Las algas se han apoderado del Simca de tal modo que no queda de él a la vista más que el techo, y descolorido. Polvo enamorado. Aunque si nos atenemos a la humedad reinante, que es un hecho también reinante, el polvo es ya lodo, limo, pleno de bacterias y nutrientes: comida de berberechos. Hay emociones que se diluyen sin que parezca importarles disiparse a la vista de las almejas, frente a palcos completos de mejillones.
Nuestro barco embarrancó hace varios días en la ensenada de Laxe, en plena Costa da Morte, y hoy vive solo en un hervor de moluscos diversos, bivalvos emergentes, trazas de pulpo y bigotes de nécora difunta. Humus saturado de emociones. La tropa estaba cansada, desprovista, flagelada por semanas de severas privaciones, falta por tanto de salud y de juicio. Nada reprocho a su desbandada. Sólo lamentaría que volvieran, pues no tengo nada relevante que decirles, ni tiempo para siquiera intentarlo.
Lamento en lo más profundo de mi alma tener que deciros adiós, más que nada porque tengo una caja llena de sindi-sindi que ya no van a servir a nadie y un rebaño de ovejas telecompartido que no voy a poder atender. Hay otras pertenencias, algunas de las cuales, con desgana, se han llevado nuestros amigos en un régimen pro-indiviso que no acierto a comprender, ni falta que hace.
De la bruma ha surgido Violeta; no: Olivia; ¡Elvira!; perdón, era Irene quien surgió entre la espuma. Venía recién bañada, profunda, pálida y sublime. No sé qué añadir a cómo venía porque venía demasiado hermosa. Un poco declinante, sí, pero hermosa a alforjas reventonas.
Con su voz de siempre, pero mucho menos poderosa que de costumbre y sonriendo con dolor, me pidió un cigarrillo. Yo no fumo y la escena estuvo a punto de irse a tomar viento, pero al final se sujetó como pudo. La escena, quiero decir. Al fondo había olas enormes y la atmósfera era equivalente a tragarse de sopetón cincuenta gramos de huevas de bonito. Faltaban las almendras. Sobraba casi todo. Tened piedad siempre de la soledad del corazón, tanta como de los que se amaban y han sido separados.
Qué fiera la pastorcilla. Se ha bebido la vida a tragos insondables y ha hecho felices a cuantos interlocutores se ha puesto de frente, uno por uno, el ciento por nada. Ha roto con todo y se encomienda exclusivamente al futuro. El futuro. Me ha rugido con entonación mermada: «te cambio un treinta por ciento de mi cáncer de páncreas por todo tu linfoma».
Qué buen aspecto tienes —he dicho yo, y después de una pausa prudente y cortés ambos hemos explotado de risa, en mi caso con leves proyecciones al aire de sangre vaporizada. Yerras, pastora —he añadido. Mi cáncer es de pulmón, y de los buenos. Un gran tumor y bien esparcido, una dote en condiciones, querido pedazo de mi alma. Hágase al punto mi piel a la tuya, o la tuya a la mía, que tanto da.
No cuadra a un hombre que tal título merezca decir nada más. Un minuto felino, y final. Un poco más adelante la calma voraz de un mar de fondo. Al fondo, el mar. Y el pelo de Irene, desleído en arena.
Nos hemos tumbado de la mano a la luz de un sol desganado y sin rayos. La suya, su mano, se ha quedado fría muy poco después y casi al mismo tiempo rígida. Qué pronto se va la vida cuando decide que ha de irse. Cuánto tarda en apagarse en cambio a veces. Cuán presto se va el placer, y qué solo se queda uno persiguiendo la vida en una mano que ya no es de nadie. A instancias de lo cual la mía, mi mano, se ha enfriado también a toda pastilla. O a toda vela, que aún no sé cómo se dice.
FIN
© Jorge Silva 2006
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