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  Simca Rallye:
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Simca Rallye: el viaje. Capítulo 37 31-12-2004
  Jorge Silva

Qué estrecho puede llegar a ser un estrecho, por ejemplo el Estrecho de Gibraltar. Dicho así parece una gracia para pasar el rato. Navegando tal trance ya menguan los apetitos de chanza. Pues ha de saberse que las corrientes son tremendas, y muy malo el ánimo de la mar, que tanto nos lleva a babor como a estribor, sin que caza de vela compense lo uno ni golpe de timón lo contrario, pese al alivio de que ya nos funciona perfectamente el timón.

No quiero ni imaginar lo de Hornos, donde dicen que se compensan, templan y acuerdan los disparejos niveles del Atlántico y el Pacífico, dos pasiones encontradas que a buen seguro sobrepasan la entrega y el afán de marino alguno. Sin llegar a tanto, en este puñetero estrecho hay corrientes muy malas, más fuertes que el corazón del Simca e invencibles incluso para nuestro templado catamarán, por lo que parece.

Antes de que la Guardia Civil y los vigilantes de la playa vengan a por nosotros, que sería en desdoro de nuestra odisea, libramos un cabo por aquí y otro por allá, de manera que salimos de nuevo a mar abierto, donde dicen que ahora hay especies abisales, ciegas en lo que concierne a su capacidad de navegación y sabrosas en lo que conviene a nuestro apetito, que crece como el nivel del agua en la bodega. Toca achicar, mas como no hay ya motor auxiliar para hacerlo, fondeamos aquí, no sé exactamente dónde, de cualquier manera, para que el motor principal haga las veces de bomba. Vuelta a desmontarlo todo y van doscientas y pico veces. Marichalar, te compro la moto.

Si empiezan a pescarse peces tropicales en el Cantábrico, no veo yo por qué no vamos a comer especies raras en la costa Oeste de Cádiz, romántica y romana en Bolonia, sucia un poco más arriba en Conil, por los muchos bañistas y el uso inmoderado que hacen de aceites y otros potingues, aún más sucia hacia Chiclana o Chipiona, camino de la bahía de Cádiz. Más que protegerse del sol, por qué no se ocultan a la sombra. No es por preguntármelo, pero me lo pregunto. Como también me pregunto qué se hizo de Caños de Meca, una cala hoy privada. ¿Hay playas privadas en España? ¿Por qué nos ahuyentan con bayonetas? ¿Tenemos aspecto de criminales? Acepto un sí a la última pregunta.

Los negros en general no se untan nada en la piel para parecer blancos, y sin embargo una mayoría de blancos se ponen cremas para parecer negros, todo esto mientras contraen al sol un lindo epitelioma. Es raro. Pienso todo esto, que es una gilipollez en el fondo, para no pensar en los Caños de Meca, antaño un paraíso para bañistas dispuestos a bañarse en el verdadero mar de esta costa. Quieren el verdadero baño para ellos solos. Sus impuestos los pagamos entre todos.

Superado el asco y gracias a haber superado también y de sobra por el oeste la Costa del Sol, nos entregamos a placeres tontos: afilar palos, teclear panegíricos en un ordenador imaginario, sacarnos los mocos, matarnos al póquer y templar gaitas, entre otras actividades igualmente inocuas. Contemplar el rizo repetitivo de la superficie del mar es una de esas ocupaciones inocuas. Lo es hasta que del borde de la penúltima espuma emerge un objeto enorme y negro. Otro cofre no, por favor. Pero sí, es un cofre, con sus argollas, goznes, cierres y adornos. Negro, para más detalle.

Abreviando, hemos sacado el cofre del agua, confiando ya en que fuera una bomba nuclear y nos disipara en el éter con violencia extrema, lo que en lenguaje de Einstein quiere decir con extrema suavidad. No ha sido así. No sólo no ha habido una explosión sino que se ha apoderado de nosotros el silencio. ¿Cuál era aquella cara que asomaba pegadita al cristal de la única ventanilla? ¿Por qué nos sonaba tanto?

En el próximo capítulo: Género humano

© Jorge Silva 2004.

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