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  Simca Rallye:
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Simca Rallye: el viaje. Capítulo 42 05-08-2005
  Jorge Silva

El timón y yo nos hemos hecho hoy mútuamente el vacío.

Por otra parte, he tenido otra vez sueños raros. Por ejemplo, Ron Wood, el guitarrista mercenario y denostado de los Rolling Stones, me aseguraba no estar en condiciones de dar conciertos en solitario. Que para eso mejor Bill Wyman. Normal: el humo del cigarro en el ojo, con los años que debe tener, podría afectar mucho a su compostura. Un poco más tarde, entrando a voces por una puerta destartalada, Keith Richard me ha confundido con Jagger y se ha puesto a reprocharse no sé qué cosas ante el único testigo posible, yo. Como ya estaba con la boca llena de palabras, ha continuado, pese a advertir con el pedal de freno abajo que yo no era morritos. Mira -me ha dicho-, ya no me salen más temas. Hago así -hacía exactamente así en una guitarra acústica que traía al hombro- y todo esto, que es lo único que se me ocurre tocar, me suena demasiado conocido. Que un artista primerizo se repita más que el ajo, eso se cura con el tiempo. Que unos carrozas como nosotros hagamos esto, y no seamos capaces de ocultar nuestra agonía, no es presentable. Quiero palmarla rico, siempre me gustó esa idea, pero si la parca me pilla feo, mejor que no lo retransmitan.

Aplaudo como loco. No por el retiro, sino por la sinceridad extrema. Puesto a desear, mejor que no se retire. Que no se vayan.

Pero y usted quién es -me espeta Richard al final de su disertación. ¿Yo?, respondo dándome por aludido. Yo soy el hombre de la limpieza. Pasaba por aquí. Pues termine cuanto antes, que estoy en crisis -me ordena el músico.

Claro, me he levantado carrasposo, aguardiento, con lengua de estropajo y sed de siglos. El desayuno ha sido un desastre: el zumo de níspero desparramado sobre la mesa de cinc, la leche quemada, el café como agua de castañas. No hay aceite, ni mantequilla, ni la quilla (del barco, que tiene dos, o tres, no recuerdo) separa el menor átomo de agua. Faltan elementos, víveres, viandas, y falta también el propio movimiento. Hemos perdido el tren del éxito, mira, por allí va.

Además de todo eso, Luismi ha dado por concluida su estancia entre nosotros, herido y cansado. Le llaman urgentemente de un lugar en Mesopotamia, adonde se dispone a marchar. Acabamos de atravesar el Estrecho de Gibraltar y desde aquí tiene muy buena combinación. Adiós, Luismi, ha sido un placer enorme. A ver ahora quién llora con las cebollas, quién las pela, quién cocina, quién.

He pedido a la tripulación que se ponga el termómetro. Uno a uno, desde luego, ellos y ellas, descartado cualquier intercambio de especies, que no tengo a mano el vademécum veterinario. Aún espero el informe. Cuando lo tenga trazaremos un promedio estadístico para comprobar si tenemos fiebre. Yo me lo puse esta mañana y tengo cerca de 100 grados Farenheit, porque así es como tenemos aquí el termómetro, visitante de quién sabe cuántas axilas, o peor, a lo largo de decenios, y más tarde abandonado aquí por un inglés afincado en Tennesee. Creo que tengo unas décimas de Farenheit. El termómetro, sede de dinastías completas de bacterias, me hace chirivitas. Lo veo oscuro, borroso.

Más borroso y oscuro aún desde que esta tarde hicimos una hoguera en la cubierta de popa, a riesgo de que el barco se incendiara. No me importaba nada, y eso me sobresaltó. Cuando hubo brasas de sobra, Luismi tendió sobre ellas cien espetones de sardinas. O muchos, al menos. Sardinas por un tubo, las últimas sardinas de Luismi. Las dos que me correspondieron se quedaron crudas, con la mirada extraviada, como si la muerte hubiera sido el mayor acontecimiento de su vida, cosa que me voy temiendo que ocurre en casi todo el reino animal, y estoy por pensar que también en el vegetal. Mirada extraviada, decía. Y crudas. Esta tarde comprendí lo que es arrimar el ascua a la sardina [de uno]. La nave no ardió, sin embargo.

Lo que pudo haber acabado mal acabó de mala manera, no obstante. Como si se viera venir, ya desde primera hora.

Luismi se había levantado con resaca. Ha roto varios frascos de conservas en la bodega, pero al fin ha emergido del volumen sumergido o fondo de la cubierta con provisiones para ese día y varios más: chorizo de León, cacahuetes, ensaladilla rusa elaborada en Minglanilla, berenjenas fritas, huevas frescas de esturión y garbanzos Primera "Al alba", de Cortes (Navarra), producidos en España y conservados al vacío en agua, sal y secuestrante E-385. Pálpate las mollejas.

Qué es, por favor, un agente "secuestrante". ¿Provoca síndrome de Estocolmo, o de alguna otra capital escandinava? ¿Es un invento nórdico? Extraña que pueda serlo, siquiera porque en esas latitudes la conservación de alimentos descansa en el frío y la sal. Suena más bien a asunto latino, con inquietantes ramificaciones en Europa Central. En el sur de Italia hay secuestros, como en Bosnia, en Bielorrusia y hasta hace poco en España. Hay secuestros en Iraq, un país en guerra, sometido a la paranoia de que un grupo armado secuestre a dos cooperantes italianas que llevan siete años dejándose los dientes allí por los más desfavorecidos. Lo peor de los servicios secretos, como de las mareas negras, es que siempre dejan un rastro de podredumbre que tarda años en sanar. Sea como fuere, mal asunto si lees "secuestrante" en una etiqueta de leguminosas hervidas. ¿Es una advertencia velada frente al potencial adictivo de los garbanzos? Cabe esperar cualquier cosa.

Os hablaba de sal y de frío. Ambas cosas no son estados químicos ni físicos, sino sobre todo oportunidades de negocio. Ya nos hemos hecho ricos a costa de extraer el calor de las cosas. Ahora nos haremos expertos en extraer su agua, artistas de la deshidratación, emperadores de la salmuera, y con ello reforzaremos nuestro imperio con el monopolio de la sal. No es difícil conseguirlo, del mismo modo que no es difícil vender un Ferrari al precio de un Fiat.

¿Quién piensa en la sal? Los últimos que se mataron por ella tenían los ojos rasgados, estaban muy lejos y sobre todo vivieron hace un montón de años. Ahora pensamos un poco más en el agua, sobre todo desde que la máquina de propaganda del "pool" económico internacional nos ha incrustado en el coco el temor de que dentro de pocos años habrá guerras por el agua. Ya las hay, en el curso del Nilo y también entre el Ebro y el Tajo. Lo próximo serán quinielas, administradas por ese organismo de estructura mafiosa que se llama Loterías del Estado: Mequinenza-Entrepeñas, equis. Bolarque-Sanabria, dos. Guadalén-Beleña, uno. Y así de forma sucesiva.

Pero tampoco parece que el agua preocupe mucho. Acaso el vino, la radiodifusión, el marisco, los cultivos de aguacate, la telefonía móvil. Cosas que dan poder, o placer, o ambas cosas, pero siempre a corto plazo. Dinero, monedas en suma, tilín, tilín, tilín. Ya veremos qué pasa cuando la derrota del Tajo por el Ebro se haya convertido en una hipoteca para toda la vida.

Lo dicho, lo siguiente es la sal. No podrá cerrarse con acierto una mahonesa, ni concertar el menor plato, o asar una dorada, sin contar con nosotros. Ya veo las caras de pavor, las mandíbulas desencajadas. Juas, juas, juas.

Como pasa siempre en estos casos, el destrozo ha sido múltiple. Luismi se ha ido a la enfermería, ensangrentado y con una rabieta de aquí te espero. El suelo de la bodega ha quedado impracticable por los cristales, pequeños y grandes, de dos docenas de frascos rotos. Tendremos cristalitos y heridas en los pies durante mucho tiempo. A Luismi ya no le va a tocar barrerlo.

A última hora, volando por una ventana, u ojo de buey para más detalle, ha entrado también un animal extraño. Es el suceso que faltaba en una jornada sin pena ni gloria. Un marsupial de tamaño medio, un ser caliente, suave, fiero y aparentemente alado, cómo habría de volar si no. Pero no tiene alas, auscultado de cerca. Y en la panza tiene una bolsa, donde hallo para mi sorpresa juguetes de marsupiales más pequeños. Es una madre marsupial, parece, hasta que me confiesa en voz muy baja que no, que él es un macho sin tacha y se llama Duncan. Si Arsuaga llega a ver esto habla inmediatamente con Planeta, o con Televisión Española. Pero no hay peligro: no lo ha visto. Duncan puede quedarse aquí a buen recaudo, el tiempo que quiera, para hacernos sus confidencias. A mí, personalmente, y a BBS, que yace postrado a mi diestra desde que conseguimos subirlo al barco el otro día, transido de dolores, exhausto y pedigüeño.

En el próximo capítulo: papá, pásame el toroide.

© Jorge Silva 2005

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