Hace muchos años, en mi niñez y juventud, la sociedad de consumo era denostada por los ciudadanos de izquierdas. La austeridad casaba bien con la conservación del planeta, el nuclear no gracias y el reparto de los bienes escasos entre todos. La idea subyacente era: si tú consumes menos, existe la posibilidad de repartir lo poco que haya, para que llegue a más barrios y lugares en el mundo.

Uno podía estar de acuerdo o no, pero la lógica parecía sensata. En un resumen muy rápido, la burguesía y los que consumían mucho eran los defensores de la derecha, defensores del desarrollismo franquista y del me lo gasto porque me lo he ganado y la izquierda estaba asociada con las clases trabajadoras que en parte no gastaban por convicción y en otra parte no gastaban por imposibilidad.

Debido a circunstancias que no me atrevo a resumir, los descendientes de ese proletariado, en buena parte de izquierdas, que dio mayorías absolutas al PSOE, superaron notablemente el poder adquisitivo de sus padres y engrosaron una clase media prácticamente inexistente en décadas anteriores.

Esta clase media ahora sospecha que sus hijos vivirán peor que ellos y se sorprenden porque para ellos lo «natural», lo que han conseguido probablemente con menos esfuerzo que sus padres, es vivir mejor que tus predecesores. Y, en esta situación, muchos de los que se autoproclaman de izquierdas reclaman un incremento del gasto, para incentivar el consumo, y muchos de quienes se autoproclaman de derechas recomiendan austeridad. El mundo al revés de lo que conocí de pequeño.

Yo, que no me autoproclamo nada, que no sé si soy de izquierdas, de centro o de derechas, pero que sin duda estoy influenciado por mi niñez y juventud antifranquista, me quedo perplejo ante el lema de «consumir más para ser más ricos (o menos pobres)». No sé si es un lema de izquierdas o de derechas. Lo único que sé es que es una afirmación ilógica. Desde siempre, cuanto más consumes, menos tienes. Y además, clarísimamente, si consumimos más emitimos más óxidos de carbono y protegemos peor el planeta.

Estas contradicciones no son exclusivas de la economía y de la ideología. También se dan en los ámbitos de la ecología y la movilidad.

A principios de la década de los noventa, la legislación europea introdujo limitaciones a las emisiones de óxidos de nitrógeno. En aquella época, los óxidos de azufre y de nitrógeno eran la bestia negra de la lucha ecologista. La famosa lluvia ácida de aquel entonces era el demonio en toda la Europa descendiente del mayo del 68.

Se suprimió el azufre de los combustibles y se limitaron las emisiones de óxidos de nitrógeno. Para cumplir con esos límites, los fabricantes se vieron obligados a introducir catalizadores de reducción en los coches de gasolina y, por tanto, mezcla estequiométrica para que esos catalizadores pudieran cumplir con su función (las reducciones de óxidos de nitrógeno no se consiguen en atmósferas ricas en oxígeno ni siquiera con catalizadores).

Es decir, debido a esta legislación europea de finales del siglo pasado, el consumo de los coches de gasolina se incrementó alrededor de un 20 por ciento y potenció de una forma u otra la llegada de los diésel, ahora tan denostados. No sólo se incrementó el consumo, también se abandonaron o retrasaron líneas de investigación prometedoras de motores de gasolina con mezcla pobre y muy pobre, de bajo consumo, cuyo inconveniente eran unos niveles de emisión de óxidos de nitrógeno por encima del límite permitido. En aquellos años, un catalizador de reducción con urea ni se planteaba.

Llegados a este punto, estamos en otra encrucijada. No queremos ni óxidos de nitrógeno, ni óxidos de carbono, ni óxidos de azufre. Pero la producción de baterías por sí misma genera cantidades elevadas de CO2 (con datos diferentes en función de la fuente), consume materias primas escasas y requiere de una minería que contamina ríos y aguas freáticas. El problema no se circunscribe a la producción y transporte de materiales muy pesados, antes y después del ensamblado, también al final del ciclo resulta imprescindible el transporte y un reciclado minucioso y costoso. Por último, la generación de electricidad que permite recargar esas baterías, en muchos puntos del planeta contamina más que los motores de combustión de los coches. Promover el coche eléctrico en algunos lugares es absolutamente contraproducente hoy en día.

Desde que denostamos el diésel y promovimos el coche eléctrico, las emisiones de óxidos de carbono no pararon de incrementarse, hasta que llegó la pandemia.

La pandemia, que trajo el parón abrupto del consumo, nos ha mostrado que sin consumo, con nuestro modelo de economía, la pobreza se dispara y las emisiones de óxidos de carbono decrecen enormemente.

No sé si seremos capaces de aprender algo gracias al virus. Me parece una oportunidad para entender que normalmente las decisiones conllevan consecuencias no previstas inicialmente y que por tanto nos conviene ser prudentes, que no sé si significa menos ilusos, menos engreídos o ambas cosas. La presión social lleva muchas veces a los gobernantes, en su afán de conseguir votos, a tomar decisiones cargadas de buenas intenciones, pero que generan consecuencias perversas e imprevistas. No ocurre únicamente con la ecología.

No tenemos una bola de cristal. Las decisiones que tomemos ahora, por cientos de motivos que no imaginamos, se pueden volver en contra. La inacción tampoco es una solución. No hacer nada también es una decisión. Por tanto, tenemos que equivocarnos. Como sabemos que es así, seamos poco engreídos y poco ilusos.

No propongo soluciones. No las tengo. Sólo muestro contradicciones y errores del pasado. Por si tenerlos en cuenta nos sirve al menos para descabalgar de esa idea de que todos los problemas tienen solución y además esa solución, por supuesto, es la que defendemos nosotros.