Amigos y amigas,

Qué tal va la vida?

Yo sigo con ese dolorcillo de espalda de cuando tienes 50 años y ya te imaginas que igual el dolorcillo te va a durar hasta el día de tu muerte. Ya saben que soy un optimista.

No recuerdo de qué les dije que hablaría la última vez, pero es que hace unos días vi la última entrega de la saga de James Bond y me veo obligado a hablar de ella. Obviamente.

No las tenía yo todas conmigo, porque Spectre (que fue el último Bond que nos llegó, cuando no sabíamos nada de pandemias y lo de volcanes en erupción nos sonaba muy lejos) me pareció una enorme castaña. Empezaba muy fuerte y acababa siendo una especie de culebrón portorriqueño insoportable. Así que mis temores estaban fundados. También es verdad que la anterior, Skyfall, era maravillosa.

Así que allí fui.

Y qué maravilla, joder. Qué pedazo de película. No sé cuánto tardaremos en ver otro Bond, pero este me ha dejado un sabor de boca inigualable.

No voy a hacer ningún spoiler, porque hay dos tan gordos que si se filtran antes de ver la película, te la joden casi enterita. Nada de spoilers, pues.

Todo arranca en Noruega, con un arranque que parece más propio de una película de terror, con un villano enmascarado, un casoplón en medio de ninguna parte y una venganza que llega con algo de retraso.

Bond enamorado, tratando de sacarse todos los fantasmas de encima, pero dándose de morros con el pasado. Todo rodado con tanto talento, tanto ritmo, que uno empieza a fregarse las manos casi inmediatamente. Daniel Craig va tan sobrado y Lea Seydoux (enorme actriz) le aguanta tan bien la jugada, que queda claro de entrada que va a ser difícil que salga mal.

Luego viene el festival: escenas de acción de la pera, una escena con Ana de Armas en Cuba que te deja con la boca abierta y las retinas como las de un búho cocainómano, un montaje de la hostia (obra del tipo de Whiplash y La La Land), una banda sonora brutal y un buen malo. Esto último es quizás lo más flojo, porque, aunque Remi Malek es un buen actor, está rodeado de un volumen de excelencia tan gigantesco que la cosa acaba por empequeñecerle. No está mal, ojo, pero es que viaja en un puto transatlántico.

Una película monumental, con un James Bond ya camino de la redención eterna, testamento de la inmensa potencia de la franquicia. Son dos horas y cuarenta y cinco minutos de montaña rusa, conducidos por la mano del primer director estadounidense que ha tenido la franquicia (Cary Fukunaga), por el que se había apostado después del impecable Sam Mendes y que trae brío, fuerza y ritmo a la saga más duradera de la historia del cine.

No sé si va a ser esta película la que devuelva la gente a las salas, porque solo puede verse allí. Nada de plataformas. Lo que sí sé, es que a diferencia de Dune (una película que es bastante más marginal en términos de blockbuster), Sin tiempo para morir es la mejor película comercial en muchos, muchos meses, además de ser -para mi gusto- la mejor entrega que jamás ha habido de la franquicia Bond. Maravillosa.

Vale cada euro de la entrada que paguen por ella. En serio.

Si no les gusta, les devuelvo el dinero.

Abrazos,

T.G.