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  Simca Rallye:
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Simca Rallye: el viaje. Capítulo 28 02-07-2004
  Jorge Silva

Nunca antes la física y la química han estado tan cerca como en el caso de los composites. Leyendo, que tengo comprobado que esa es la mejor manera de no molestar a nadie, he averiguado cosas interesantes sobre los composites. No creáis, de todos modos, que la verdad está disponible así como así, transparente y a la buena de Dios. Hay que buscarla, o sea que leer no basta. El primer material compuesto conocido es el adobe, tócate un pie. El cartón de embalaje es también un material compuesto, toma del frasco. Y así sucesivamente. Pillas una tela o urdimbre de resistencia contrastada, la prensas junto a un elemento plástico y hala, «composite» al canto.

No es tan sencillo. La solvencia de un material compuesto se mide fundamentalmente considerando el contenido de fibra por unidad de peso. Nunca volumen, eso jamás. Si un laminado es demasiado grueso, mal asunto: si hay capas de más es que pesa mucho. Si no pesa es que hay demasiado aire atrapado, u otros gases. El laminado en cuestión se utiliza para construir nuevas estructuras, más complejas, generalmente estructuras resistentes compuestas por dos laminados y entre ellos una malla de aluminio en «nido de abeja», o una carga de resina con microesferas.

Un composite ya curado da confianza si es delgado, ligero, uniforme, de acabado elegante. Para eso es imprescindible que no haya exceso de resina, porque la resina aislada se vuelve cristalina y muy frágil después de pasar por el horno. Tampoco puede haber resina de menos, pues las fibras en seco, no impregnadas, tienen propiedades mecánicas muy pobres y suponen un punto de fuga que manda al carajo toda la estructura a la menor solicitación. Los preimpregnados son la solución.

Una tela de fibra de carbono o Kevlar preimpregnada en resina epoxy contiene todo el componente plástico necesario, y sólo un poco más (ya sabes, Gregorio, más vale que sobre). El 5-7% de resina sobrante se absorbe durante el proceso de curado a través de unas mantas de sangrado, que se prensan sobre el laminado mediante un sistema de vacío. Nada más fluidificarse por el calor, y mucho antes de que se cristalice, la resina excedente fluye por presión hacia el exterior, impregnando la manta de sangrado, que luego se tira con mucho cuidado al contenedor de reciclaje correspondiente. ¿Cómo se os ha quedado el cuerpo?

El «Escipión», así se llama creo el barco en el que viajamos, es una embarcación muy marinera. Así nos lo han hecho saber los tripulantes de un pesquero que nos ha rozado en rumbo contrario. “¡Muy marineraaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!” me ha parecido escuchar mientras nos cruzábamos. Claro que también llegaba hasta aquí algo parecido a “¡cgontumaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaadreeeeeeeeeeeeeeeee!”. Poco más adelante, nos hemos dado cuenta de que varios kilómetros de redes estaban enganchadas en la proa, batiendo en el agua. Vaya con el cruce. Si no navegaran en redondo, que es que no saben navegar, muy distinto sería.

Qué veo: una balsa, un objeto flotante. Hacen aspavientos. ¿Será que necesitan ayuda? Me recompongo mientras miro el reloj, que está parado desde hace unos meses. No me parece sin embargo una hora adecuada para dejarse caer por los mares pidiendo ayuda.

Tardó en cobrar forma, como en los malos sueños, pero la cobró. Vaya si vimos la chalupa o propiamente la balsa (que a fin de cuentas es el sujeto de la frase primigenia; si en lugar de estar escribiendo esto estuviera leyéndolo, me acordaría de la madre de quien lo ha escrito, pero no es obligatorio seguir la recomendación, es cosa mía). La vimos muy de cerca, pero tardó en quedar a tiro de los ojos nuestros. Vino con paso constante ma non tanto, si es que cabe en una chalupa desplazarse por medio de pasos, y si es que éstos, o lo que fueren, puedan dosificarse. Era un tejido de tablas, poco diseño, fruto de la improvisación, el temor, falta de medios, diarrea o cualquier urgencia de ese tenor. Estaba mal armada. No tenía radio, desde luego, ya que hablaban a gritos. Claro que ya me dirás tú, en medio del oleaje.

Sobre la balsa venían tres mendigos del mar. O tres emperadores o arzobispos venidos a menos, dado que su gesto y su indumentaria, dentro de lo que cabe impecables, daban que pensar. Gritaban sus apellidos, datos que en aquel momento, estando como estábamos reposando el desayuno, no venía demasiado a cuento. Creí escuchar algo así como «Oui-doblò», o «Huidobro» (debe ser el hijo –pensé- pues el padre tiene una cuesta con pájaros cerca de Madrid), «Emilio Rodríguez», «Pérez Nadie». Horas después supe que no era Pérez Nadie, sino Nadie Rodríguez, el célebre incrustador de huesos de níspero. Lo supe porque salió a flote, según se relata a continuación.

A los gritos sucedieron gestos de desesperación. Ayudado por Luismi Vitoria, que todavía lloraba a causa de cien cebollas cortadas por él en juliana, terminé por comprender que pedían ayuda. Así, en medio del mar, y dado que es muy raro encontrarse a nadie —no digamos alguien conocido— en medio de semejante barbaridad de dimensiones, pregunté al aire si era a nosotros a quienes iban destinados los gritos. Luismi, ayudándose con el cuchillo cebollero, me hizo comprender que sí, que era a nosotros a quienes se dirigían («¿Tú ves a alguien más?», me reprochó entre mocos). Bueno, pues haberlo dicho antes —zanjé. Mientras tanto, una nube de compañeros de viaje se habían asomado a estribor (¿o era babor?) y trataban de tomar la iniciativa, con cuidado para tampoco ofender mi autoestima ni poner en tela de juicio la autoridad del capitán. Por fin estábamos todos de acuerdo en que, siendo aquello la mar inmensa y habiendo coincidido dos embarcaciones en semejante punto, bajo tamaña tormenta de olas, parecía obvio que los de la balsa necesitaban ayuda.

¿Ayuda? Nosotros vamos a brindársela. Se desplegaron cabos, se desarmaron lanzaderas, se arrojaron todo género de salvavidas y tensaron cabrestantes. Todo estaba a punto cuando de repente, sin mediar palabra, la chalupa se hundió. Apenas pude ver unas burbujas, pobres hilos aéreos de vida en un túmulo de chapoteos. No hubo nada que hacer. Se nos escapó la chalupa cuesta abajo, hacia las simas, al antojo de los calamares. Maldita gravedad. Arquímedes estará tan ancho, comiendo higos secos de la mano de Newton y Leonardo, pero la balsa de esos pobres transeúntes del agua ha sido succionada por el núcleo terrestre. Un rato después emergieron algunas de sus pertenencias. Con ellas un bulto más grande. El bulto resulta ser, después de la inspección preceptiva y la no menos preceptiva respiración artificial (Néstor es único, un socorrista titulado de tomo y lomo), nada menos que Nadie Rodríguez. ¿Qué hacía el célebre inscrustador en compañía de dos sujetos tan raros? ¿Perecieron éstos? ¿Estaban en paz con el mundo? Demasiadas preguntas. En otro momento.

Canastos. ¿Debería arrancarme los ojos? Los demás también lo han visto. Un molde de velero junto al Peñón de Ifach. Mondo, lirondo, ajado, incapaz de dar forma a nada más.

Uno se imagina siempre un barco ya hecho, no un barco en proyecto ni a medias. Choca por lo tanto encontrar un viejo molde que sin duda sirvió para dar forma a otros barcos, barcos anteriores al de cada cual. Si uno escucha «Sugar baby», de Bob Dylan (Columbia, 2001), puede llevarse una sorpresa. No tiene nada que ver con el barco preconcebido de cada cual, ni con barco alguno, si vamos al fondo del asunto. Ni sospecha de la existencia de un molde, en ambos casos.

Puestos a escuchar, a afrontar sorpresas y a mirar de frente, el Peñón de Ifach es una cosa rara. Una rareza geológica, sin duda, pero aún más que eso: una erección sublime de rocas, un contrasentido al borde del mar. Una situación límite al otro lado de la ventana, si a uno le pilló la formación de Ifach cerca de casa. Mas es probable que la peña en cuestión no sea sino la consecuencia de un proceso lento, como el de los destilados del orujo.

Esta tarde se ha aproximado a nosotros una lancha rápida. Rapidísima, añadiría a primera vista. Una emboscada aparente. Un lance breve, que habría sido de violencia cortante en caso de presentar nosotros batalla, cosa que no ha ocurrido. De hecho no se han llevado otro botín que a Néstor, por otra parte encantado de irse. Nuestro camarero licenciado ha vuelto moreno, adormecido, confortablemente húmedo, dueño y señor. Con un riñón de menos, me parece, nos ha contado cosas muy interesantes, entre otras la existencia de un molde de velero junto al Peñón de Ifach. Está allí tirado en un muelle, y hace años que no pare, como hace años que no navega tampoco el catamarán de Ponte-Ceso al abrigo del cual pesca Estellés con cebos humanos. Me ha costado una bolsa de nueces convencer a Néstor de que sí, que ya hemos visto el molde de velero. Como para no verlo, con el ansia que tenemos todos de flotar.

Ya sé que resulta extraño. ¿Cómo podemos haber descendido cientos de millas con tan poco esfuerzo? Si tuviera una respuesta, a fe que os la ofrecería. Pero no la tengo. Por tener no tengo más que dudas. ¿Era Ifach donde ha estado Néstor? ¿Flota adecuadamente “Descuaderno”, que es como yo en mi propio cuadernito he apuntado que se llama este aparato? ¿Quién maneja mi barco, en definitiva?

Otros sucesos han acaecido sobre el agua, como la llegada de una balsa, pero habréis de permitirme que eso os lo cuente otro día (¿o tal vez os lo he contado ya?), ya que me encuentro débil, cansado y polvoriento, lo cual —lo de polvoriento— adquiere su verdadero aporte de confusión si tenemos en cuenta que esto es el mar. Olas de varios metros llevan días inundando la proa y la popa, bañando cuerpos y máquinas, dejando al aire nuestras intimidades. Tal vez ya sea lo mismo ocho que ochenta. Esto es un asedio lento, acuoso, salado e insostenible.

En el próximo capítulo: ZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZ

© Jorge Silva 2004.

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