La carretera de las costas de Garraf es mi carretera fetiche. De pequeño pasaba miedo en ella cuando íbamos toda la familia de Tarragona a Barcelona y veía el mar tan cerca, el precipicio tan cerca, los camiones tan cerca. Todo era cerca. Una carretera muy estrecha, sin muro, en la que íbamos detrás de los camiones que se estremecían enteros en cada parada, en cada arrancada, en cada crujido.

La carretera de las costas de Garraf no tiene grandes pendientes, pero en aquellas épocas, hace cincuenta años, casi todo era una gran pendiente para un camión de los que circulaban entonces, para llevar piedras o para llevar cemento o a saber qué llevaban.

En mi familia teníamos un cochazo para aquellos tiempos. Un Fiat 1800, traído desde Tenerife a la península, que había pasado seis meses parado porque no sé qué asuntos aduaneros impedían traer coches desde Canarias a la península. En aquellas épocas, cuando íbamos a ver a mi familia en Tenerife, pasábamos por la aduana y nos registraban las maletas. No sé si incluso teníamos que enseñar el pasaporte. Aquellos eran unos tiempos muy extraños. En el aeropuerto de Sevilla, donde se hacía escala para ir desde Barcelona a Tenerife, había una terraza a pie de pista, donde había gente pasando la tarde con sus refrescos. Recuerdo a nuestra perra, desde la bodega del avión, dejándolos a todos sordos con sus ladridos. Estaba muerta de miedo. Tiempos muy extraños.

En aquel Fiat 1800, con la palanca de cambios en el volante y con un asiento corrido delantero, empecé a conducir yo, sentado entre mi padre y mi madre, cambiando de marchas y sujetando el volante. El velocímetro tenía una cinta roja que avanzaba y retrocedía. Con ese Fiat íbamos en punto muerto por las bajadas: «Por cuenta del gobierno» lo llamaba mi padre y yo no entendía que quería decir, pero siempre le pedía ir por cuenta del gobierno en las bajadas rectas.

En las costas de Garraf no había bajadas rectas, ni cuentas de ningún gobierno. Por las costas de Garraf, mi padre conducía y todos íbamos callados y con las ventanillas bajadas porque hacía un calor imposible de soportar. A veces era peor ir con las ventanillas bajadas, más detrás de un camión, porque todo el calor que salía de aquellos armatostes estrepitosos se te metía por la nariz y costaba respirar.

En ocasiones, pronto por la mañana, en la dirección de Tarragona a Barcelona, la carretera estaba despejada y al llevar las ventanas abiertas se oía un fu fu fu fu fu fu fu fu fu fu fu fu que no sabía de dónde venía. Era un fu fu fu fu fu fu fu fu fu fu fu fu que cambiaba con la velocidad del coche. Era un fu fu fu fu fu fu fu fu fu fu fu fu que se detenía cuando dejaba de haber mojones de protección en la carretera. Esos mojones eran como las almenas de los castillos y servían para que diera menos miedo pasar tan ceca del mar. Entre mojón y mojón se veía el mar mucho más cerca, sobre todo para mí que era pequeño (aunque yo no lo sabía) y, aunque a veces viajaba de rodillas asomado por la ventanilla, los ojos me llegaban por poco para ver a través del cristal de las ventanillas traseras, que no se hundían completamente dentro de la puerta cuando girabas la manivela. Qué molesto era ese cristal cuando viajabas apoyado en él. Se te quedaban todos los brazos marcados.

Siempre me intrigó el fu fu fu fu fu fu fu fu fu fu fu fu. ¿Tendrían altavoces los mojones? ¿Estarían los mojones escondidos entre mojón y mojón? ¿Por qué sonaban al pasar?

La carretera de las costas de Garraf ya no suenan. Ya no hacen fu fu fu fu fu fu fu fu fu fu fu fu al pasar con el coche. El mes pasado las recorrí enteras con un coche descapotable. Un muro de cemento corrido ha enterrado los altavoces. Las recorrí de ida y de vuelta. De ida por la tarde.

De noche, también descapotado, de vuelta hacia Castelldefels, paré en un mirador a ver la luna, que estaba llena. Bajé del coche. Todo estaba muy oscuro y no pasaba nadie. Apenas aguanté medio minuto fuera del coche, mirando el mar. De pronto sentí un escalofrío de miedo. Una sombra opaca sonó fu fu fu fu fu fu fu fu fu fu fu fu y me retumbó en el estómago. Salí corriendo hacia el coche aparcado a mi lado. Me metí sin ver, arranqué e hice patinar las ruedas. El aire en la cara me tranquilizó. La luna aparecía y se escondía regularmente detrás de una gran nube. Un rayo partió el cielo.