Hace dos semanas aparecía aquí la prueba de un vehículo del que decíamos que bien podría haber merecido la consideración de “interesante” por lo que a su motor respecta; se trataba del Nissan Qashqai y del 1.6-dCi de 130 CV de origen Renault. Pues bien, con mayor razón podría decirse lo mismo del que presentamos esta semana, pues no sólo dispone también de un motor digno de prestarle la máxima atención, sino que además va montado en un aparato que, tanto por plataforma como por carrocería, es radicalmente nuevo. Lo que ocurre es que un SUV con 2,70 metros de batalla, una anchura de 1,84 metros y una altura de 1,68 metros, no es precisamente el tipo de vehículo con el que un conductor pueda soñar como el más adecuado para realizar una conducción gratificante, deportiva y divertida. Y ello, por muy bueno que sea su comportamiento rutero, que ya podemos adelantar que lo es; pero es que hay cotas (y no hemos hablado de la altura del centro de gravedad) que resultan incompatibles con las sensaciones que buscamos para nuestro apartado de pruebas “interesantes”.

El Mazda CX-5 supone una apuesta muy fuerte para la marca, a juzgar por la importancia que le están dando a su lanzamiento, y a toda la nueva tecnología que se estrena precisamente con él. Y es que este segmento, el de los SUV de tamaño medio, está tomando un incremento realmente digno de ser tenido muy en cuenta; y no hay constructor, a poco que tenga capacidad de fabricación para ello, que se pueda permitir el lujo de ignorarlo. Y desde luego, Mazda se ha metido de hoz y coz en la pelea, situando al CX-5 en esta zona donde actualmente hay más SUV; por otra parte, ya tiene el CX-7 en el siguiente tamaño, el de los decididamente grandes, mientras que, al menos por el momento, desprecia el de los pequeños, los que no van más allá de los 4,20 metros de longitud, centímetro arriba o abajo.

Eso sí, dentro de la zona templada, el CX-5 está en la parte alta por lo que a tamaño se refiere, donde compite con los premium del grupo, que son el X3, el GLK, el Q5 y el XC60, y que me perdone alguien si se me ha olvidado alguno que también aspira a estar en este grupo selecto. El tamaño promedio de estos cuatro coches está en 4,61 metros de longitud, 1,87 de anchura, y 1,68 de altura; la batalla media está en 2,78 metros, un poco más larga que los 2,70 metros del CX-5. Y si comparamos con los datos de la carrocería del CX-5 que aparecen en la ficha un poco más abajo, se advierte que está prácticamente con ellos en cuanto a tamaño externo. Y tanto más si recordamos que el líder de este segmento, al menos en el mercado español, es el Nissan Qashqai, del que se hablaba aquí hace dos semanas, cuyas cotas se quedan en 2,63 m para la batalla, 4,33 m para la longitud, 1,78 m para la anchura y 1,62 m para la altura. Está claro que, aun sin pretender ser premium, sino quedarse en ese escalón intermedio de marca “especialista”, Mazda apunta decididamente a lo más alto.

Otro aspecto en el que el CX-5 pretende destacar es en aproximarse más a los premium en cuanto a porcentaje de versiones de tracción total; se espera un 35% de peticiones, cuando para el Qashqai, como dijimos en su prueba, no se alcanza ni el 10%. Claro que una cosa es decirlo y otra que se cumpla; en cuanto a la previsión de un 10% de ventas, tanto para el motor de gasolina como para la caja de cambios automática, ya nos parece un vaticinio más próximo a la realidad. Pero, en cualquier caso, el mercado es soberano; él es quien decide, y no hay que darle más vueltas.

La unidad que hemos probado era con motor de gasolina y de tracción delantera, combinación que sólo se trae con cambio manual de seis marchas; por el contrario, con este mismo motor, pero con tracción total, se puede disponer también del cambio automático. En este juego de combinaciones hay un detalle curioso: si bien se admite que la tracción total incrementa el consumo (sube de 6,0 a 6,6 l/100 km en ciclo combinado), se homologa el mismo, siempre en tracción total, cuando el cambio es automático. Por el contrario, con el motor diésel, el automático siempre penaliza el consumo: de 4,6 a 5,3 l/100 km (combinado) con tracción delantera, y de 5,2 a 5,5 con la integral. Quizás el hecho de que la tracción total ya ha hecho subir de forma notable el consumo respecto a la delantera, justifique que luego el cambio automático ya no lo vuelva a aumentar tanto; pero lo curioso es que, con el motor de gasolina se pretenda (y si está homologado así será, al menos en la prueba del ciclo) que tanto da cambio manual o automático.

Otro par de detalles curiosos del lanzamiento del coche, más que del coche en sí, son la continua utilización del MX-5 (Miata) como elemento de referencia, y la denominación de las distintas tecnologías que, unas más revolucionarias que otras, se presentan en sociedad con este modelo. Es comprensible que, cuando se tiene un coche que, como el MX-5, ha alcanzado merecidamente la categoría de mítico, se intente aprovechar al máximo; pero si se intenta proyectar la sombra de un bajo biplaza deportivo de cuatro metros de longitud sobre la voluminosa silueta de un SUV, y no precisamente de los más pequeños, esa sombra apenas cubre las generosas ruedas 225/65-17. Al final, la similitud real con el MX-5 se acaba reduciendo a que ambos, en la caja manual, tienen un corto recorrido de 45 milímetros en el pomo de la palanca de cambios, a partir del punto muerto.

En cuanto a la tecnología, todo es SkyActiv: tanto la gestión como el aligeramiento de piezas en ambos motores (gasolina y diésel), que nada tienen que ver entre sí; tanto el diseño de las suspensiones como la estructura del monocasco, y tanto la caja de cambios manual como la automática. Con motivo de la presentación internacional, y durante una agradable cena en Viena, me costó del orden de diez minutos a un cuarto de hora acorralar dialécticamente al ingeniero japonés que llevaba la voz cantante, hasta hacerle confesar que lo de SkyActiv es simplemente algo que “suena bien” (tanto Cielo como Activo tienen connotaciones positivas), y nada más. Lo cual era evidente, porque ya es raro que una denominación tan etérea pueda servir igual para un tipo de inyección, de turboalimentación o de tarado de suspensiones. Siempre me han producido rechazo estas pequeñas artimañas de la gente de Comercial y Marketing, que a todos los que entendemos algo del asunto no nos producen confusión alguna, pero que pretenden asombrar al usuario medio con unos conceptos que suenan muy rimbombantes, pero que no significan absolutamente nada.

Pero el que sí tendrá un profundo impacto en el mercado (me atrevo a profetizar) es el vehículo en sí, porque argumentos tangibles le sobran para ser tenido muy en cuenta. Y antes de entrar a desmenuzarlos, vaya por delante la habitual ficha técnica resumida, en la que faltan muchos datos de los que ya iremos hablando a lo largo del texto:

Mazda CX-5 2.0-G:Motor: 1.998 cc; 165 CV a 6.000 rpm; 21,4 m.kg a 4.000 rpm. Transmisión: Caja de seis marchas, con 44,3 km/h a 1.000 rpm en 6ª. Neumáticos: 225/65-17.

Cotas (longitud/anchura/altura): 4,54/1,84/1,68 metros.

Peso (sin conductor, con depósito lleno): 1.345 kg.

Velocidad máxima: 200 km/h.

Consumo extra-urbano: 5,1 l/100 km.

Emisión ponderada de CO2: 139 g/km.

Siguiendo un orden lógico empezaremos por el motor, que es lo primero en la cadena cinemática; y aquí encontramos la primera gran novedad, ya que el de gasolina y el turbodiésel comparten, por primera vez en la historia, el mismo índice compresión geométrica (14,0:1). Lo cual es muchísimo para el de gasolina, y muy poco para el diésel, y ha obligado a aplicar unas técnicas muy sofisticadas, para evitar la detonación en el primer caso y conseguir la inflamación espontánea del gasóleo en el otro. Del turbodiésel hablaremos en su momento, puesto que también lo vamos a probar; así que, de momento, nos centraremos en el de gasolina. Aquí se ha jugado con valentía una carta muy arriesgada, consistente en hacer frente a la actual tendencia a la miniaturización de cubicaje unida a la sobrealimentación, utilizando un motor atmosférico y de una cilindrada digamos normal (un 2 litros). En principio, la estructura es moderna, pero bien conocida: todo de aluminio, cinco apoyos de bancada, doble árbol en culata mandados por cadena, con 16 válvulas y semibalancines sobre apoyo hidráulico accionados por las levas mediante diminutos rodamientos de rodillo, y la cada vez más habitual inyección directa de gasolina. Las cotas, según la tendencia también usual en los últimos tiempos, son de carrera ligeramente “larga”: 91,2 mm, para un diámetro de 83,5 mm.

Lo primero que asombra es que, pese al índice de compresión, se haga hincapié en que el motor está diseñado para funcionar, sin pérdida de potencia, con gasolina “super” de 95 octanos, que es la que se encuentra en la mayor parte del mundo, pues la “extra” de 98 o más octanos no está disponible en todas partes. Ello ha exigido un gran esfuerzo en todo el tema de la inyección y el diseño de las cámaras y la cabeza del pistón, para lograr unas turbulencias y unas velocidades de propagación del frente de llama que permitan semejante “vuelta de tuerca” tecnológica. Así, la inyección oscila entre 30 y 200 bar de presión, según las necesidades de carga y régimen, y los inyectores son de seis orificios.

Pero todo esto, por sí solo, no explicaría que un motor de gasolina de 95 octanos funcione con 14:1 de compresión; a este respecto, es curioso que, hasta hace bastante menos de una década, Mazda era una marca muy prudente en cuanto al índice compresión, ya que ha estado trabajando en la zona del 9,5:1, y no ha traspasado la barrera del 10:1 hasta bien entrados en el siglo XXI. Lo cual quiere decir que, llámese SkyActiv o de otro modo, la nueva tecnología ha supuesto una auténtica revolución, sólo posible en una marca que siempre ha buscado salirse de los senderos más trillados. Y para conseguir el objetivo, todavía quedaba en la recámara otra bala: la distribución. En efecto, ésta es de variador de fase continuo en ambos árboles (que en Mazda denominan S-VT), y si la variación es suficientemente amplia, el motor se convierte en uno de ciclo Miller o Atkinson; y entonces sí que se puede funcionar con 14:1 y 95 octanos.

Vamos a meternos ahora en un charco, pero me parece fascinante; se trata de la comparación con un motor muy moderno, también japonés: otro 2.0 atmosférico, el boxer de origen Subaru, pero con culatas de tecnología Toyota en cuanto a distribución (variable doble y continua) e inyección (nada menos que directa e indirecta, simultaneadas o por separado); motor que equipa a los deportivo Subaru BRZ y Toyota GT-86. Siendo el motor para un deportivo, y para adecuar la culata a su experiencia con la inyección directa, Toyota ha impuesto unas cotas “cuadradas” (86×86 mm), que Subaru nunca había utilizado en sus “2 litros”. Aquí la compresión es también muy importante (12,5:1), como en algunos otros motores de inyección directa. El rendimiento es de 200 CV a 7.000 rpm, con 205 Nm (20,9 mkg de par máximo) entre 6.400 y 6.600 rpm; la línea roja del cuentarrevoluciones está en 7.400 rpm, con una velocidad media de pistón de 21,2 m/s.

Primera diferencia: con su carrera más larga, el 2.0G de Mazda tiene la línea roja a 6.500 rpm, a 19,8 m/s de velocidad de pistón; para un motor más turístico, ya está bien. Pero lo interesante es la evolución de las respectivas curvas de par: a 2.000 rpm el Mazda ya tiene 18,5 mkg, mientras que el boxer (así no se enfada ninguna de las dos marcas) se queda en 16,9 mkg, llegando a los 18,5 mkg del otro a 2.350 rpm. A los 20 mkg llegan ya prácticamente igualados: 2.650 rpm para el Mazda y 2.700 para el boxer. Los 200 Nm, que son 20,4 mkg, los alcanzan también casi a la vez: 2.800 rpm para el Mazda y 2.750 rpm para el boxer; pero con la diferencia de que este último ya los mantiene hasta las 7.000 rpm de potencia máxima, mientras que el Mazda los pierde al llegar a 5.700 rpm. La otra diferencia estriba en que el boxer se mantiene en una meseta casi constante desde menos de 3.000 hasta 7.000 rpm, ya que su máximo (sobre 6.500 rpm) está en 20,9 mkg, mientras que el Mazda tiene una curva con un poco más de forma, subiendo hasta su máximo de 21,4 mkg a 4.000 rpm, para luego ir perdiendo suavemente: 20,4 mkg a 5.700 rpm, 20,0 mkg a 5.900 rpm, 19,8 a potencia máxima, y todavía 19,7 mkg al corte de 6.500 rpm.

Es decir, ambos motores responden al perfil de los modelos a los que sirven; el empuje del Mazda está ligeramente por encima hasta 5.700 rpm (se igualan un momento sobre 2.700/2.800 rpm), dominando especialmente por debajo de 2.500 rpm, mientras que el Toyota se estira más, hasta superar las 7.000 rpm. Lo cual quiere decir que, con distribuciones de fase e incluso alzada variables, y con la gestión electrónica de la inyección, se puede construir una curva de par a gusto del consumidor, lo mismo que un buen sastre les hace un traje a medida lo mismo a un gordo que a un flaco. En este caso, Mazda aprovecha hasta el límite de la detonación en la zona baja y media de regímenes, para tener máxima elasticidad y economía de consumo, mientras que en el boxer se prima el carácter de motor eléctrico, con un par casi constante desde menos de 3.000 hasta más de 7.000 rpm.

Lo que también nos interesa ver, sobre todo en esta prueba, es si toda esta sofisticación, en cuanto a rendimiento en par motor, corre en paralelo con una buena economía de consumo; el salto en prestación está claro que ha sido un cambio cualitativo, más que cuantitativo. Basta con recordar que el 2.0 de inyección indirecta del deportivo MX-5, con 10,8:1 de compresión, necesita llegar a 7.000 rpm para rendir 160 CV (1.000 rpm más y 5 CV menos que el SkyActiv), y su par máximo (muy respetable para motores clásicos) se queda en 19,2 mkg a 5.000 rpm (2,2 mkg menos, a 1.000 rpm más). Con lo cual, a cualquier aficionado que compare unas cifras con otras, ya se le estará haciendo la boca agua pensando en cómo podría ir un Miata cuando herede (si lo hereda) el motor SkyActiv. Pero hablábamos de los consumos, y llega ya la hora de presentar el resultado del circuito:

Mazda CX-5 2.0-G: Consumo: 8,03 l/100 km. Promedio: 106,5 km/h.

 

Esta cifras de 8 litros, y tiempo de 4h 44m, hay que ponerlas en perspectiva con el vehículo del que se trata; el CX-5 sin duda es muy ligero, pero su tamaño no es precisamente el del MX-5 o del Toyota/Subaru. Y en cuento al peso concreto de la unidad probada, habría que añadir a los 1.345 kilos oficiales de esta versión (un peso excepcional, por no decir asombrosamente bajo), el de los dos packs opcionales (Safety y Confort) que incorporaba, ya que el navegador no aporta apenas peso extra. Si bien el peso, incluso con opciones, sigue siendo más que discreto para un SUV de más de cuatro metros y medio de largo, lo que no es nada discreta es la aerodinámica, por más que el Cx sea de 0,33, que ya es un resultado más que bueno para este tipo de diseño. Pero es que las cotas de anchura y altura nos acaban dando una sección frontal de 2,60 m2, por lo que el producto S.Cx, que es lo que cuenta, se dispara hasta 0,86.

Es el momento de recordar que, para una berlina media/alta, del segmento D, todo lo que esté por debajo de 0,60 es sensacional; sobre 0,65, un resultado bueno, y si pasa de 0,70, ya hay que empezar a fruncir el ceño. Pero de ahí a 0,86 todavía hay un incremento de algo más de un 20%, lo que a las velocidades de crucero de nuestra prueba supone un hándicap muy difícil de remontar, y esta es la referencia que hay que tener en cuenta. De vehículos con carrocería más o menos equivalente, y además con motor de gasolina, tenemos muy pocos elementos comparativos; pero algunos hay, tres en concreto, y los tres son Seat Altea con diversos motores, pero todos en línea con la potencia de nuestro CX-5. En concreto, un Altea corto con el 2.0 FSI de 150 CV y cambio Tiptronic; un FR también corto con el 2.0 TFSI de 200 CV y caja manual, y un XL con el 1.8 FSI de 160 CV, y cambio también manual; en promedio, 170 CV de potencia, perfectamente en línea con el CX-5, como decíamos.

Pues bien dado que los resultados estaban bastante agrupados, y para no organizar una innecesaria sopa de datos, daremos el resultado promedio de los tres: 9,94 l/100 km, para un tiempo de 4h 41m. Es decir, tres minutos más rápidos que el Mazda, pero a cambio de un incremento del 24% en consumo. Y no vayamos a decir que en aerodinámica estaban perjudicados los Altea, ya que su sección frontal es de 2,35 m2, o sea, el 90% de la del CX-5; incluso suponiendo que su Cx sea peor, tendría que ser de 0,37 para que su 90% correspondiese al 0,33 del Mazda, en cuyo caso estarían simplemente empatados. Y un 0,37, habida cuenta del frontal tan afilado del Altea, parece una cifra demasiado pesimista, por muy negativo que pueda ser el influjo de la zaga, que no será (más o menos cuadradas ambas) mucho peor que la del CX-5. La otra única posible excusa es que los tres motores de los Seat eran turboalimentados; pero en el grupo VAG siempre han presumido de que estos motores son muy económicos, y en cualquier caso, la diferencia es abrumadora.

Pero si buscamos un motor atmosférico, tendríamos que irnos hasta el 2.9 del Porsche Cayman (265 CV), con una aerodinámica infinitamente mejor (S.Cx de 0,58), cambio mecánico PDK con 53,0 km/h en 7ª, exactamente el mismo peso que el CX-5 y, eso sí, unos neumáticos traseros de sección 265. Y el motor, si bien de inyección indirecta, lleva distribución VarioCam y una compresión de 11,5:1. Pues bien, con todo eso, el Cayman tardó 4h 40m, que no es mucho más rápido, y consumió 8,90 l/100 km. Está claro que hay que rendirse a la evidencia: este motor de Mazda pone en cuestión las técnicas de miniaturización sobrealimentada, tal y como ellos dicen.

Por lo demás, el CX-5 funciona impecablemente: es cómodo, balancea muy poco, se conduce totalmente como un turismo, y su rápida dirección eléctrica no tiene más que 2,7 vueltas de tope a tope, para un diámetro de giro de 11,2 metros. Los frenos, ventilados de 297 mm delante y 303 mm macizos detrás, son ampliamente suficientes. Pero no es un turismo, y por ello mismo tenemos auténtica curiosidad por comprobar lo que dará de sí cuando se monte en el ya no muy lejano Mazda-6 de la siguiente generación, en el que hubiese brillado todavía mucho más que en el CX-5, de haber aguantado su lanzamiento para hacerlo coincidir con el de la berlina. Pero el segmento de los SUV está de moda, y tampoco es mala idea crear un auténtico revuelo con este SUV, en el que el motor de gasolina que hemos probado ofrece consumos muy comparables a los de un turbodiésel: un Ford S-Max de la primera generación, con el 2.0D de 140 CV, nos consumió a razón de 7,84 l/100 km. Y si tenemos curiosidad por lo del Mazda-6, pronto podremos saciar la de comprobar lo que ofrezca el 2.2 turbodiésel con las tecnologías ocultas bajo el manto de la denominación SkyActiv, que prometen ser, al menos, tan sorprendentes como las de la versión de gasolina. Dentro de no mucho tiempo tendremos la respuesta.