Tengo un amigo que, cuando está sobrio, es capaz de ganar unos 15 millones de euros cada tres años. Monta empresas, la vende y gana mucho dinero. Así de fácil.

«Yo lo que sé vender es el coste de oportunidad», viene a decir. Aunque no lo dice así. Creo que él no menciona el coste de oportunidad como activo de sus empresas, pero lo que dice a mí me sugiere que significa eso. Y se hace rico (más) cada trienio.

Me gusta que se haga rico porque canto con él para celebrarlo y lo disfruto. Pero confieso que me da envidia. No por él, sino por mí. Me da envidia no saber. Me gustaría saber vender el coste de oportunidad, aunque ni siquiera esté seguro de entender qué significa exactamente y mucho menos si existe alguna posibilidad de venderlo. Sin embargo, para para mí que él lo vende y lo vende bien.

Yo sé que mi amigo es más brillante que yo. Digamos que sé que es un 50% más brillante que yo. Incluso admito que puedo tener un 50% de su brillantez. No, no es lo mismo. O un 20. De nada sirve. No es directamente proporcional. Yo me conformaría con ese 10 o 20% anual. Con tres millones cada trienio si nadie me regatea.

Si eso fuera posible. Si todos los que tenemos un 20% de la brillantez de mi amigo consiguiéramos un 20 % de los ingresos que él consigue. Nada que ver. Tengo otros amigos con la misma brillantez que mi amigo, o más, y tampoco consiguen ni el 20%. Debe de ser culpa del coste de oportunidad.

Mi amigo, que es muy listo, se lo lleva todo. Los demás, no nos llevamos nada. El mercado es así. Olé sus huevos. A mí me parece bien. Bebo con él, brindo con él, me río con él. Y luego llego a casa y escribo.