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  Simca Rallye:
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Simca Rallye: el viaje. Capítulo 39 08-04-2005
  Jorge Silva

Tan pronto como dimos en Punta Candor y se nos embarrancó el barco (no queríamos llegar allí, ni a ninguna otra parte: embarrancar de nuevo fue casualidad), nada más entrar en el primer bar de los varios que allí mismo había, BBS fue provisto con una mordaza personal. No hubo que atarle las manos para eso: tenía la garganta tan seca que yacía voluntariamente inmóvil a cambio de un trago de agua. Le valía igualmente la manzanilla de Sanlúcar.

El camino hasta la Venta Nava fue largo, pesado, lleno de obstáculos y heridas, rigurosamente distribuidas entre lo que hasta allí se asomó de la tripulación. Irene se hizo polvo un peroné y varios de nosotros nos desollamos salientes diversos del cuerpo mientras transportábamos trabajosamente la silla de Bermudo Balza. Éste iba acostado, simulando un sufrimiento atroz y pasándose frenéticamente una gasa por la frente; de reojo miraba no obstante el curso del asunto, dispuesto sin duda a descabalgarse y correr como un cervatillo loco hacia el grifo de vermú más cercano.

La comitiva era dantesca, pero también ridícula. De un tercio de la tripulación visible se había apoderado un sentimentalismo popurrí: lo de mitad soldado y mitad monje es una simplificación. Rodaban cuesta arriba vistosos ejemplares de cantautor, caminante montañero, catequista, sherpa, agrimensor desmedido, político ecologista, etcétera. Ninguno sabía qué perseguía exactamente (salvo BBS), cuando lo que de verdad cabía perseguir era regresar cuanto antes a la embarcación, ponerla en el agua, comprobar los daños, repararlos y aprovechar el viento de Levante.

Pero no: ya que habíamos llegado hasta allí, había que conocer el lugar, entablar contacto con sus gentes, intercambiar con ellos banderines, hacer fotos y vídeos, quedar para otro día y demás. El ideal viajero. Uno tiene a cien metros de sí, todo el santo día, a todo el repertorio posible de seres humanos, pero tiende siempre a buscarlos en otra parte. A veces incluso en el otro hemisferio, en el quinto pino, que parece ser lo que da sentido al ideal viajero propiamente dicho. No lo digo yo, lo han dicho otros: hay una pincelada de xenofobia en buscar novedades mientras se viaja. ¿Acaso uno espera encontrar a seres distintos? Los seres distintos son los que se comen: el cerdo, la merluza, el pollo, la vaca, el esturión, la oveja o los calamares. A menos que uno sea caníbal, no hay seres distintos que buscar por ninguna parte de lo conocido entre los bípedos como nosotros.

Sea como fuere, allí estábamos todo el regimiento, trepando por una peñas de mal pronóstico, en busca de no sabíamos qué. Alguien me sopló en la oreja que íbamos a la Venta Nava, refugio conocido del chaval de La Garrofa. El grosor de nuestro tumulto me impidió hablar con él y despejar si era verdad lo de los chorizos de jabalí al vinagre, los chocos fritos y las aceitunas con queso. Me quedé con la impresión de que en la Venta Nava había un perfume predominante de fresas, y la temperatura ideal para cenar a la intemperie, y eso me dio fuerzas para seguir trepando como un imbécil.

Esa tarde (porque eso pasó hace un par de días) noté por primera vez que nuestro equipo empezaba a disgregarse.

En el próximo capítulo: Chacinas a bordo

© Jorge Silva 2005

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