Diario esporádico de un paciente del Servicio Madrileño de Salud.

Empiezo a escribir este texto el lunes 29 de julio a las 8:40 de la mañana. Es el primer día, tras una semana, en el que me levanto sin dolor de cabeza y sin mareos. La punción lumbar que está incluida entre las pruebas que relato hoy, me ha dejado más tocado de lo que imaginaba. Especialmente, porque en las horas siguientes a la punción me encontraba perfectamente.

(Viene de aquí)

Me ingresaron en el hospital el jueves 18 de julio y el viernes por la tarde ya tenía alrededor a toda la familia que podía venir, después de recorrer muchos cientos de kilómetros, incluso miles, en algún caso. (Gracias por cuidarme y por hacerme sentir querido en cada minuto. Muac.)

Salvo la falta de sensibilidad en las piernas y la dificultad para caminar correctamente (especialmente para bajar escaleras), nada hacía que me encontrara mal. Por lo tanto, sentado, era como uno más. La cabeza no la tenía ni mejor ni peor que cualquier otro día, por lo que el fin de semana transcurrió felizmente rodeado de familia y amigos que pasaron muchas horas conmigo en el hospital. Para no molestar a mi compañero de habitación, nos íbamos a una salita de espera situada en la misma planta a charlar y a cambiar el mundo. Hablamos de sanidad, por supuesto. De cómo habría que gestionar la sanidad pública, por supuesto. Y de política y de literatura y de negocios. Lo mejor del mundo son los amigos y la conversaciones. Da igual que sea en un hospital o detrás de una cerveza. De momento tendrá que ser en un hospital, porque las cervezas las tengo prohibidas.

Comí y cené en la sala de espera en varias ocasiones. No sé quién se encarga de preparar las comidas del Hospital Ramón y Cajal. Lejos de los olores de la habitación, que son más intensos que en la sala de espera, sabe todavía mejor. No debe de ser nada fácil hacer comida para tantos, sin nada de sal, servirla en esas bandejas verdes que dan grima y que sea perfectamente comestible. Felicidades.

Tras el fin de semana de vacaciones pagadas con amigos y familia en la cuarta planta del Ramón y Cajal, el lunes por la mañana empiezan las pruebas. Mientras estoy en la ducha, aparece en la cabecera de mi cama un cartel que me avisa de que tengo resonancia magnética a las 10:30 y que no puedo ni desayunar ni beber agua. Cuando regreso de la ducha no advierto la presencia del cartel. Es pura casualidad que esa mañana no beba agua, porque tengo la costumbre de beber agua a todas horas. De hecho, ese día, cuando me despierto, lo pienso. «Para una resonancia magnética del cráneo no importará nada que beba o no beba agua y además nadie me ha dicho nada.» Pero, finalmente, porque no tenía sed o porque preferí echarme agua por encima que por dentro, cuando la enfermera me avisó de palabra que no podía beber, en mi cuerpo no había entrado más agua que la que utilicé para lavarme los dientes. Una suerte inesperada. No sé qué hubiera pasado si hubiera bebido. ¿Habría que haber retrasado la resonancia?

Me bajaron a la sala de resonancias en silla de ruedas. La camillera que me llevó (creo que es más apropiado camillera que celadora, como la llamé en la ocasión anterior) me llevaba a toda velocidad por los larguísimos e inhóspitos pasillos de los sótanos del hospital. Me parece que esos pasillos son un localización perfecta para una película de terror.

Cuando llego a la estancia donde está la máquina de resonancias me entero de que no me van a hacer sólo una resonancia de cráneo, sino también de columna. El día anterior, en uno de nuestros debates, nos preguntábamos si tendría sentido o no hacer todas las resonancias a la vez o si sería más eficiente y económico hacerlas de una en una. Debatíamos por debatir, porque desconocíamos el coste de hacer una resonancia, de si el coste radica en la amortización de la máquina y en su tiempo de uso o en los consumibles que se utilizan durante la prueba. A nosotros nos habían dicho que sólo me iban a hacer una resonancia del cráneo y nos preguntábamos si ya que estaba en la máquina no sería más eficiente hacer las dos resonancias que habían comentado de una vez.

Finalmente me hicieron tres resonancias de una tacada. La primera de la columna, sin contraste, la segunda de la columna con contraste y la tercera del cráneo con contraste (era imposible hacerla sin contraste porque el contraste ya estaba en mi cuerpo).

Entre sonidos indescifrables (diferentes sonidos para la columna que para el cráneo), me pasé casi una hora inmóvil metido en un tubo de ensayo.

Ahí dentro no queda más remedio que pensar. Yo pensaba en el coste, por supuesto. Los costes están siempre en mi cabeza. Y pensaba que me quedaría más tranquilo, como paciente, si pudiera pagar esos costes. Es difícil de explicar, pero voy a intentarlo.

Uno sabe que el Estado tiene problemas de dinero. Que el déficit público es elevado y que ese déficit perjudica especialmente a los más necesitados.

Uno sabe también que la sanidad pública se financia de forma similar a como se financian las compañías de seguros. Todos pagamos una «cuota», tanto si tenemos siniestros (de salud) como si no, que sirve para que quienes tienen esos siniestros puedan acceder al sistema de salud «asegurados», es decir, sin peocuparse de si pueden o no pueden pagar en ese momento las pruebas para su diagnóstico y su tratamiento.

Yo, que pago todos mis impuestos puntualmente y que además me gusta pagarlos, sé que estoy asegurado. Y que como no tengo hijos esos impuestos que he pagado durante toda mi vida no ha habido que utilizarlos ni para la educación ni para la sanidad de mi familia, por lo que he «asegurado» mi salud holgadamente. Por tanto, sé que «tengo derecho», que me he ganado, esas pruebas y esos tratamientos.

Pero también sé que es verdad que muchas familias pagan un seguro privado de salud, que gastan un dinero adicional que yo no gasto. No lo hago por muchos motivos, pero esa es otra cuestión. Lo que quiero decir es que ese dinero que no gasto en seguros privados de salud no me importaría destinarlo a contribuir a la sanidad pública, cuando tengo un siniestro de salud, como si fuera el pago de una «franquicia» ante un siniestro de automóvil. Soy consciente de que el ejemplo no es perfectamente homologable. En un siniestro de automóvil sólo se paga franquicia cuando el conductor es «culpable» del accidente y un enfermo no es nunca culpable de caer enfermo (aunque esta afirmación también sea discutible).

Pero hay un aspecto más. Como sé que el sistema sólo es sostenible si lo hacemos muy eficiente entre todos y si gestionamos bien el gasto para no derrochar el dinero, me surge la duda inmediata de si tiene sentido gastar el dinero público en hacer una resonancia que nadie sabe cuánta información va a dar. Es decir, yo pienso que el médico duda de si tiene sentido hacerla o no, porque puede costar mucho dinero y el riesgo de que no dé información adicional es alto. Por ese motivo, pienso yo, preferiría asumir yo el riesgo, preferiría despejar las dudas. «¿Hay alguna probabilidad, por pequeña que sea, de que una resonancia nos dé información valiosa, aunque sólo sea para descartar que no hay daños? Pues si la hay, no quiero dudas. La pago.«

No sé cuánta presión tienen los médicos con el presupuesto, ni quién ni cómo gestiona el gasto de un hospital, ni quién pone los límites. Pero, como las pruebas no pueden ser infinitas para todos, los límites tienen que existir y yo preferiría tener mecanismos para que esos límites fueran desplazables.

Entre otras cosas, porque sé, por ejemplo, que el sistema se sostiene en buena medida porque los sueldos de los médicos de la sanidad pública son bajos. Que los médicos de la sanidad pública tengan sueldos bajos no nos beneficia a nadie. No digo que sea posible pagarles mejor. Lo único que digo es que sería deseable que pudiéramos pagarles mejor y que les pagáramos mejor. Yo, en lugar de pagar un seguro médico privado, que me lo puedo permitir, preferiría pagar una cantidad adicional para que le subieran el sueldo a los médicos de la sanidad pública, por ejemplo. Y a cambio, sí, a cambio, que cuando me tocara una prueba excepcional, pudiera decidir junto a mi médico si la hacemos o no y quién asume ese coste. Ya, ya sé que el café para todos es más sencillo. Pero tenemos que buscar fórmulas que nos permitan ayudarnos mejor y que el «privilegio» no tenga que consistir, inevitablemente en costear un seguro privado, que también paga mal a sus médicos y que recurre a la sanidad pública en los casos más costosos y difíciles.

Con todas estas cavilaciones en la cabeza, metido en mi tubo de ensayo musical, no sabía qué prefería, si que las resonancias magnéticas salieran perfectas y que no se percibiera ningún daño ni en el cráneo ni en la columna (como era previsible) o que apareciera algo que justificara la realización de las resonancias magnéticas y que ayudara de paso a encontrar un diagnóstico certero.

Cuando entras en el tubo de ensayo te ponen algo así como una pera de goma en la mano para que aprietes si surge algún problema. Es un timbre. Cuando me inyectaron el contraste me hizo reacción y me entraron muchas ganas de estornudar, aparte de un ligero malestar. Nada grave. Fueron unos instantes de incomodidad dentro del tubo de ensayo que es angosto y en el que no te puedes mover. La tentación de apretar la pera de goma fue alta durante unos instantes.

En cuanto acabaron las resonancias magnéticas me devolvieron a la habitación, previa inyección para contrarrestar la reacción alérgica suave.

Una vez acostado sobre mi cama, siguieron las pruebas. Pruebas neurológicas de nuevo, para ver la sensibilidad de las piernas, y poco después una punción lumbar para extraer líquido cefalorraquídeo.

No sé con qué frecuencia los médicos de medicina interna realizan punciones lumbares. En la que me realizaron a mí, el médico que me extrajo el líquido iba explicando todo el proceso a dos médicos más, entiendo que residentes de los primeros años, para que aprendieran.

Los médicos tiene que aprender y hacer prácticas. Lo he oído en mi casa toda la vida, con mis hermanas. Les he oído hablar de los médicos que tanto sabían, del aprendizaje, de las pruebas, de los errores. Siempre me pregunto cómo será la primera vez que un cirujano utiliza un bisturí para cortar una piel. ¿Cuánto le temblará la mano, cuánto de profundo será ese corte, quién y cuándo podrá corregirle si se equivoca?

Pienso en lo cirujanos porque es un instante crucial, aunque la precisión en la cirugía nunca me ha parecido que tenga tanta relación con la medicina como con la mecánica o el bricolaje. Siempre he pensado que el aprendizaje de la medicina debiera tener ramas mucho más separadas y que los cirujanos debieran pasar por otros procesos. Pero todo eso lo pienso desde la ignorancia y la imaginación.

Mi punción lumbar resultó perfecta (Gracias). Ni un poco de daño, ni una duda en el médico. Nada. Supongo que debe de ser lo habitual.

Dos días después de estas pruebas me dieron el alta hospitalaria y me enviaron para casa. Doy las gracias a todo el personal del hospital. Me trataron de maravilla. Médicos, enfermeros, auxiliares, camilleros y las personas que venían a limpiar la habitación. Lo escribo todo en masculino, pero principalmente eran mujeres. Menciono con especial cariño a las auxiliares de enfermería. Yo les di poco trabajo, pero algunos de mis diferentes compañeros de habitación sí les hicieron trabajar de lo lindo. Gracias.

* * *

Mañana día 30 tengo consulta con mi doctora, la persona que me vio entrar en su consulta, que me escuchó y que arriesgó con una hipótesis de diagnóstico. La que ha asumido la responsabilidad de solicitar todas las pruebas que me han hecho. Gracias doctora.

Esta mañana de lunes 29 de julio me encuentro mucho mejor. Dentro de poco tendré que ir a practicar a algún circuito con un kart o con un coche de carreras para confirmar la mejoría. O a tirarme en picado por una pista nevada recién pisada, clavando los cantos o deslizando sobre la nieve. ¡¡Qué ganas!!

(Sigue aquí)