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  Simca Rallye:
el viaje
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Simca Rallye: el viaje. Capítulo 12 29-08-2003
  Jorge Silva

No quiero desahogarme aquí de todas mis dudas. Hay poco espacio, no es por otra razón. Pero las tengo, vive Dios, y tan numerosas como musculadas. Qué tenacidad la suya en hurtarme cualquier certeza¿Acaso no puedo concederme un día libre?

La caída ha sido vertiginosa. Luego os daré algún detalle de cómo se ha producido, por qué y sobre todo a raíz de qué entramado casual, imperfecto e inconveniente de circunstancias se ha llegado al punto de caerse. En este caso tirarse: la caída ha sido espeluznante. La actividad, la cosa, tramada a causa de una jornada de vacaciones por decreto, consistía en subir muy alto en un avión —pero muy alto: con mascarillas, que es decirlo todo— y luego dejarse caer sobre un océano de nubes. Caída libre hacia un infinito del revés. A lo mejor no había tantas nubes como olas en el mar, pero había muchas. Yo qué sé la velocidad que habremos alcanzado al cabo de unos segundos (y el Simca Rallye parado, mirándome a los ojos con esos faros suyos muertos, siquiera le quedan intactas las cuencas). Tal vez 80 metros por segundo, o más. Una pasada.

Lo que tienen estas sensaciones, si es que alguna vez se experimentan, es que de tan intensas que son uno necesita que cesen pronto. Se pone tanto empeño en ello, que cesan. Suelen cesar pronto en las máquinas de los parques de atracciones, ferias y otros escenarios del género, mayormente porque el precio de la entrada es para todos los bolsillos; la NASA tiene instalaciones más potentes. Pero ahora aceptad de frente que las tales sensaciones no cesan, y que no cesan; que hay problemillas para respirar y los pelos se erizan sin gobierno alguno, y que por los riñones sube un dolor intenso hasta la nuca, que la espalda se pone como una piedra y por la garganta apenas nos cabe el chillidito de un lechón, que en nada se parece al de un cordero lechal, pues éste en tales situaciones no dice ni mú: es el miedo puñetero, un miedo cerval a la pérdida de control definitiva. Pues fijaos cuánto pudo durar este calvario invertido (esta vez el run-run era cuesta abajo, dicho ello con todo el respeto a cualquier pendiente, y a cualquier otro relato) que llegado un punto del recorrido, ya en paz conmigo mismo y habiéndome disculpado con cuantos hubieran podido sentirse ofendidos por mí, llegué a la certeza serena de que estaba a punto de matarme.

Hecho a la idea, así como suena, mascando a pequeñísimos bocados mi contrariedad pero aplacado por lo irreversible del caso y al fin confortado por la esperada brevedad del choquetón letal; guiado por una fe, para resumir, que esto se alarga y sólo porque unos y otros me piden detalles. Mi grado de resignación, para seguir abreviando, era enorme. Tanto que cuando de repente me vi sobresaltado por primera vez en el descenso (¡chssiiiuuuu!, un paracaídas ridículo, como de madelman) no tuve tiempo de quejarme con palabras gruesas, pues de pronto (¡flopsss!¡fuaaaasssh!, otro paracaídas, esta vez mucho más grande) el cuerpo, sin esperarlo, a sangre fría, me creció unas siete tallas a lo largo. Dolores, sobrecogimiento y alarmas aparte, el efecto me molestó, y lo hizo de veras. Qué espantosa interrupción. Me estoy muriendo y alguien sube a tope el volumen, entregado a estridencias sin tasa. Las malas películas, como los locutores deportivos, actúan así, poniendo énfasis y volumen donde la propia imagen, por intensa, requiere poco más que silencio respetuoso. Ya no hay modales, ni siquiera en la banda sonora de cuando uno va a morirse.

Terminados los ruidos y recobrada la calma, es bien cierto que una calma tensa, se apoderó de mí la furia. Una furia moderada, no nos engañemos, pues todo el mundo sabe que recobrar la calma mientras uno cae al vacío con destino incierto, o cierto, que es aún peor, viene a ser algo muy parecido a que te toque la lotería en una jornada con bote, o incluso con huelga general. Pero bueno, sí, cierto cabreo, un cabreo todo lo digno que cabe en una anatomía contrita e inerme, malamente suspendida de cinchas que elevan hacia allá un estúpido braguero. Así, habiendo estado ya hecho a la grave idea de sucumbir (como se sucumbe siempre: a destiempo), me parecía un despropósito y una molestia lo del paracaídas, con sus incertidumbres, con las pequeñas lesiones que propina su uso y siempre siempre siempre con la posibilidad de caer sobre un pino… para después caerse del pino, y me consta que las caídas de pino son espantosas, dependiendo naturalmente de la altura del ejemplar. Pensé en las mil modalidades del caer, recorrí perplejo todos sus palos, asistí sin fuerzas a su galería alargada de siniestras posibilidades. Pero de nada me sirvió tanta conjetura, pues caí, y caí sin elección, que es lo que quiso explicar Newton, y en lugar del micrófono que sin discusión le correspondía, le adjudicaron una manzana. Con los tímpanos medio reventados (¿o era de nuevo la espalda?) escuchaba a lo lejos música de tiovivo, como si en la hectárea de al lado estuvieran proyectando a buen volumen «El tercer hombre» ¿O era la canción de Heidi? Como todo sin excepción me dolía, dentro y fuera de vísceras y articulaciones, cualquier lamento era bueno, valía cualquiera de esos lamentos idiotas que se hacen sin poder evitarlo, a lo tonto y sin la menor esperanza, frente a una audiencia generalmente incompetente, a la caza del primer diagnóstico en idioma conocido. En busca de casi cualquier consuelo, por frágil que éste pueda parecer desde fuera. Pensado esto una segunda vez, lo cierto es que casi siempre es preferible que alguien con bata blanca te exponga con naturalidad que sufres un síndrome paraneoplásico de etiología diversa, a que otro cualquiera te diga que tienes un pequeño cáncer. A cada uno lo suyo. Pero bueno, al fin el suelo, y no tan duro, si hay que ser sincero.

¿Qué había pasado? Nada en absoluto: un primer vuelo, el hombre independizado de los rigores de la gravedad, uno contra sí mismo, cojo y corto los hilos que me suspenden de la bóveda celeste, y encima lo he hecho a cara descubierta, sin dudarlo y sin miedo. Está bien, seriamente preocupado y con mascarilla. Mister Bean, temblando aún en la pantallita de campaña recién azotada contra el monte bajo, le hizo una mueca imposible a tal circunstancia y todos nos quedamos tan contentos, aprobando su gesto de desaire. Un poco callados, es cierto. Cuando el capitán de la expedición (un mozo innecesariamente más atlético, ataviado con casco más brillante, chaleco mejor traído y expresión más triunfante que el resto) decidió cambiar de tercio, estuvimos al borde mismo de una guerra civil en miniatura. Ahora que estábamos en tierra no tenía mucho fundamento que el hombre pájaro se estuviera poniendo un poquito crecido, y no fui yo el único en observarlo. También estaba Macario, calcado del monitor paracaidista, del cónsul de los aires, en una sola cosa: que era innecesariamente atlético; por lo demás llevaba el casco tan torcido y la congoja tan alta como el que más. Ahora bien, ¿habría sido yo capaz de negociar las nuevas bases de funcionamiento de la expedición en solitario? Me devoran las dudas, pero ya pensaré en ello más adelante. Hay que ver lo que da de sí un bautismo de estas características.

Reconvenido el calendario de erección y el ritmo de marcha hacia el campamento base, nos pusimos a conversar en un tono más distendido. Todos somos mortales y falibles, así es que vamos a llevarnos bien. Bien entendido que el calendario de erección era el ritmo al que cada cual se incorporaba, primero a una posición medianamente estable desde la grotesca geometría original correspondiente, y ya más tarde para ponerse en pie. Si uno podía ponerse de pie, dado que mil cuerdecillas, anillas, cuernicabras y cierres tendían una tronchante celada sobre aquella barahúnda de cuerpos. El mariscal del ejercicio en picado se liberó en un periquete, como una gacela que hace fintas y se mofa de las redes más sutiles. Otros fueron más hábiles de lo normal. Otros más cumplieron la liturgia con la torpeza que cabía esperar; ahí estaba yo, entre ellos, dispuesto a rajarme la camisa con la navaja suiza, llevada hasta las alturas con amor fraterno, antes que sufrir un minuto más la opresión de tan floridos arreos. Pero la ceremonia concluyó con bien. Desatado, libre y correctamente vestido. Acababa de estar muerto y sin embargo ahora el aire fresco me anegaba los bronquios. Demasiado fresco el aire, todo hay que decirlo. ¿No es cálido el abrazo de la vida? ¿O será el miedo, que va a quedarse para hipotecar mis sueños? Con independencia de cualquier pregunta, la verdad es que en ese instante me sentía como el Robinsón sin pasado, patria ni bandera que cuenta Amaral. Desvirgado de ingravidez. Sonriente.

Pero no puedo aplazar el come-come durante más tiempo. Realmente las dudas me devoran. No me inquieta tanto saber si habría sido capaz de doblegar yo solo al mozalbete de las gafas de cristal dorado como no saberme a salvo de esta jornada de asueto y de las imprevisibles consecuencias de haber decidido a medias con Néstor, que al final por cierto no ha venido, tomar las Villadiego y encaramarme sin ton ni son a una nube, en un arrebato de puro recreo. Mañana volvemos al trabajo, por éstas, y sin pensarlo le muerdo los nudillos a un compañero de caída, sin caer en la cuenta de que estos precisos nudillos no son los nudillos sanos de Irene. Demasiadas vacaciones para un transeúnte como yo, privado de coche y de movilidad, aunque esto nadie lo diría si nos atenemos a la cantidad de excursioncitas que estamos haciendo a la salud de nuestra infértil capacidad creativa. Tendrá razón quien objete «si no hubo buceo, y no lo hubo, a qué el paracaidismo». Porque sí, esto ha sido paracaidismo.

En el próximo capítulo: Chopitos o calamares

© Jorge Silva 2003

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