Discuto con un hombre joven que dice ser politólogo. Lo dice sin dudar.

—Está demostrado que el ser humano es un ser emocional. La derecha, desde siempre, utiliza las emociones para ganar votos y la izquierda, que siempre nos hemos basado en  la racionalidad, no tenemos nada que hacer.

—Pero utilizar las emociones en lugar de la racionalidad desvirtúa la democracia —le contesto—. Lo que necesitamos son votos de personas bien informadas, que sepan exactamente qué votan y por qué. Lo que necesitamos, para una buena convivencia, es a ciudadanos que voten con mucho conocimiento y mucha exigencia. Da igual si votan a uno o a otros. Lo que necesitamos es que los ciudadanos voten bien informados, sea lo que sea lo que voten.

— Eso es imposible, porque está demostrado que el ser humano es un ser emocional (a saber qué querrá decir «demostrado» y «ser emocional») y no vota racionalmente. Lo que tenemos que hacer es utilizar las emociones para convencer a la mayoría y derrotar a nuestros adversarios políticos en las urnas.

—¿Adversarios políticos? ¿Tu vecino del quinto, tu cuñado, tu madre, son tus adversarios políticos sólo porque votan diferente que tú?

—Mis adversarios políticos son todos aquellos que tienen diferentes intereses que los míos. Yo tengo el interés de que mis hijos tengan muy buena formación y para eso necesito que vayan a una escuela pública de calidad y necesito tener una pensión cuando me jubile y por eso quiero que funcione el sistema de pensiones del Estado… esos son mis intereses.

La conversación sigue, pero con esto me vale. Me sorprende este planteamiento de lucha de clases, de intereses contrapuestos.

¿De verdad un hombre joven de hoy, con carrera universitaria, cree que los intereses de quienes votan a «los partidos de derechas» son diferentes que lo suyos «de izquierdas»? ¿Alguien cree que los varios millones de ciudadanos que votan a los partidos de la derecha o de la izquierda tienen diferentes intereses personales?

¿Le interesa este enfrentamiento entre ciudadanos a los representantes de los partidos políticos y no a los ciudadanos?

Uno puede ser más o menos conservador, tener una ideología conservadora, liberal o revolucionaria, tener un credo u otro, considerar que es mejor para la mayoría un Estado mayor o uno más pequeño, pero ¿tenemos grandes intereses diferentes que justifiquen la confrontación?

Me sorprende a estas alturas que los votos se determinen por intereses personales contrapuestos. Y sobre todo me preocupa que en esa lucha por vencer al adversario se relativice la importancia del camino a recorrer. Me preocupa mucho esta idea de la emoción sobre la razón, porque la experiencia nos dice que el respeto a los medios, el respeto escrupuloso del procedimiento correcto, es el único camino que conocemos para alcanzar fines satisfactorios para las mayorías. ¿No tenemos suficiente experiencia como para saber lo que sucede en cuanto se relajan los métodos? ¿No nos basta con mirar a nuestro alrededor?

Pero, además de lo anterior, ¿tiene sentido la democracia cuando utilizamos los votos como sustituto de las balas, cuando utilizamos nuestro voto para «vencer» a nuestro oponente?

Si el valor de la victoria democrática consiste únicamente en tener más votos que el «adversario político», resulta que se diferencia muy poco del valor de la victoria del ejército más numeroso.

Tenemos que utilizar la democracia como un método perfectible, en el que midamos bien el valor de los votos. De lo contrario, el enfrentamiento «a votazos» es interminable, agotador y nada fructífero.

A mi juicio, la democracia tiene que ser una herramienta para mejorar la convivencia. Mis vecinos y quienes votan diferente de mí no son mis adversarios políticos. Son los ciudadanos con los que convivo todos los días y sus intereses, como los míos, son que nos entendamos lo mejor posible y construir juntos. No son ni ellos contra mí, ni yo contra ellos.  Somos personas diferentes, con diferentes métodos, que no nos vencemos unos a otros, sino que intentamos convivir lo mejor posible.

Como casi siempre, no tengo soluciones. No propongo restar poder e importancia a la ideología. Nada de eso. Solo la ideología, la que sea, nos puede ayudar a caminar hacia un mundo mejor. Pero propongo no utilizar la suma de votos como un arma, sino como una herramienta para gestionar.

Intuyo que este espíritu de confrontación interesa a quienes quieren vivir de la política, porque genera lealtades y sumisiones,  que se pueden aprovechar en beneficio particular.

Cuando discuto con personas de diferente ideología a la mía, lo que nos diferencia, normalmente, son los métodos, no los fines. Pero no niego que también tenemos fines diferentes. Lo que sucede es que tenemos que buscar las formas de compaginarlos, de buscar acuerdos y puntos medios, de negociar soluciones satisfactorias para todos, porque a la larga saldremos beneficiados.

¿Lo que propongo se parece a un partido nuevo situado en el centro geométrico de todas las opciones? Creo que no. No hablo de un nuevo polo de confrontación, de un nuevo organismo al que adherirse o al que enfrentarse. Hablo de mayor flexibilidad, seguramente de otro tipo de organización, de otros métodos de elección.

Es muy posible que yo esté equivocado. Es muy posible que de lo que traten la mayoría de ciudadanos sea de derrotar en cada momento a quien consideran su «adversario político». Incluso en ese caso, trataré de razonar para encontrar soluciones mejores

Si apelamos a la emoción, todavía más de lo que lo hacemos ahora, dividimos todavía más la sociedad, que se enfrenta, mediante emociones, con mucha facilidad. Con las emociones nunca sacaremos la política del actual Madrid – Barça en que se ha convertido.

Los ciudadanos tenemos que conseguir, por nuestro bien, que la política no se convierta en un enfrentamiento de emociones, sino en un debate racional en busca del bien de la gran mayoría.

No es la razón de la emoción, sino la emoción de la razón.