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Simca Rallye: el viaje. Capítulo 48 13-01-2006
  Jorge Silva
Había en Cádiz una leyenda que decía: No más. Lo contrario de plus ultra, para decirlo en latín. Las buenas gentes de Cádiz, tacita de plata, estaban hasta el gorro cuando pergeñaron tal cosa. Lo estarán aún más hoy, después de perder una buena parte de los astilleros. Desde 1812 han pasado varias cosas. Entre otras, que una parte de la Puntilla, en el El Puerto de Santa María, se llama «Puerto Sherry». La sabiduría popular bautizó ese aparcamiento de barcos como «puerto churri». Hay también famosas disputas a propósito de las casetas de la playa Victoria, sustanciosas por igual las que sostienen la propiedad por vía aristocrática, y las que alientan su demolición por eso mismo. Allí seguirían las casetas de bañistas, inmunes a la discusión, si no se las hubiera llevado una tempestad. Que una tempestad se las llevó por delante.

El desacuerdo que reina en Cádiz es inofensivo, fértil y perfectamente exportable al resto del reino. Como las doradas y las lubinas del estero, que ya se exportan. Hay una especie de desaliento colectivo, pero el aire final siempre sopla en la misma dirección, desde la profundidad íntima de la tráquea: ohú.

En nuestra breve estancia aquí, hemos averiguado cosas curiosas sobre Cádiz, pero no la situación exacta de la Plaza del Tío la Tiza, jeroglífico como pocos. Está en la Viña, o en las Viñas, que casi tanto da, pero no da lo mismo en qué bar vayamos a encargar una caballa a la brasa, porque no es igual. Entre otras cosas que sí hemos desentrañado: por qué en toda la provincia se tiene la impresión de que los nacidos en Cádiz capital son maricones. La culpa es de Felipe II, que no era nada tonto, ni estudió con la ESO. En uno de los viajes al Nuevo Mundo, además de prohibir que embarcara cualquier cosa parecida a un abogado, Felipe II trató de desplazar hacia Cádiz, para su embarque, a toda la chusma de Castilla y Extremadura. Entre la chusma iban putas, registradores de la propiedad, ajedrecistas, pederastas, gentes de teatro, levantadores de peso, dibujantes, foniatras, notarios, gimnastas y todo lo que se coló por el estercolero de la definición, y de la difamación. Como con el Santo Oficio.

Resultó que sí: entre los embarcados a la fuerza había trapecistas de moral dudosa, anarquistas confesos, registradores, ladrones sin honor, sátrapas desquiciados y mendigos, muchos mendigos. Y muchos enfermos sin cura. El plan era terrible. Tenía algo bueno en la intención: la ausencia de abogados.

El plan de aniquilación y destierro se fue a tomar por el culo a causa del hombre del tiempo. Como entonces no había hombre (ni mujer) del tiempo, Felipe II no estuvo al tanto de lo que se avecinaba. Ni sus más sobrios asesores, entre la gente del mar, supieron advertirle. Una tempestad tremenda asoló de buenas a primeras las costas de Cádiz, inundando puertos y venciendo naves. Llenos como estaban ya de escoria, los barcos que España mandaba a América, o a donde Cristo perdió el mechero, naufragaron en el mismo puerto. Los que se salvaron y consiguieron escapar de la confusión se quedaron a vivir en Cádiz. Entre ellos, muchos ladrones, muchas putas, comerciantes, maricones, cocineros, quirománticos, titiriteros y registradores de la propiedad. Ningún abogado. El Arte se quedó en Cádiz para siempre. Y la habilidad para el Comercio.

Se navega por la bahía de Cádiz con cuidado. Lo mismo tropiezas con un tiburón de once metros que pescas a un pensionista en huelga de hambre. No es por estropear la fauna, pero los camarones, los langostinos, urtas, ortiguillas, pargos, doradas y acedías siguen siendo soberbios. Y las playas, y los búnqueres de la costa atlántica, que se llenan de agua con la marea, con lo que animan los juegos infantiles y complican la siesta de los mayores.

Qué tiempos. Siempre nos miraremos Cádiz y yo con nostalgia. Vendito presente. No sé por qué digo eso, si lo mejor tal vez esté en el futuro, en el reencuentro. Venga Dios y ejerza, resucitemos.

Lo que veo es Matalascañas, y no es Indianápolis porque no veo coches. Tampoco consigo analizar las imágenes –por otra parte de dominio público-, porque un mosquito terco, canalla y gilipollas me está devorando. Acaba de picarme ya tres veces, e insiste. Siete embestidas más adelante, le he hecho frente con el igualizador. Ya no hay mosquito.

El gas tóxico del igualizador se ha esfumado, pero a cambio llegan de Oriente dos nubes más. De mosquitos. Mosquitos asesinos. Y gente, mucha gente, toda la que estaba sobrando en Benidorm. Víctimas posibles del famoso mosquito depredador de la zona. El que avisa no es traidor.

En el próximo capítulo: Hombres al agua.

© Jorge Silva 2006

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