No sé viajar.  E intuyo que no quiero saber. No soy capaz de viajar a las ciudades como quien participa en concurso de la televisión en las que hay que superar pruebas y tocar la bocina cada vez que has metido cien gotas de agua en la jeringuilla a través de la aguja. No sé para qué viajo. No encuentro ningún placer en ver monumentos a mansalva, del mismo modo que no soporto pasarme una mañana en un museo viendo cuadros. Después de un solo cuadro, mis sentidos se resienten. No son capaces de absorber más.

He venido a Bangkok o a Tailandia, que no sé exactamente a dónde he venido. O quizá a Camboya o Vietnam. Sea donde sea, he venido sin haber estudiado. Acabo de estudiar un par de artículos y me ha entrado tal desasosiego que me he tenido que sentar a escribir. En las 36 horas en Bangkok que titula el New York Times, el reportero ha tenido ocasión de hacer y sobre todo de recordar más actividades y lugares de lo que he hecho yo en toda mi vida en las ciudades en las que he vivido.

Ayer, con el desfase horario en el primer día de cambio horario, sin sueño, después de escribir un poco sobre mi primer paseo por Bangkok, volví a salir a la calle, a conocer la famosa noche de esta ciudad por las cercanías del hotel (Dream Hotel, un hotel equivocado para mí. No es ni cutre cutre, ni espeluznantemente lujoso. Un hotel como otro cualquiera. Me equivoqué, pero por suerte sólo voy a estar aquí dos noches), en el barrio de Sukhumvit.

Salí a las dos de la noche hora local, ocho de la tarde en España, y a diferencia de lo que había visto tres horas antes, a la hora del primer regreso al hotel, la ciudad había renacido. Cuando regresé la primera vez, sobre las once de la noche, antes de ponerme a escribir, todavía estaban en la calle los puestos en los que se vende ropa, gafas graduadas y comida. La ciudad se iba apagando y las personas que atendían esos puestos estaban de recogida.

Tres horas más tarde, la ciudad había renacido. Un tráfico imposible de taxis y tuc tuc (o tuk tuk que suena más exótico. Algunos de ellos aceleran y suenan como motos Yamaha TMax. A mí los tuc tuc me recuerdan a carritos para uno o dos ocupantes, de no sé qué país, en los que quienes ejercían la fuerza animal eran personas oriundas. Es lo malo de leer libros ilustrados de pequeño. Ese dibujo de un hombre blanco, estilizado, vestido con un trozo de tela escaso que le cubría la cintura y poco más, tirando de un tuc tuc engalanado en el que iban sentados dos occidentales adinerados, no se desvanece de mi cabeza. Subirme ahora a un motocarro de estos, que suena como un hidroavión en pleno despegue, no me apetece).

En fin, que sólo salir del hotel para la segunda batida, una chica, que estaba aparentemente distraída hablando con dos hombres en la puerta de un karaoke, se levanta como un relámpago al verme pasar por una calle solitaria para ofrecerme un masaje. Tras una conversación divertida «¿De verdad quieres darme un masaje?» «Bueno, si tú pagas, sí» camino unos metros más y aparezco en la mitad de la fiesta. Tráfico infinito (El aire de Bangkok debe de ser irrespirable. La contaminación aquí debe de cuadriplicar los índices de la ciudad europea más contaminada) y bullicio interminable por las aceras. Miles de chiringuitos en los que se prepara comida y se come desparraman sus mesas por donde antes había puestos de ventas de cualquier cosa y numerosos grupos de mujeres jóvenes y no tan jóvenes, bien vestidas y no tan bien vestidas, de piernas muy largas y de piernas no tan largas, comen aparentemente de forma distraída aunque no dejan de mirarte, de sonreírte, de pararte, de agarrarte de la mano.

Lo sorprendente, al menos para mí, es que todas (prácticamente todas) y son muchas, muchísimas, de cualquier edad, condición y sexo, todas te ofrecen, te paran, te solicitan y quieren cuidar de ti. Incluso para una persona vieja y experimentada como yo, resulta difícil racionalizar tanta solicitud. Parece de verdad que eres tú lo que les importa, que eres tú el elegido, que no hay nadie más que tú al quien les apetece cuidar en el mundo. Algunas de esas manos que te agarran, que te atrapan, son manos enormes, que hablan con caras sospechosamente maquilladas. Otras son tiernas e insistentes. Otras, tan insultantemente jóvenes que me asalta la idea de que eran las mismas niñas que había visto por la mañana vestidas con el uniforme del colegio.

Durante el día, en Bangkok, he visto a muchos hombres sentados por la calle, en las aceras, durmiendo sobre los asientos de sus motos con las piernas estiradas sobre el manillar. Por la noche, el porcentaje de hombres activos o holgazaneando se reduce notablemente. Algunos duermen en sus tuc tuc, a la espera de que alguien les despierte. La diferencia, en el barrio de Sukhumvit al menos, es que las mujeres se apoderan de las calles. Toman el relevo y duplican la actividad de la ciudad. Tiene toda la pinta que gracias a ellas, sean del sexo que sean, se duplica el Producto Interior Bruto Tailandés.

Vuelvo solo al hotel. Ninguna mujer se ha enamorado de mí lo suficiente como para no dejarme seguir avanzando en soledad. Y eso que me he sentido más joven que nunca. De hecho, me he sentido un niño, después de haber parado por la tarde en unos columpios de un parque, idénticos a los que me columpiaba en mi colegio cuando era pequeño. Un ratito en un columpio, alante y atrás, con las piernas estiradas y dobladas, le permiten a uno duplicar la vida. Regresar a la niñez en un instante y, casi casi, volver a empezar.

En el parque, que no sé ni cómo se llama ni creo que importe mucho, junto a los columpios, había aparatos de hacer gimnasia, que sorprendente funcionaban aparentemente muy bien. Eran aparatos callejeros, muy antiguos y toscos de diseño, pero parecían todos en perfecto estado y había muchos ciudadanos de Bangkok, de todas las edades, aprovechando su existencia. Cuando he estado en ese parque, parecía la hora de hacer gimnasia, porque prácticamente todos los aparatos estaban ocupados. Me he quedado con las ganas de hacer una foto a los aparatos. Me parecía de mala educación hacerles fotos mientras estaban haciendo gimnasia, pero el gimnasio callejero atiborrado de personas haciendo ejercicio, bien lo merecía.