Este invierno nos ha traído una temporada de nevadas que, tanto por intensidad como por continuidad, no se presentaba desde hace bastantes años. Pero, siendo como somos, parece ser que -de golpe y porrazo- hemos olvidado el viejo y sabio refrán que reza “año de nieves, año de bienes”. Es posible, e incluso muy probable, que los practicantes del deporte del “ski” sigan compartiendo dicha filosofía con la cada vez más restringida población del medio rural; pero incluso sumando a unos y otros, siguen siendo claramente minoría.

Y es que en nuestra cultura moderna -básicamente urbanita- estamos pretendiendo ignorar los ciclos naturales, y lo único que parece ser nos agrada es que cuando hace frío muchas semanas seguidas es la ocasión para hincharnos a turrón y cava, y cuando ocurre lo mismo, pero a base de calor en vez de frío, es el momento de tomarnos unas vacaciones e irnos a la playa. Así que estas dos épocas del año (antes las llamábamos estaciones y aceptábamos, sin quejarnos, que traían consigo calor y frío) ahora están generando tanto un comportamiento muy “sui generis” de los medios de comunicación, como unas opiniones muy curiosas respecto al tráfico rodado. Y puesto que en este blog y este portal nos movemos tanto en el ámbito informativo como en el de la locomoción, hoy nos vamos a dedicar a glosar estas dos circunstancias: la estaciones del año (y muy en concreto la invernal) y el tratamiento que les dan los medios de información general.

Empezando por estos últimos, supongo que la mayoría de quienes lean estas líneas habrán observado que, más o menos en lo que va de siglo, los telediarios tienen dos fases específicas (al margen de los programas de previsión climatológica) en el tratamiento simplemente cotidiano de eso que genéricamente venimos llamando “el tiempo que hace”. La primavera y el otoño parece como si no existiesen. Pero en cuanto o el sol o el frío aprietan, nos tiramos minutos y minutos, año tras año, escuchando la sorprendente noticia de que hace mucho calor o mucho frío, saltando de Sevilla (en verano) a un puerto de montaña situado en lo más alto de la Cordillera Cantábrica (en invierno). No hay términos medios: los 16 a 26ºC están proscritos, y no se puede informar de lo a gusto que nos encontramos cuando tenemos temperaturas templadas; sólo cuenta lo que es “al límite”.

Pero como cada vez disfruto más siendo eso que ahora se denomina como “políticamente incorrecto” (o sea, decir sin tapujos lo que uno piensa), voy a romper una lanza en defensa de que me gusta que existan las cuatro estaciones, de que también me gustan las situaciones del tráfico (excepto momentos muy puntuales) que normalmente conllevan, y de que estoy harto de que me quieran convencer de que el mundo está punto de acabarse cada vez que el termómetro baja de 0 grados o supera los 35. Y por ello he decidido escribir sobre esto en los dos foros de los que dispongo: de modo más comprimido en “La Tribuna”, por cuestiones de espacio y, explayándome más a fondo, en esta entrada del blog que Vds están (y espero acaben) leyendo.

Y como lo de “La Tribuna” ya está escrito, tomaré como base de partida algunos de sus párrafos, para irlos glosando y finalmente aportar algunos enfoques complementarios. Así que allá va:

“Ya hemos superado la fase de criticar (y muy merecidamente) la falta de previsión de la DGT y del Ministerio de Fomento durante la crisis de la AP-6 a finales del pasado año. Pero como ha seguido nevando (y los frentes llegando uno tras otro), ahora el tema de moda es quejarse de las molestias que esto conlleva. Y nada mejor para verificar esta afirmación que prestar un poco de atención a los telediarios de las múltiples cadenas de TV. Porque a horas concretas y de máxima audiencia, se pueblan de jóvenes locutores, abrigados como para cruzar la Antártida, que desde lo alto de un puerto de montaña, o bien desde la acera con nieve mal barrida en un núcleo urbano, nos advierten (como si fuese un fenómeno digno de la película “El día de mañana”) que en Enero y Febrero nieva, hace frío y el tráfico se atasca o -¡inadmisible incordio!- llega a paralizarse.”

Sobre lo de los informativos seguiremos hablando, pero quisiera darle remate a la cuestión de la DGT, y de su Director General. Como se dice en el anterior párrafo, lo criticable en la actuación gubernamental (y quizás autonómica, si corresponde) no es tanto que se organizase un caos, sino el no haberlo previsto. Porque ya escarmentados, a la siguiente oportunidad, y con bastante menos nevada, se hizo lo que hay que hacer cuando no se tienen medios (o se emplean mal) para limpiar las carreteras: cortar el tráfico en zona todavía “civilizada”, antes de que turismos y camiones se queden atascados en mitad de ningún sitio. Pero lo más glorioso fue la actuación del Director General en esta segunda ocasión. Ni el más ingenuo puede creerse que a un equipo informativo de TVE se le ocurriese, de “motu proprio” y en esta segunda edición de nevada fuerte y generalizada, acudir a la sede de la DGT para filmar cómo se estaba gestionando la situación.

Pero el caso es que allí se encontraron al Dtor. Gral. D.Gregorio Serrano en mangas de camisa, blandiendo una pequeña “tablet” y moviéndose entre filas de funcionarios y técnicos que estaban sentados ante imponentes ordenadores de amplia pantalla y generoso teclado. Desconozco qué es lo que pudiera estar controlando D. Gregorio desde la “tablet” que no hiciesen mejor y más rápido los profesionales sentados al ordenador; y al decir profesionales me viene a la memoria que el anterior destino profesional del Sr. Serrano fue el de Tte. de Alcalde sevillano para Fiestas y Turismo. ¿Y no sería tal vez que la filmación (que se emitió durante dos días más) tenía como objeto demostrar que una emergencia así se puede controlar desde la “tablet” (y desde Sevilla, ya puestos), como quiso convencernos en la primera ocasión D. Gregorio? ¡Qué cosas, Señor!

Y ahora, unos cuantos párrafos más, destinados al tratamiento que los telediarios vienen dando a la actual y nevosa estación invernal:

“Desde hace bastante tiempo a esta parte, los noticiarios (de radio, pero sobre todo de TV) se empeñan en convencernos de que cada noticia que nos transmiten es poco menos que digna del Premio Pulitzer. Si es de una guerra, parece que haya estallado la III Mundial (toca madera); si es un crimen, se convierte en genocidio; si es la erupción de un volcán, se diría que es la del Krakatoa de finales del siglo XIX; y si es una nevada (no hace falta que sea de metro y medio de espesor) el locutor se empeña en convencernos de que ha llegado la enésima glaciación de la Era Cuaternaria.

Es increíble que se convierta en noticia que en invierno hace frío, que la nieve (y a mayor abundamiento el hielo) resbalan, y que en lo alto de un puerto (donde se empeñan en situar al locutor) la temperatura es más baja que en el pueblo situado 15 km carretera abajo. Lo que no explican es que si han llegado allí es porque la carretera está transitable; y menos aún explican por qué se bajan del coche. Porque lo que la gente hace, al coronar un puerto, es seguir viaje y empezar a bajar por la vertiente contraria, con la calefacción puesta a tope (si es que hace falta tanto)”.

Me hace mucha gracia lo de enviar al becario de turno (como locutor) y a un cámara (como sufrido testigo mudo) a lo alto de un puerto para dar fe de que allí están a -14ºC bajo cero. Porque, como ya se dice en el párrafo anterior, si han llegado allí no será a pie y con raquetas de nieve, sino en un vehículo, como todo el mundo. Ya puestos, si en lo alto hay un Parador o simplemente un Bar/Restaurante/Albergue (y no hay riesgo de que empiece a nevar de nuevo), podrían tomarse algo caliente y luego subir a lo alto del monte. Porque un puerto suele estar situado entre dos cotas superiores a ambos lados, y en lo más alto seguro que encontrarían una temperatura de casi -20ºC bajo cero, y la noticia sería más impactante.

Y me pregunto, ¿de qué le sirve al ciudadano que está viendo el telediario en su casa, con la calefacción puesta, saber la temperatura que hace en lo alto de un puerto? Lo que podría importarle más o menos (y la presencia del locutor ya lo atestigua), es que el puerto está abierto y practicable (con o sin cadenas); y como noticia de interés humano y en todo caso, la temperatura que haga en ese pueblo situado 15 km carretera abajo, que es donde hay gente viviendo, y al que baja el personal del Parador que no se quede toda la noche de servicio, manteniéndolo abierto.

Y sigamos con otros párrafos previamente escritos para “La Tribuna”:

Si los habitantes de Canadá, Escandinavia y no digamos Siberia escuchasen estos telediarios, en los que una nevada de dos palmos se nos presenta como una catástrofe que “deja aislados” a los habitantes de ni se sabe cuántos pueblos, se partirían de risa. Porque lo primero que ellos hacen es limpiar la nieve delante de su casa; y entre todos consiguen que el pueblo, al menos, esté transitable a pie. Y tanta más risa les daría cuando la siguiente noticia que verían es cómo un helicóptero desciende para llevarse al hospital a una paciente que precisaba de asistencia médica, y cuyos allegados habían avisado por teléfono de la situación. Y luego una pareja de la Guardia Civil de montaña, con skis, le lleva una medicina a otra paisana que la necesitaba. Si eso es “quedar aislados”, pensaría el de Siberia, ¿qué será lo nuestro?

Lo que yo les preguntaría a estos agoreros y bisoños locutores es cómo creen ellos que sobrevivía durante el invierno la gente de nuestros pueblos (no hace falta irse a Laponia) hasta entrado el siglo XX. Pero hasta hace no mucho más de 130 años (cuando apareció la primera máquina de ferrocarril quita-nieves), cada vez que caía una buena nevada, todo medio de comunicación –absolutamente todo- se quedaba bloqueado, y punto. Porque muchos pueblos se quedaban incomunicados incluso durante meses, y no por ello se morían; de lo contrario el pueblo estaría abandonado en invierno. ¿Cuál era la solución? Bien sencilla: acopiar leña, ropa y alimentos, sabiendo que iban a estar varias semanas sin salir de casa más que para ir a la cuadra o al corral a cuidar y alimentar el ganado.”

Lo de las bajas temperaturas, actualmente, es casi lo de menos; excepto en el caso de los “sin techo”, lamentablemente. Otra cuestión es lo de la vialidad invernal, debida a la nieve, el hielo y, en casos extremos, incluso la niebla; sobre todo si hay un tráfico relativamente intenso, que es lo más peligroso en todos estos casos. Pero si el pavimento está seco (sin escarcha) y no hay niebla, lo de la temperatura exterior es poco menos que irrelevante de cara al tráfico rodado por carretera.

En mi recorrido de pruebas he llegado a tener entre -5ºC y -9ºC bajo cero en múltiples ocasiones. Y he podido comprobar que hay mucha exageración en esa novedosa teoría de que los neumáticos “de toda la vida” (que ahora se llaman “de verano”) no funcionan bien por debajo de +7ºC. No dudo que vayan algo mejor con +25ºC, pero la información rezuma un tufo claramente comercial, para potenciar la venta del neumático “4 estaciones” o directamente el puro “de invierno”. No digo yo que no sean recomendables para quienes viven en comarcas muy concretas; pero para la mayor parte de los españoles –y desde luego para mí- dame un buen neumático que se agarre bien en seco y en agua, que es como rodamos durante el 90% de la habitual utilización. Que de ir con más cuidado sobre piso helado, ya me ocuparé yo, para dos ocasiones al año en las que voy a rodar en tal situación.

Pero la clave del asunto, potenciada por el tratamiento que le dan los medios de comunicación, es que ya no admitimos la menor contrariedad, porque nos creemos dominadores de la Madre Naturaleza; se diría que nos molesta que el clima no sea todo el año el de Abril/Mayo. Porque en cuanto llegue el verano, los telediarios empezarán a mostrarnos termómetros (expuestos al sol en plena calle, y no a la sombra, como debe ser) marcando simplemente por debajo de 40ºC; lo mismo que ahora nos muestran unos que no  bajan tan siquiera de -10ºC, que es cuando empieza a hacer frío de verdad.

Y con ese planteamiento de no admitir molestias, nos quejamos como unas “magdalenas” de los retrasos de todo tipo que tenemos que soportar: que si llego un poco tarde al trabajo, que si los niños llegan tarde al colegio, y que si, viviendo en la periferia, hemos tardado tantas medias horas más de lo habitual para llegar al centro de la capital. Por lo oído en este tipo de declaraciones hechas desde la ventanilla del coche, parece como si la mayoría considerase que tener siempre un tráfico absolutamente despejado y sin obras ni atascos es un derecho constitucional.

Recuerdo que, allá por los años 40s, mi padre acostumbraba a decir: “cuando se va a salir de viaje, como mucho se dice la hora de salida, pero no se promete nunca la hora de llegada; las malas noticias, si tienen que llegar, ya acabarán llegando”. Eran otros tiempos, claro está; sin teléfono móvil, y los fijos con demora de horas en muchos casos. Pero lo que quiero subrayar es el planteamiento prudente frente a los imponderables que puedan ocurrir; y que, de hecho, ocurren tanto entonces como ahora. Sólo que antes los soportábamos con un cierto estoicismo, y ahora nos quejamos de que haga calor en verano y frío en invierno. El colmo es haber tenido que oír que los atascados por la nieve estaban sitiados “sin comida ni bebida”; sin comida, podría ser; pero sin bebida, y estando rodeados de nieve, ya es el colmo. Salvo que esperasen la llegada del San Bernardo de turno, con el barrilito de “Licor Chartreuse” colgado del cuello, para echarse al coleto unos buenos lingotazos.

Desde los lejanos tiempos del primer Homo Sapiens hasta la aparición de las primeras máquinas quitanieves (ferrocarril primero y camiones de tracción total después), el hombre siempre ha estado en la misma situación ante una nevada realmente espesa: básicamente indefenso en cuanto a capacidad de desplazamiento. Las culturas nórdicas (esquimales de Canadá y Alaska, groenlandeses, suomis escandinavos y siberianos) se iban apañando con raquetas de nieve, y con trineos de perros si la nieve estaba lo bastante compactada (recién caída, ni eso); y los de más al Sur, como ya se ha dicho antes, quedándose en casa y a esperar.

No hay que empeñarse en vencer a la Naturaleza, sobre todo en las zonas del planeta poco habituadas a sufrir sus embates; y en según qué ocasiones, incluso en las que lo están. Porque por las malas, la Naturaleza siempre gana: véase lo que ocurre en las grandes inundaciones, nevadas, huracanes, erupciones volcánicas y terremotos. Cuando no había medios de comunicación tan poderosos como los actuales, o cuando la prensa europea o americana se preocupaba exclusivamente de lo que ocurría en su propia casa, en todo el Sudeste asiático ya había monzones con cronométrica periodicidad anual; pero aquí ni nos enterábamos. Tenía más repercusión saber qué “clipper” había vencido en la “carrera del té” trayéndolo desde aquellas tierras, que el número de muertos que pudo haber dejado el monzón anual.

Ya hemos llegado a la Luna, y estamos preparando lo de Marte (no he conseguido enterarme muy bien para qué), pero aquí abajo seguimos a merced de la meteorología. Porque una cosa es la tecnología-punta para el viaje de un cohete espacial (preparado durante meses o años) y otra muy distinta el funcionamiento del día a día de todo un país, o un continente. Y a ese nivel hay que llegar hasta donde se pueda (aunque los nórdicos estén mejor preparados, como es lógico), y conformarse cuando no se puede hacer más.

Volviendo al tráfico, y pensando en un país como el nuestro, tampoco hay que empeñarse en que todo el mundo vaya preparado todos los días de todos los inviernos como si fuese caer la nevada de la década; y sobre todo, en zonas donde habitualmente no nieva con gran intensidad. Aquí es donde resulta fundamental la previsión por parte de las autoridades que gestionan el tráfico y la infraestructura vial; y si hay que cortar una carretera, se hace antes de que tráfico llegue al punto peligroso, donde ya es difícil alojar, auxiliar o permitir darse la media vuelta a quien ya haya llegado a dicho punto crítico.

Porque la gran mayoría seguirá llegando equipada con neumáticos de verano, y con vehículos de dos ruedas motrices; y tan sólo una exigua minoría dispondrá de tracción 4WD, menos aún que sea bloqueable, y todavía menos montarán neumáticos auténticamente de invierno (y a ser posible, claveteados). Así que para la mayoría, la mejor solución es fastidiarse y no salir; al menos si la previsión es la de que va a haber malas condiciones. Pero lo que debe quedar claro es que si se empeñan en ponerse de viaje –porque habían ido a no se sabe donde para ver a la familia y quieren volver a su casa “sí o si”- no se trata de que, con mucha suerte vayan a poder pasar, y con algo menos de suerte, a quedarse atascados. De lo que se trata es de que la Guardia Civil de Tráfico les va a impedir el paso; pasar o no pasar no es algo que se deba dejar a la responsabilidad de cada cual, para que luego ocurra lo de la AP-6.

La libertad de elección estaría muy bien si luego no hay que montar la “operación rescate” para sacar del apuro a los inconscientes que han echado los dados al aire y han decidido intentar pasar a pesar de todo. Es como lo de los arriesgados montañeros que se empeñan en subir tal o cual pico en invierno y por la ladera Norte, porque todavía no lo ha hecho nadie, o simplemente porque es más difícil y tiene más mérito (a los ojos de otros igual de “pirados” que ellos). Pero si vienen mal dadas, a tirar de teléfono móvil, y a que la Guardia Civil del Grupo de Montaña, o los bomberos de la Comunidad, tengan que arriesgarse para ir a buscarles. Y luego nos dicen que los gastos generados se los cobran; si se declaran insolventes (y quizás lo sean), ya me dirán cómo se les cobra.

Otro tanto ocurre en las zonas costeras cuando hay mar gruesa, y el espectáculo de las olas rompiendo es impresionante. Pues, año tras año y década tras décadas, sigue habiendo imprudentes que no se conforman con mirar desde bastantes metros más atrás de donde acaba de llegar mansamente el último centímetro de agua, sino que juegan a avanzar al máximo y retirarse corriendo cuando llega la ola. O simplemente se sitúan en un punto dominante desde donde se ve muy bien, pero sin posibilidad de retirarse fácilmente. Hasta que llega “la ola buena”; y al día siguiente, a salir en la sección de sucesos del periódico.

Por otra parte, y retornando al tráfico, hay un condicionante que está por encima de la tracción total y de los mejores neumáticos de invierno: la altura libre entre los bajos del coche y la capa de nieve. Y digo la nieve y no el pavimento, porque las ruedas se clavan unos cuantos centímetros en la nieve, y esos 15 cm que nos dice la ficha técnica se quedan reducidos a 10. Y cuando el vehículo está “empanzado”, y las ruedas apoyan con poca o ninguna fuerza donde tienen que realizar la tracción (sea asfalto, nieve o hielo), de nada sirven la 4WD o los Hakkapeliitta. Un SUV falso nos da un margen de unos 5 cm más que un turismo; uno auténtico, otros 5 más, y un “todo-terreno” de verdad, otros 5 cm. Y de ahí en adelante, pues un Unimog o un camión de tracción 4×4 o 6×6; y cuando no se puede, pues no se puede.

Si las condiciones no lo permiten y no se puede ir al trabajo, pues no se va; y el mundo no se hunde por ello. Y si los niños no pueden ir al colegio, pues a abrigarlos y calzarlos bien, y a hacer muñecos y tirar bolas de nieve; y se lo pasan “bomba”. Pero la clave es admitir que cuando la Naturaleza se pone un poco seria, es mejor no gastar bromas con ella. Y esa es la última y más importante conclusión: frente a la Naturaleza seguimos siendo muy pequeños, y es mejor admitirlo, por mucho que vivamos en un mundo “conectado a tope”; conexión que, en esas ocasiones, para lo que más sirve es para informarse de que lo mejor es quedarse en casa.