabo de unos días casi te olvidas de que eso sea una posibilidad. En los restaurantes y los comercios nos han tratado con total honestidad, sin tratar de inflar los precios por ser turistas. Nos hemos quedado sobrecogidos por cómo nos ha tratado todo el mundo y lo a gusto que hemos estado en el país.

Isfahán

Isfahán es una ciudad mítica y eso, de algún modo, se nota cuando uno recorre sus calles y sus plazas, sobre todo al atardecer. El hotel estaba ubicado justo al lado de la plaza Nagsh-i-Jahan y la Gran Mezquita, ambos declarados Patrimonio de la Humanidad. Quizá fuera porque no estamos acostumbrados a ver este tipo de arquitectura, pero nos pareció que la mezquita, con esos colores azules y ocres, en combinación con la plaza, que es grandiosa, consiguen una estética insuperable. Además, esa tarde hacía una temperatura ideal y se respiraba un ambientazo en la ciudad, con gente de todas las edades disfrutando en la calle.

Plaza Nagsh-i-Jahan (Isfahán)

A todo esto, Ehsan, un comerciante de alfombras, nos saludó en perfecto español, precisamente mientras comentábamos la belleza de la estampa. Nos pareció un tipo simpático e interesante, así que aceptamos su invitación para ir a tomar un café juntos. Aprovechamos para charlar de muchos temas, incluida la situación política del país, y nos reafirmó la sensación que ya teníamos de que, sobre todo en las ciudades, una mayoría de ciudadanos no está contenta y, mas aún, vive la religión de una manera mucho menos estricta de lo que el país proyecta oficialmente al exterior. Hemos interactuado con mujeres de manera totalmente normal y es frecuente que vistan sin velo, a pesar de que está prohibido. Dicho esto, es cierto que en las zonas rurales se nota que la gente vive en base a ideas más tradicionales.

Plaza Nagsh-i-Jahan (Isfahán)

Ehsan nos ayudó a cambiar algo más de divisa local, esta vez a través de uno de sus contactos, que apareció al cabo de un rato con fajos de billetes que se le salían de todos los bolsillos del pantalón y de un bolso que llevaba colgado. Con solo 150 euros, 75 cada uno, conseguimos volver a sentirnos ricos. Lo mejor de todo es que durante la semana siguiente no fuimos capaces de gastarlos, a pesar de vivir a todo plan para nuestros estándares.

Tienda de alfombras persas

Más tarde, nuestro nuevo amigo nos llevó a ver su tienda y nos dio una masterclass de lo más interesante sobre alfombras persas. Intentó vendernos alguna y nosotros nos vimos tentados de comprar porque varias eran preciosas, pero nuestra logística ya es suficientemente complicada de por sí y al final decidimos dejarlas atrás.

Camino a Yazd

A la mañana siguiente disfrutamos de un desayuno estupendo en la terraza del hotel y salimos a patear Isfahán otro rato antes de montarnos en las motos para ir hacia Yazd. Lo que pensamos que iba a ser una jornada de transición, acabo siendo un festival de paisajes y caminos brutales, gracias a que decidimos no ir por las vías principales. En medio de una pista de tierra apareció un caravasar abandonado al que entramos con las motos para hacer unas fotos y descansar un rato a la sombra.

Caravasar abandonado

Pero quizá lo mejor de la jornada fue conocer a Pau, un cicloturista catalán que lleva ya siete meses pedaleando de camino a Malasia para visitar a unos familiares. Nos contó que estuvo planteándose ir en avión, pero antes de salir se pasó por un Decathlon y decidió pillarse una bici. Siempre nos quedamos flipados con la gente que decide emprender un viaje así en solitario; aunque hablan con normalidad de su aventura, es obvio que sus cabezas están amuebladas de una manera muy especial.

Casa tradicional reconvertida a hotel

En Yazd nos alojamos en una casa tradicional con más de 600 años de antigüedad. Sus dueños están muy orgullosos del trabajo que han hecho para restaurarla y lo cierto es que es un lugar espectacular. Nosotros dormimos en la habitación de invierno, que tiene una pared casi repleta de vidrieras de colores que calientan la estancia desde que sale el Sol. También hay habitaciones subterráneas para el verano y hasta un sistema de ventilación tradicional, pero a la vez sofisticado, que permite reducir el calor en una estancia común que está al aire libre, junto al patio central.

Por la tarde salimos a conocer la ciudad, que estaba muy animada. Yazd no es tan monumental como Isfahán, pero sus barrios antiguos tienen muchísimo encanto, con las callecitas peatonales laberínticas entre edificios bajos de adobe, todo en un estado de conservación impecable.

Ciudad de Yazd

Al día siguiente no pudimos irnos del hotel sin que su dueño nos hiciera un tour de lo más arriesgado por las zonas de la propiedad que no han sido restauradas. Saltamos por los tejados y anduvimos por patios y habitaciones llenos de cristales rotos, todo ello en calcetines, mientras nos contaba sin descanso todos los planes que tenía para ampliar la capacidad del hotel y nos hacía fotos al borde del precipicio.

Ruta hacia el desierto de Lut

Nuestro siguiente objetivo era llegar al gran desierto de Lut, uno de los lugares que más nos apetecía conocer en este viaje, y el último destino de interés que nos habíamos propuesto en Irán.

La ciudad más próxima al desierto es Kermán, que quedaba a otros 400 km al sureste de Yazd. Como fuimos por pistas de tierra y carreteras pequeñas, en un día no conseguimos llegar, así que hicimos noche en un alojamiento que encontramos a través de Google maps, que resultó ser una casa familiar donde vive una pareja con sus dos hijos pequeños.

La experiencia fue muy entrañable porque cenamos con ellos y charlamos cómodamente sobre muchos temas, ya que manejaban muy bien el inglés. Él es guía turístico, aunque nos contó que en los últimos años apenas tiene trabajo porque el país casi no recibe extranjeros. Ella desayunó con nosotros al día siguiente y estaba deseosa de darnos su opinión sobre la religión y la política de Irán, que en este caso fue de apoyo absoluto al régimen, rechazo a occidente y una defensa de la vida tradicional guiada por el Islam. Nosotros nos quedamos con la impresión de vivía su ideología de manera muy ferviente, pero la conversación siempre fue distendida y cómoda. Irán es un país dividido, pero todo el mundo comparte unos valores de hospitalidad y respeto al extranjero que están fuera de lo común.

Keshit y su oasis

Ese día visitamos la ciudadela de Rayen y luego nos dirigimos a Keshit, un pueblo remoto ubicado en un oasis en medio del desierto de Lut. Nos habían advertido de que haría calor, pero lo que vivimos esa tarde fue increíble, ya que en poco más de media hora la temperatura subió más de 20 °C, hasta alcanzar los 43 cuando ya estaba atardeciendo.

Ciudad antigua de Keshit

La sensación que tuvimos al llegar a Keshit es de esas que cuesta mucho explicar. Tras recorrer los 100 km más áridos del viaje hasta entonces (y casi del mundo entero), accedimos al pueblo por un camino de tierra precioso que cruza el oasis y recorre las ruinas del antiguo asentamiento, que incluyen hasta un castillo encaramado en la roca. Nos pareció increíble que estuviéramos solos en un sitio tan especial como este, y más todavía haber llegado hasta allí subidos en nuestras motos desde Madrid.

Lo primero que hicimos fue parar en una tienda a comprar agua y, ya de paso, preguntamos por un alojamiento para pasar la noche. Sin pensárselo mucho, el tendero se montó en un coche y nos guio hasta una casa donde nos ofrecieron una habitación muy sencilla con desayuno incluido por un precio equivalente a 5 euros, para los dos. La vivienda tenía un patio central desde el que se accedía directamente a las habitaciones, que tenían un aire acondicionado rudimentario que hacía un ruido endiablado y no enfriaba demasiado.

Esa noche acabamos cenando con la familia y un montón de invitados que fueron apareciendo en la casa, no sabemos muy bien por qué. El menú especial para la ocasión consistió, una vez más, en mucho arroz blanco y unas brochetas de pollo, pero ni tan mal. La comunicación con la gente se nos hizo muy difícil, pero hacia el final de la noche todo el mundo estaba muy suelto y las mujeres y los niños acabaron haciéndose fotos subidos en las motos.

Keshit nos tenía guardada una última sorpresa para la mañana siguiente: a las afueras del pueblo hay un cortado muy fértil que alberga una cascada y una poza de agua cristalina en la que se puede nadar. El acceso es un poco complicado, pero quizás fuera uno de los lugares más espectaculares que hemos visto en el viaje.

Cascada en Keshit

Durante la segunda jornada retrocedimos un poco para enganchar una de las carreteras más bonitas de Irán, que cruza el desierto de Lut a lo largo de 300 km entre las localidades de Shahdad y Nehbandan. A unos 50 km de Shahdad están los famosos kaluts, que son unas formaciones rocosas muy altas que se erigen como torres en medio de la arena.

Desierto de Lut (Irán)

Para evitar las horas de calor sofocante, nos adentramos en la carretera justo antes de la caída del Sol y nos detuvimos para pasar la noche entre los kaluts, bajo las estrellas. Para encontrar el lugar perfecto, nos salimos de la carretera y condujimos las motos por la arena al atardecer. Fue, quizás, uno de los momentos más especiales del viaje.

Desierto de Lut (Irán)

Por cierto, nuestros neumáticos Michelin Anakee Wild funcionaron perfectamente en esta superficie, a pesar de que en este punto ya llevaban casi 10 000 km de uso.

Camino a Mashad y despedida de Irán

Con el amanecer nos pusimos en marcha rumbo a Mashad, una gran ciudad al norte de Irán, ya que nos quedaban dos días para la fecha en que habíamos acordado entrar en Turkmenistán. El viaje se nos dio mejor de lo esperado y nos quedó algo de tiempo libre en la ciudad, que dedicamos a hacer un cambio de aceite y filtros a las motos, que ya iba tocando. La cosa no era tan sencilla, puesto que en Irán no están permitidas las motos grandes y apenas hay aceite con la especificación necesaria para nuestras monturas.

Por azar, nos paramos en un concesionario Yamaha que vimos mientras circulábamos por la ciudad, y a partir de ahí la hospitalidad iraní comenzó a funcionar. Llamaron a tiendas de repuesto de toda la ciudad hasta encontrar el aceite, nos llevaron a recogerlo y hasta nos dejaron las herramientas e instalaciones del taller para que nos hiciéramos nosotros mismos el mantenimiento, ya que sabían que lo preferíamos así.

Haciendo el mantenimiento en un concesionario Yamaha :-)

No solo no nos cobraron nada, sino que acabamos durmiendo en casa de Mehdi, el jefe de taller, y su mujer, que vivían en un piso moderno en un barrio residencial de la ciudad. Por si fuera poco, también insistieron en invitarnos a cenar en un restaurante italiano céntrico al que fuimos, cómo no, en el Peugeot 405 de Mehdi.

Irán no podría habernos despedido mejor, haciendo gala de su gente extraordinaria. Es un país precioso, fascinante, de paisajes variados e increíbles, que probablemente cambiará mucho en los próximos años por su incuestionable potencial turístico. Ha sido, sin duda, el gran descubrimiento de este viaje, y nos llevamos un recuerdo intenso que probablemente durará mucho tiempo en nuestras cabezas.

En la próxima entrega os contaremos cómo cruzamos Turkmenistán, uno de los países más herméticos y extraños del mundo. ¡Nos vemos entonces!

Carlos y Quique