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Simca Rallye: el viaje. Capítulo 51 08-09-2006
  Jorge Silva

Ya no sé qué parte de la tripulación se ha largado por la borda. Ignoro quién permanece todavía a bordo, ni de qué guisa. Enjambres de barcos pequeños, pateras, bateles, balandros, cayucos, bajeles y barquichuelas, se han arremolinado a nuestro alrededor estos días, ajenos a la espuma sulfurosa del Simca (que trepa por el Atlántico), para llevar o traer algo. Traían comida, creo, y se llevaban personas. Un cierto clima de desavenencia, de peleas y mercromina, ha favorecido estas fugas, toallas en el suelo y despedidas a la francesa, que siempre son lamentables, a menos que de quien te despides sea un imbécil parlanchín, egoísta y cutre. Las cosas van demasiado bien para que sea posible la campechanía de entonces, porque es sabido, y si no ha de saberse, que los negocios funcionan mejor durante las estrecheces.

Se ha ido Ginebra, entre otros muchos. Con el permiso tácito de una mirada que ella y yo hemos cruzado al tresbolillo, a la que Irene no ha sido ajena del todo, Ginebra ha arrancado en finas lascas un trozo de proa y se ha fabricado un barco monoplaza. ¿Propulsión? Yo no sé que propulsión lleva, pero se aleja envuelta en espuma, como si un V8. Ha derrotado unos grados a estribor, en sentido opuesto al que nosotros llevamos. Se ha dado materialmente la vuelta, para abreviar. Su derrota es la que lleva a las Canarias. Lanzarote, sin duda. Ahora sí que estamos todos seguros de estar navegando más o menos hacia el Norte.

Uno de estos días de tormentas, desasosiego y luchas fratricidas he tenido un encuentro con la alquimia y la espagírica. Solve et coagula, mercurio y azufre. Todo por andar leyendo. Los estados de la materia, a estas alturas. Encrucijadas éticas, así sin más. Eso no ha sido nada comparado con el hallazgo de ese nebuloso monasterio precámbrico al otro lado de olas monumentales.

Literalmente hemos tocado fondo frente a una mole de piedras viejas. Las obras del císter son demasiado modernas frente a esto. A las velas se les ha ido el aire. Al casco le ha podido la tierra. En el agua ya estamos, y casi podridos, víctimas de la ósmosis. Sólo falta el fuego. No, por favor, un incendio no, todavía. Decía que piedras. Una piedra, con otra y otra más, da lugar a un monasterio de piedra.

Hemos leído una curiosa historia en el portalón derruido que en otro tiempo dio entrada, seguro, al edificio principal. Inscrito en piedra, como no podía ser de otra manera, se nos cuenta el chocante encuentro entre Pío X y una monja, allá por sabe Dios qué épocas. La monja, de clausura y comprometida con el voto de silencio, salió a recibir (silenciosamente, como parece normal) al sumo pontífice de la cosa, con motivo de ofrendas, reconocimientos y recados que no vienen al caso. Patitieso por la belleza exultante de la dama, Pío X (que no quiere decir Pío "equis", sino Pío décimo, porque de lo contrario el señor en cuestión no habría sido un papa, sino un espía; ni es "pío" a secas, pues no se trataba de un ave); Pío X, os estaba contando, soltó: "¡Qué agradable monja prisionera"! Más tarde, porque todo se sabe, el cardenal supremo se arrepintió muchísimo de haber dicho eso.

No por nada. Lamentó hasta el fin de sus días haber roto a lo tonto la quietud no exenta de cuitas de una señora sencilla -su sonrojo había sido sin duda un reflejo de las hogueras del infierno-, pero lamentó todavía más no haberse hecho entender. Jamás se perdonó tal simpleza, por demás cometida en trance tan sencillo y llevadero para un personaje de altura. En su chascarrillo, ingenuo como los de Manuel Benítez, Pío X sólo había querido decir "¡Qué agradable sorpresa!". Como es natural, la Historia no nos cuenta nada sobre esto, ni sobre la dieta exacta de Carlos V, ni sobre los colores preferidos de Cristóbal Colón. Sólo resmas enteras sobre el tratado de Utrecht, la revolución burguesa de Francia o la derrota de Trafalgar, junto a algún otro detalle.

Aquella discreta religiosa había entregado todos sus bienes a la iglesia anglicana. Por decirlo de un modo más sencillo, todos sus familiares se habían quedado con lo puesto para alzar a su hija, hermana, prima, cuñada y sobrina a salvo de los exudados del mundo y los avatares de la suerte. No lejos de su encuentro con el papa había un personaje oscuro, de ojeras violáceas y manos siempre recogidas. Nadie había visto nunca sus uñas, pero ya os anticipo que no era el conde Drácula. Presenció el encuentro desde esa media distancia que ahora ya ha salido de los libros de interpretación para recogerse en el repertorio de los entrenadores de balompié. Era el albacea de la familia, apostado desde hacía años en los más inverosímiles casos, a fin de vigilar el correcto desenvolvimiento de las cosas y con ello evitar cualquier devaneo. O un desvanecimiento, o la muerte misma, razón de más, dado que según el contrato la muerte prematura de la sor sería la causa primera del retorno de la fortuna a sus legítimos propietarios. La vida de aquella monja valía más que la de Fernando Alonso e Isidoro Álvarez juntos.

Un día, por puro entretenimiento, Braulio, el bisabuelo del albacea, decretó para sus adentros, y más tarde para sus afueras, que habría siempre a partir de ese momento en la familia alguna monja llamada "Sorpresa". Era también una buena forma de perpetuar el patrimonio. Vigil, que ese era el apellido de la familia, estaría ya para siempre vinculado a las más disparatadas conjugaciones de la sorpresa.

Fue así como conocimos, después de leernos todita la presentación del monumento, a Sor Prendente (Vigil). Nos dijo "hola" y después cerró el pico, ya no volvió a decir ni mú. Más tarde creo que fue abducida, o algo por el estilo. Se la llevó probablemente el fantasma de Braulio, el albacea. Lo que no sabemos es si se llevaron consigo la bolsa, ni si había platillo volante que llevarse a los ojos. Lo cierto es que desapareció, algo sonrojada, y no volvimos a verla. Y no es que hubiera mucho donde esconderse.

Tras este suceso hemos remontado el vuelo de nuevo hacia el Norte, a lomos de olas inquietantes, baqueteados por rachas de viento inestable. Por la violencia del movimiento, o a pesar de ella, me ha dado por pensar. He pensado sobre dos asuntos. Pero antes de hacerlo ha entrado por el ojo de buey Bermudo Balza Seré y me ha vomitado a la cara un marsupial idéntico a él. "Duncan, supongo", le he dicho. "No, Livingstone", me han contestado ambos a la vez.

He disimulado lo indecible para hacer como que ninguno de los dos estaba en mi camarote. Me sentía como Maxwell Smart, pero también como cualquier personaje de Paco Martínez Soria. He silbado con frenesí, he canturreado baladas para mis adentros y he leído varias páginas de libros distintos, como si me interesara realmente to-do. Me ha faltado ir al váter. Así es, pese a no hacerme pis, como me ha dado por pensar. Ambos, vestidos de etiqueta, me han imitado, como si al cabo del ponerse todos a pensar fuera a surgir el fraude (y entonces ¡zas! a la yugular). He pensado sobre los humanos que no son yo, fundamentalmente todos los seres humanos del planeta, como es fácil deducir. Las mujeres, por ejemplo, género con entidad propia dentro del género humano, concebido como una única cosa, simios aparte. Me ha dado más tarde por pensar acerca de la Política , eso que fiscaliza con inteligencia las necesidades y los recursos colectivos, o debería procurarlo.

Política, así con mayúsculas, es un concepto que excluye de pleno a Rubalcaba, Zaplana, Llamazares, Acebes, Rodríguez, Mas, Aznar, Maragall, Rajoy, etcétera. No sé quién pueda quedarnos. Botín, acaso. Por Botín me surgieron de hecho las primeras cavilaciones. La masa votante es, o debería ser, como esa enorme congregación de mortales que hacen las veces de accionistas en una gran empresa. Un país es una empresa grande. En ninguna empresa, grande o pequeña, se hace comulgar con ruedas de molino a sus accionistas. Más que nada porque quienes mandan son los accionistas. Bien, hace un rato me corrigen para indicarme que sí, que a los accionistas también se les toma el pelo, y no sólo eso: también se tragan de perfil o de canto enormes piedras de molino. Al carajo la teoría.

En los estados modernos, tengan o no el adorno de una dolorosa y ejemplar transición política, dispongan o no de héroes, mártires o reyes, los accionistas no mandan nada. De hecho los votantes no son accionistas sino simples (despreciables) súbditos. Si quienes han acordado repartirse el poder decretan que el estado debe ser una monarquía, será una monarquía. Sin derecho de pernada, pero sólo porque no es moderno. ¿República? Pues una república, marchando una república con presidente y ujieres, como quien pide una ración de calamares.

¿Se arreglarían los problemas que tenemos si dejáramos de ser una monarquía, o una república? El quid es la televisión y que la población es imbécil de remate. Si no lo fuera, la gente dejaría de ver la televisión y leería más, y volvería Durruti y pondría a raya a comunistas, fascistas, curas, anarquistas y funcionarios. Como Buenaventura Durruti está muerto, pues nada, anarquía. El ideal capitalista, el que nos lleva ahora a toda prisa parlamento incluido no sabemos adónde, es ácrata por naturaleza. No quiere controles, no quiere un poder incontestable que pueda vetar sugerencias, no quiere obstáculos a la inteligencia, ni en su caso a la idiotez; quiere flexibilidad y crecimiento. La noción de "movilidad geográfica y funcional" nos resulta muy incómoda a cuantos quisiéramos tener bien cerca de casa los problemas resueltos para siempre. Pero en esas cuatro quintas partes del mundo donde suspiran por comer algo cada día, donde es fácil morirse de hambre, o a causa de enfermedades que ya no son un problema en Oslo, Berlín o Madrid, consideran que lo realmente incómodo e inaceptable no es tener que trabajar un día aquí y otro allí, sino defender la salud de sus hijos y que éstos tengan la oportunidad de comer regularmente. Por mal que nos venga a los sedentarios, el futuro es nómada. Volvemos a la Edad Media , queridos. Somos muchos, y muchas y justas las aspiraciones. Se acabó la diversión.

Temo que de un momento a otro, y sin saber por qué, salgan por los aires mamparos, codastes, tracas, rodas, varengas, rufas, palmejares, vagras, baos, hiladas, varengas, pantoques, cuadernas, trancaniles, entrepuentes, bruscas y consolas, con sus cabos, herrumbre y musgo. Lo cual no debe impedirme seguir pensando, mientras estos dos gemelos siguen en la misma postura que hace un buen rato.

Sigue siendo para mí inescrutable el universo femenino. Se cierne sobre uno gran misterio cuando una dama decide escuchar, o hacer como que escucha, una proposición decidida. Una vez despejados sus temores, que suelen pertenecer al ámbito de lo primitivo e inmediato, la dama mira por encima de nuestros hombros, estira sin excepción sus dedos, los tenga largos o cortos, toma delicadamente un objeto fino, en la medida de lo posible punzante, y musita: "Mmmm, es ideal, me parece una idea fantáaaastica. Es ideal, vamos a ponerla en marcha. Además -¿sabes?- me viene muy bien para reforzar aquello que os dije el otro día que quería reforzar". Ese "¿sabes?" suele incorporar ese tono preciso, como si de pronto la idea no hubiera venido de fuera, sino de dentro, acaso de sí misma. Ese "¿sabes?", de paso, viene casi siempre acompañado por un "¿me queda bien así?" o, con mayor frecuencia, por algo más participativo e insufrible: "Tú cómo crees que me queda mejor, ¿así, así o así?". En condiciones normales, uno haría como que se ha quedado dormido, pero estas no son condiciones normales. La que pregunta es, siempre, un ejemplar que manda más de lo razonable, o una compañera a la que adoramos más de lo debido.

Me he expresado mal, ya veo con qué cara me miras. Cuando digo una dama me refiero a un tipo concreto de dama. Todo el mundo sabe a qué dama me refiero, pero lo voy a precisar: no es la misma dama la que te pasa con el Cayenne por encima del parterre, provista con ajustada lycra, que la que te vende el periódico con una sonrisa y un diente de menos. No es sujeto equiparable una señora cabal y rigurosa, aunque pilote un BMW X3, que una tonta funcional envilecida de repente por la opulencia, pilote lo que pilote. Lo dije. Me vale un Cayenne, un X5, un Touareg, un Range Rover, un Land Cruiser o un Sorento, me vale un parterre o las rodillas mismas, que en materia de gustos y de servidumbres de paso todo es posible, pero en cuestión de cataduras sólo hay dos.

Esas dos únicas cataduras sirven también para los varones. Nada separa en nuestros días a varones y mujeres en lo puramente normativo, ni en la estupidez consustancial a nuestra raza. Debemos alegrarnos de lo primero, prueba de la protección inquebrantable que la sociedad debe a los más débiles, cuando realmente lo sean. No de lo segundo. Somos tontos del culo, señores y señoras, no hay más leches que admitirlo. Y de ahí al resto, cosa sabida.

Ahora que Manuel de Jesús es contramaestre, debería dejaros en sus manos para alcanzar la costa, pero como en este bajel mando yo, se llegará a tierra cuando a mí me salga de los cojones. Manolo, achicando, con los demás. Qué jolgorio, qué chispa colectiva, qué risa tan tonta me entra al caer en la cuenta de que navegamos aproximadamente hacia el Norte. ¿Dónde estaremos? Manuel, ¿te has traído el sextante? ¿No? Pues sigue achicando.

Mucho hemos debido trepar en el mapa, porque eso que veo ahí mismo, a escasas dos millas de mis narices, es Nazaré. ¿Y Lisboa? ¿Y el mar de medusas de Setúbal? ¿Y Sesimbra? ¿Encontraré aquí a Jorge Arce?

Es Nazaré, sin duda. Si fondeamos aquí y subimos por el funicular, veremos las olas más grandes que un ser humano pueda contemplar, entre los no nacidos o residentes en Hawai o Nueva Zelanda. Podremos también devorar crustáceos casi vivos y empapar el gaznate de Atlántico hasta caernos patas arriba. Pero Nazaré, tan pronto como ha aparecido, se esfuma por la popa, mientras este viejo barco se desparrama ahora un poco más lejos de la línea de costa. Agua o aire atronador, aquí no hay tregua. Los sentidos caen derrotados, y las convicciones. Sólo permanecen los recuerdos.

En el próximo capítulo: Entre hortalizas y cadáveres amanecen olas.

© Jorge Silva 2006

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