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  Simca Rallye:
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Simca Rallye: el viaje. Capítulo 7 25-07-2003
  Jorge Silva

Vaya si iban a pasar más cosas. Yo diría que «la trifulca apenas recién comenzó», pero no puedo decirlo porque eso, exactamente «eso», ya lo dijo Gardel en su día, y si no lo dijo es que hay algún error de peso en sus biografías. Lo cierto es que ha comenzado la trifulca, y que conste que sus ingredientes, circunstancias e intereses no me competen, vale que sea así por simple prudencia. Pero lo ocurrido sólo puede precipitar en una convicción: aquel que interrumpiere el buen orden del universo, mejor dicho aquel que estropease un buen hurto con la intervención de violencia, bien por errar el tiro, bien por llevar armas, ése, digo, no es digno de ná.

Qué cosa tan simple, insignificante e inofensiva tener hambre. Somos civilizados y, por estarlo, cada vez que acometemos un objetivo lo hacemos procurando no perturbar el normal equilibrio de las cosas que nos rodean. El buen ladrón de época satisface así su ideal de discreción. Pero no es discreción lo que se busca, sino ética. Comer es un derecho, y no sólo porque lo digan las más avanzadas constituciones del mundo. Lo dicen sobre todo el estómago, la biología, la salud y la estirpe. Lo que quiero decir es que demasiado a menudo muchos, y no me preguntéis por qué, no sólo porque no quiero que me lo preguntéis, sino porque además no lo sé, muchos, en todas las fibras que nos componen, dejan de parecer civilizados. Pasa en los atracos, en los pleitos, en la paz de estar en casa, en la salud y en la enfermedad, un poco más en la guerra. Córtese por la línea de puntos, señálese en la casilla la opción elegida, táchese lo que no proceda.

Estábamos en el atraco, no en pleno atraco sino hablando de él. Y habrá que decir lo que pasó. Fue muy sencillo: un joven desarrapado (ahora que lo recuerdo, en cambio, y eso pasó a toda prisa, llevaba un grueso abrigo Chssberry, y estamos aún en verano); un joven vestido no sabemos cómo irrumpió en un establecimiento del mediano comercio, no vamos a mencionar la especialidad para no herir susceptibilidades ni suscitar competencias; el joven entró a lo loco allí sólo para espetar: «¡estro es un atracaraco!» (parecido a aquel otro exabrupto que soltó el actor principiante, en el momento cumbre y tras haber ensayado hasta el desmayo la frase «Tarifa sucumbirá», cuando exclamó «¡Tafira sucurumbá!»). Podríamos colar aquí de rondón la comparación que alude a las cataratas del Niágara, pero no hay sitio.

Perfil del atracador. En una mano llevaba una pistola, en la otra una navaja oxidada pero enorme. Qué importaba en ese momento su dicción: estaban más que claras sus intenciones. Una multitud de clérigos viandantes (y no es eso lo que quiero decir) se acercó y lo rodeó con ademanes entre conciliadores y emboscados para a) increpar su actitud, b) aplacar sus ánimos, c) indicarle alternativas, d) sugerirle tanto los inconvenientes como las ventajas, e) añadir alternativas diferentes, f, g, h, i, j, k, l) advertirle sobre las consecuencias, m) recordarle en añadidura lo del PIB, n) diluir la severidad de tantas meditaciones con un buen comentario sobre la actitud de Irureta ante no importa qué. Y así sucesivamente pero no de forma indefinida, pues de pronto pasó lo que pasó.

Presa de tal presión, el presunto delincuente, que no podría ser hoy procesado por otro delito que el de opinión, y eso ya no existe, rompió en un llanto rasgado, tan violento y cargado de aspavientos que se rebanó a sí mismo, en única autoría, un trozo, no muy grande, del brazo que sostenía la pistola. Consideremos que de haberse pegado un tiro en la mano que sujetaba la navaja, y de haber pensado en esto Lorca, las «Bodas de sangre» podrían haber sido incluso más ruidosas, casi con la categoría de las Fallas de Valencia, aunque en un recinto más breve, como en los conciertos de cámara, que es la virtud de recogimiento que da al teatro eso que tiene sobre lo demás, abreviando.

Se hirió él, pero podría haber herido a alguien más, aparte el imperdonable sacrilegio de asustallos, molestallos, humillallos y minar entre ellos la salud de los más débiles. Tras el lance el asunto no dio para gran cosa: los bares, con su humo y su rugir de conversaciones, estuvieron atestados apenas poco más de tres horas y tres cuartos, minuto al aire. Como yo me había encontrado dos mil dólares un rato antes (y creedme que habría preferido localizar lo abandonado en euros), decidí sumarme a la fiesta. ¿A quién podría dañar semejante cosa? Pero mi misión esa tarde era indagar, sin más. E indagué. Indagué tanto y de tal manera que pude saberlo todo sobre aquel punto geográfico a la deriva, aunque ya sé que los puntos geográficos no se mueven. Entre otras evidencias, una perla: treinta y tantos grados a estribor de donde a mí me daba la gana darle el perfil al sol, surcando la bahía (surcándola en un barco que no existe, está claro; bien entendido que lo que está claro es que la bahía hay que cruzarla navegando, no que yo pueda o no adquirir un barco: hoy por hoy lo he desestimado), casi a la altura de Rosas y a tres ceñidas de ese sitio donde discurre Adriá, hay un lugar concreto, pero no llevaba GPS, donde suceden grandes cosas bajo la superficie del mar. No soy un buzo proselitista. Es más, no soy un buzo en modo alguno, sino de Segovia. ¿Queda claro que no vamos a bucear?

En el próximo capítulo: ¡Vaya tamaño de calamar!

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