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  Simca Rallye:
el viaje
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Simca Rallye: el viaje. Capítulo 23 16-01-2004
  Jorge Silva

Marchar a todo trapo es lo que se supone que hace un barco cuando lleva viento pleno en popa, coincidiendo con su rumbo, y despliega todo su velamen. Eso poco más o menos pone en los libros. No es a todo trapo precisamente como vamos a desplazarnos. La distancia que tenemos que recorrer para volver al puerto es pequeña, pero el rumbo preciso para hacerlo es complicado. Jamás sopla viento en esa dirección, y las rachitas imprevisibles que allí se arremolinan no dejan tiempo de reacción, dudo incluso que dejen reaccionar a un ordenador potente. No se sabe de patrón alguno, y tampoco de tripulación amotinada, que haya sido capaz de hacer lo que nosotros necesitamos hacer. Si queréis un resumen de lo acontecido, las redes desechadas de un pesquero de arrastre que por allí pasaba nos han devuelto a lo bestia contra el embarcadero. Hemos hecho como si no pasara nada al tropezar sin defensa ni previsión alguna contra el muro. Heridas leves. El barco entero. Tiritas y a otra cosa.

Llevamos tiempo suficiente aquí como para saber que el Simca no va a funcionar como coche. Se duda entre el achatarramiento (un bocazas ha pregonado las ventajas del plan prever) y el uso del coche como materia prima para la construcción de una obra de arte. Hay subvenciones. Y críticos capaces de subirnos al pináculo del pensamiento local, autonómico, nacional e interplanetario. Si no nos hacen caso, o nos ponen a parir, que todo es posible, será difícil que el resultado de eso empeore la actual composición del equilibrio de fuerzas.

Así pues, no se descarta tampoco utilizar la capacidad puramente mecánica del Simca, capacidad por cierto recién restaurada, para impulsar nuestra nave. Es un buen consejo que tomamos del aire porque no es nuestro dominio del aire lo que va a sacarnos de aquí, ni llevarnos a ninguna parte. Y para ir a ninguna parte mejor quedarnos donde ahora estamos, tentación que algunos han (hemos) considerado en serio. Pero sí, nuestra estancia aquí es ya desaconsejable. No nos fían en los bares, el propio bar de Santi ha tenido que cerrar por falta de suministros (cerrar exactamente no: ahora es una chamarilería, que no sé cómo se dice en catalán) y la popularidad de todos y cada uno de los componentes del equipo ha mermado como sólo ha conseguido hacerlo en la historia reciente el crédito personal de Bush. Menos mal que dejamos un holding. Su gerente, Irene, atenderá cualquier reclamación.

Sea como fuere lo mejor es llevarse todo por mar. Armas y bagajes, objetos, bienes, cuerpos y talentos. Cerebelos, riñones, codos, ojos y también el mayor número de otros órganos que la ocasión permita. El puertecito se las trae, por lo visto. Incluso esperando a una pleamar poco concisa, una mar llena que no viene en los calepinos, tendremos que usar una grúa o algo para no encallar a la primera una vez cargados. O hacer que la tripulación acuda a nado. Convocarla con espíritu olímpico, y estamos en invierno. Ya que hablamos de ello, ¿es suficiente con esta tripulación? ¿debe añadirse la Santísima Trinidad al completo?

Irene está ensañada. Solitaria en su vagón, mirando su sombra en el suelo. Sin duda salpicaduras de sol. Me odia, al parecer, pero sólo ha acertado a decírselo de forma meridiana a su nueva amistad femenina, una tal Ginebra. Algo se trae entre manos. Puede que sean celos. Pero celos de qué, ahora que caigo. Encuentro motivos aquí de sobra para cualquier tipo de emoción, pero no para los celos. No tengo a mano a ningún psicoanalista argentino. Tampoco hay uruguayos entre la tropa. Estoy por buscar un buen libro sobre espectros y predicciones, a medio camino entre Espinoza, Podadera y Antonio Machín.

Planea sobre el castillo de gobierno la idea del infarto de miocardio. Tengo las manos acalambradas. Quiero asirme a un timón que aún no está construido. A falta de rueda y de caña me agarro con vehemencia a un palo de encina. Con él quito adherencias de mis zapatos, golpeo piedrecitas sin importancia y fantaseo acerca del equilibrio, que al final es certeza. Ay, los celos. Porque sí, digámoslo de una vez: Irene, que viene encasquillada, obtusa, torcida y brava, se ha enamorado de un sindicalista de Manresa. Está también Ginebra. El sujeto no es exactamente como todos los sindicalistas ni como todos los vecinos de Manresa. Es una combinación de ambas cosas, el resultado único de una conjunción genética sin explicar. ¿Por qué tiene esa cara? ¿por qué esa voz? ¿qué le ha llevado a pensar que puede resultar atractivo a nadie? Puede que Irene esté ofuscada, sobre todo después de aquella promesa que le hice meses atrás, y de la que nunca he contado nada a nadie, a propósito de la conveniencia de nombrarla “algo importante” en el holding. Ginebra ha fagocitado su voluntad, no hallo otra explicación, porque el sindicalista ya me dirás tú. A ver, ese sujeto que desaparezca de aquí. Que soy el capitán.

Como hemos conseguido volver al puerto, anclamos. Se bajan Irene y su pretendiente y tengo la seguridad de que no voy a volver a verlos más. En realidad a quien espero perder de vista para siempre jamás es al amiguete. Ay de nosotros, quien se sube y se niega a abandonar su litera es Bermudo Balza. Tan consciente de sí que apenas le queda espacio intelectual para ocuparse de otros. Jadeante y vendado hasta las cejas, desde prácticamente los tobillos, el doctor Balza Seré va a ser una carga. No ya por su estado de salud, que requiere muchas atenciones, sino porque no me lo imagino callado, sin ganas de intervenir en el curso de las cosas. Las amarras están tensas y Luismi ha inflado un número suficiente de preservativos como para garantizar que el casco no se arañe ni golpee contra el muelle. El Simca Rallye permanece sujeto a tierra firme, gozoso e inmaculado para seguir trotando por provincias, secanos, regadíos y mares enteros. Su libertad es como la nuestra: insondable, amenazada, amenazadora, siempre difícil. Opción pura, ahí te las compongas. El motor ya funciona. Gira redondo, sin el menor petardeo, y no creas que nos viene del todo mal (ni al propio Simca le perjudica) prescindir de frenos, latiguillos, luces, transmisión final, instrumentos, suspensión, dirección y demás. Ahora es todo motor, o sea todo barco. El Ciriaco, que así se llama la embarcación que hemos construido, está orgulloso de tener un motor así.

Para limar asperezas, Irene se ha ido a hacer un curso de vuelo sin motor en Gandía. Él iba detrás, creo. Ginebra con ellos. En realidad la pastorcilla se ha entregado a tal extravagancia para celebrar su nombramiento como consejera-delegada del holding «Vehículos Especiales del Mediterráneo y Aguas Limítrofes» (¿lo escrituramos así, o es «Tierras Limítrofes»?). Estamos que nos vamos. Adiós Sant Pere Pescador, adiós Fluvià, hasta pronto amables ampurdaneses todos. Es un momento oportuno para la huída adrede por mar, y si no hay barco a nado. Pero hay barco. No consigo estar en todo: huyamos.

En el próximo capítulo: La nada

© Jorge Silva 2004.

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