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Simca Rallye: el viaje. Capítulo 20 14-11-2003
  Jorge Silva

Mejor nos lo ahorramos, pues sería largo relatar cómo el cofre ha sido hallado, sin el menor esfuerzo, escarbando un poco en la memoria de dos empleados, sobornando a un portero de finca y haciendo un butrón en el cerramiento exterior de «Desguaces la siempreviva», donde un par de buitres habían ido a reflexionar con él sobre las oportunidades de negocio que podría brindar la caja. Como la conferencia de donantes, pero con un paralelepípedo y sin la ONU. No un paralelepípedo de silencio, como le gustaría al Lince de Estrecho, pero al fin tal cosa, con su volumen aunque sin su mandatario de color y su escaso presupuesto.

Con la llave en la mano y encerrado en los servicios de mujeres de un restaurante de lujo, donde he hecho trasladar el cofre con extrema precaución y confidencialidad casi total (pelillos a la mar: ahí fuera esperan ya sin uñas un par de cursos completos de bachillerato), me he puesto a abrir el cofre. Mil batallas se habían librado en su contra y de pronto todo así, fácil, fluido, a la primera, vísteme despacio que tengo prisa. Estoy impaciente pero tengo la llave.

Abro. Oiiiiinnkkiiiiiiiiaaaoooooo. Tanto lío para esto. Si Moisés hubiera pasado la mitad que yo para hacerse con los pedruscos del código civil, seguro que entra en barrena, se evaporan un par de nubes y se apaga la zarza. Al pie del Sinaí, donde en espíritu me hallo, me limito a refunfuñar. Abro allí, la luz me da en la cara (¿qué luz? dirá alguno, no sin razón, pero todo contenido oculto debe iluminar el rostro boquiabierto de aquel a quien el secreto le es revelado) y me lo encuentro. No es el manuscrito nunca encontrado de Hobbes, ni falta que hace. Es un papel, unos apuntes a bolígrafo firmados por un tal Blas Solo, creativo publicitario de otra época sin duda distinta a la nuestra. Atrás todos, esto es arqueología.

Poco más que una hoja rota, arrugada, quemada y pulverizada con ácido, que hemos reconstruido minuciosamente con la ayuda de un artificiero jubilado de la Policía Armada y un becario de la policía científica de Vicálvaro, que pasaban por aquí cada uno por su cuenta y se han reconocido de lejos. El papel dice así: «¿Cual es la población de Ulan Bator? ¿En qué siglo situaría a Pseudodionisio Aeropagita? ¿Cual es la mejor cosecha para los borgoña en los últimos 15 años? ¿Puedes citar el nombre de tres jugadores de polo? Pues entonces no te puedes comprar un Lancia Thesis, gañán, porque ‘Thesis es la respuesta de Lancia a los deseos de un cliente refinado y culto que recobra el placer de "tener", pero sin exhibir ni ostentar sus posibilidades económicas’. ¿Y cuales son las aspiraciones de esta aristocracia?: Lejos de los reflectores y el bullicio, la clase alta quiere disfrutar de un bienestar más sofisticado y culto, donde el "entendido" se convierte en la nueva figura de referencia. Desvinculada de la opinión de los demás, la gente perteneciente a la clase alta busca objetos llenos de fascinación y de historia: la exclusividad se convierte en el auténtico valor del objeto; la competencia en reconocerlo, la nueva medida de la élite».

Toma pan y moja. El documento tan largamente buscado viene firmado como antes dije por Blas Solo, y de él se sabe mucho, pero no todo. Por ejemplo, hay indicios de que inmediatamente después de pergeñar las líneas maestras de esta campaña publicitaria, que fue la última de las que se le atribuyen, probó suerte con la horca. Distintos fallos —intencionados o no— al sopesar la longitud de la soga lo llevaron poco después mar adentro; poco se sabe acerca de su destino, pero lo cierto es que volvió muy moreno. Agotadas hoy todas las ediciones de su biografía, hay abundante bibliografía sobre el personaje en la Biblioteca Nacional de España y en las municipales de Totana y Calanda. Si todos los ejemplares estuvieran ocupados, siempre es posible entrevistarse con él en el Café Gijón, los martes de 7 a 8, y así resolver cualquier duda.

Junto a tan insigne revelación, el cofre contenía unos cuantos fajos de dinero caducado (eso no importa: tengo un buen contacto con el padre de Mario Conde, Don Mario), un cántaro antiguo y roto, y doce kilos y pico de oro mondo y lirondo, en lingotes diríase que de bolsillo. ¿Serán símbolos? Ofuscado por el hallazgo, he puesto un chorrito de Castrol R40 en el depósito de la gasolina del Simca y solicitado sin éxito que entre todos agitáramos el coche para una mejor dilución del brebaje, convencido de poder reproducir así el olorcillo de aquellos Fórmula 1 de los setenta. Claro que la última vez que hice algo semejante en un motor de cuatro tiempos hubo que cambiar todas las bujías tres veces hasta que el motor dejó de toser, y luego, meses más tarde, vino lo de cambiar todas las juntas, y los casquillos en ruinas, y los retenes ajados. Qué sería la vida sin riesgo.

El Simca Rallye está terminado. Podría decirse que reluce como la patena de no ser porque no es exactamente así: por sus costados, flancos, aristas y superficies netas discurren masas de ceniza, trenzadas con hilos de grasa que han destilado meses de esfuerzo. Pero el Simca permanece sobre sus ruedas en un mágico equilibrio isósceles, y mira qué gracioso porque tiene cuatro ruedas. Sólo quien ha conducido un Simca Rallye sabe lo triangular que puede llegar a ser un coche. Funciona, ruge, ya no da calambrazos al bajarse, el cambio engrana piñones sin dificultad, los frenos están a punto. Sí, bueno, los amortiguadores, la pata de gallo kikirikí y el engrase del ballestón. No está reluciente, eso es una evidencia. Pero está como para apuntarlo en una subida. Y en una subida lo vamos a apuntar.

Mientras investigamos las oportunidades que nos brinda el calendario local, que no son demasiadas, conviene arrancar el motor, dejar que las barras suenen contra la carrocería, meter una marcha y probar el embrague, notar cómo la máquina quiere trabajar sin sentido. Me decía un buen amigo, Luis, de Málaga, mecánico de aviones, que los motores de carreras son muy nobles: «fíjate si son nobles que si aceleras a fondo y no paras se suicidan, se rompen ellos solos, no quieren más que aire». Cierto es que esta declaración procede de cuando no había limitadores de régimen, de cuando la electrónica era tan escasa y poco fiable como para no fiarse un pimiento de ella. Pruebo, no obstante, todo inconsciente, a ver si el motor de Lille se suicida. No lo hace: simplemente petardea y progresa neto. Si acierto con el embrague cerámico que ha puesto mi amigo el especialista en embragues, la galopada es intensa. El Simca Rallye arranca, acelera y además frena. Qué contento estoy. Vamos a esa subida.

En el próximo capítulo: la llave, bajo llave

© Jorge Silva 2003.

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