Probablemente haya sido la casual coincidencia de haber publicado hace menos de un mes una entrada sobre una maniobra ilegal (pero que considero inteligente), y la pasada semana la prueba del Renault Talisman con eje trasero direccional, la que me ha hecho asociar ambos conceptos, trayéndome a la memoria una situación ocurrida allá por 1987 (concretamente en otoño), en la que también coinciden los dos conceptos: un eje trasero direccional, y una maniobra (psicológica, no material) que no me atrevo a calificar de ilegal (ya juzgarán Vds), pero desde luego plena de la más rápida y aguda inteligencia.

Por aquel entonces los miembros españoles del COTY (Car Of The Year internacional, aunque básicamente europeo) éramos cuatro: el siempre muy recordado “comandante” Luis Fernando Medina (de “Velocidad”), Sergio Piccione (que en aquellas fechas creo que estaba en “Motor-16”), Eduardo Azpilicueta (director de “Autopista”) y un servidor (representando a “Automóvil”). Eran unos tiempos en los que a los integrantes de dicho Jurado se nos invitaba a las presentaciones de nuevos modelos con cierta antelación respecto al grueso de la prensa del motor; no para adelantarnos en la publicación del contacto, sino para presentarnos el coche con más detalle, con los técnicos y comerciales disponibles en “petit comité”.

Y en ocasiones, como ocurrió en este caso, incluso se segmentaba dicha presentación por grupos nacionales; para minimizar, en lo posible, el problema de la mezcla de idiomas. Por entonces, el inglés todavía no había adquirido el marchamo de “lingua franca” para todo, y era relativamente frecuente que una presentación de Fiat se hiciese en italiano, y una de Renault, en francés; con traducción simultánea a los demás idiomas más frecuentes para quien lo precisase. En el caso que nos ocupa, el coche que se presentaba era la 3ª generación del Honda Prelude, que ofrecía la gran novedad del eje trasero direccional. Como suele ser habitual, las unidades concretas puestas a nuestra disposición correspondían a la versión más potente y equipada, con un motor 2.0 doble árbol de 16 válvulas, y 140 o 150 CV (no recuerdo con exactitud).

Honda acababa de establecerse en el Reino Unido -exclusivamente como fabricante- en Swindon (donde siguen teniendo la fábrica); pero tanto la importación como la dirección comercial para Europa la manejaban desde Offenbach, en Alemania. Y a Offenbach estuvimos yendo durante algunos años para las presentaciones conjuntas a la prensa, cuando se trataba de modelos importados desde Japón. Pero reconociendo que sus habilidades para conectar con la mentalidad europea eran, al menos por entonces (y en la Fórmula 1 hemos visto que hasta mucho después) bastante limitadas, contrataron los servicios de una agencia de Relaciones Públicas del sector gestionada por el prestigioso, pero ya retirado del periodismo activo, Bernard Cahier. Pero si bien nuestro ex-colega Bernardo “Cuaderno” era francés, la agencia estaba domiciliada (quizás por motivos fiscales, o para dar una imagen más neutral) en Suiza; concretamente en Ginebra, junto a la frontera francesa.

La cuestión es que el programa incluía un día completo de pruebas en carretera, con dos coches para los cuatro periodistas españoles, más un tercero (también idéntico) en el que nos acompañaba un joven suizo (muy alto, 1,90 como mínimo) perteneciente a la agencia, que era el encargado de procurar que todo se desarrollase sin problemas. ¡Y vaya si le dimos trabajo!. Salimos de París en dirección Este, haciendo un recorrido por carreteras convencionales, para llegar a comer en Épernay.

Épernay está en pleno corazón de la región francesa de Champagne, y en dicha localidad está radicada, entre otras varias más, la famosa bodega Moët-Chandon (la del mítico “Dom Perignon”), donde íbamos a comer, tras de la reglamentaria visita a sus cavas. Visita en las que nos enseñaron botellas centenarias, telarañas de más o menos la misma edad, y el conocido (pero lento) sistema de, sobre unos “pupitres”, ir girando las botellas a mano (ahora ya a máquina) un octavo de vuelta y un poco más cabeza abajo cada vez, para que los sedimentos se vayan depositando junto al primer corcho, para luego proceder al “degüello” y posterior, segundo y definitivo encorchado. O sea, lo del también famoso (allí todo es famoso) “Méthode champenoise”, que está patentado y no se puede citar en las etiquetas de vinos espumosos similares, pero de distinta procedencia geográfica.

Cumplido el ritual de la visita a las cavas, pasamos al aperitivo y la comida, que ya se puede suponer con qué clase de líquido estaban ambos debidamente lubricados. En la comida, aparte de nuestro guía y protector, nos acompañaban una persona de la bodega y un matrimonio norteamericano (que daban toda la impresión de estar forrados) que también había realizado la visita, pero por separado; en total, ocho comensales. Como ya se puede suponer, la calidad de la comida estuvo más o menos al nivel de la bebida.

Y también de alto nivel fue la maniobra estratégica de Sergio, que se dedicó todo el rato, gracias a su muy fluido dominio del inglés, a darle “palique” a la norteamericana (que estaba de muy buen ver, y a mí me recordaba mucho a la actriz de cine Lee Remick). Mientras tanto, su marido escuchaba embelesado las explicaciones sobre el “Méthode champenoise” que le seguía dando el representante de la bodega. Pero el deber se impuso, y al acabar la larga sobremesa, salimos de retorno hacia París, cada cual por su lado. Nuestro itinerario buscó la autopista lo antes posible, pues de carretera ya habíamos hecho más que suficiente por la mañana; y después de la comida, no era cuestión de andar agitando demasiado el cuerpo con curva va y contracurva viene.

Así que, ya anochecido y en la autopista, nos pusimos a una marcha sin duda ilegal, pero tampoco excesiva, pues iríamos sobre 140 o como mucho 150 km/h, cuando el límite era de 120 (o quizás 130, no recuerdo). Íbamos primero los dos coches ocupados por los periodistas, y detrás nos seguía fielmente el larguirucho suizo. El caso es que, siguiendo la tradicional costumbre francesa de aquella época (y quizás sigue siendo actual; no tengo referencias directas), había un radar instalado unos pocos kilómetros antes de llegar a un peaje. Y ¿cómo no?, a la entrada del peaje estaba la pareja de motoristas de la Gendarmerie, junto a sus percheronas BMW bicilíndricas. Y también naturalmente, señal para que aparcásemos a un lado, comunicación de que nos habían pillado a no sé qué velocidad ilegal, y que había unas multas de no recuerdo cuantos francos. Multas a pagar al momento y al contado, puesto que todos los infractores éramos extranjeros, y la Hacienda francesa no estaba dispuesta a que nos esfumásemos sin pagar.

Y aquí viene el primer golpe de ágil e inteligente maniobra: el suizo les pidió a los gendarmes un momento de armisticio antes de que se pusiesen a escribir; se lo concedieron, y entonces sacó un teléfono (o quizás lo llevaba instalado en su coche) y se puso en contacto con su jefe Cahier. Le explicó el predicamento en el que nos encontrábamos, la “pasta” que le iba a costar a Honda pagar la multa (por supuesto nos había dicho que ellos –la agencia- se encargaban de todo), y el tiempo que íbamos a perder antes de llegar a la cena en París. Cena en la que íbamos a encontrarnos con nuestro bien conocido compadre Bernard Cahier, que iba a hacer de anfitrión al cierre de nuestra prueba.

Acabada la conversación telefónica, nuestro guardaespaldas se dirigió a los gendarmes, y los tres se apartaron unos metros para hablar a solas con mayor libertad. Intercambiaron unas tarjetas, apuntaron algo en ellas, y en cuestión de un par de minutos, el suizo volvió hacia donde nosotros cuatro esperábamos la sentencia, y nos dijo que nos podíamos montar en los coches, y salir de allí de inmediato; previo pago del peaje, claro está, puesto que todavía no lo habíamos cruzado. Cada pareja, dentro de nuestros respectivos coches, íbamos dándole vueltas al asunto de cómo se había podido resolver la situación tan fácilmente en apariencia, puesto que los gendarmes ni tan siquiera se habían puesto en contacto (por la radio de sus motos) con sus jefes más o menos directos. Así es como llegamos a París y, como es lógico tras los primeros saludos, le preguntamos a Bernardo (como habitualmente le llamábamos) por la mágica resolución del incidente.

Y aquí viene la segunda y todavía más astuta parte de la historia, tras de la idea del suizo de contactar con su resolutivo jefe. Y es que Cahier le dijo a su subordinado que, con mucha diplomacia, les dijese a los gendarmes que en el garaje de Honda en París había una moto 900 Bol d’Or (CB-900 F2) de las que en los días 19 y 20 de Septiembre acababan de participar (y ganando) en la competición de las 24 Horas en el circuito Paul Ricard en el Sur de Francia. Y que si tenían el detalle de pasar por alto el “ligero” exceso de velocidad y no enrarecer las relaciones de Francia y su Gendarmerie con la prensa internacional del motor, el próximo viernes a última hora de la tarde podían pasarse por el garaje para recogerla y devolverla bien el domingo por la noche, o bien el lunes siguiente a primera hora; y así tenían sábado y domingo para disfrutarla un día cada uno de ellos. Está claro que aceptaron, y asunto zanjado.

La versión F2 (Fórmula 2) de la CB-900 Bol d’Or era la de competición de Honda para pruebas de resistencia, estrechamente derivada (aunque muy bien “retocada”) de la de serie, que ya no se comercializaba desde un par de años antes. Pero para correr, se seguía utilizando la 900, mucho más ágil y ligera que la 1100 que le había sustituido en la venta al público. Tenia un motor, todavía de los refrigerados por aire, de doble árbol con cuatro carburadores Keihin y rendía 95 CV a 9.000 rpm (de serie, y algo más la F2); alcanzaba (también de serie) los 210 km/h. Sin duda, un bocado muy apetitoso para poderse dar un buen paseo por parte de unos aficionados.

Y aquí radica el afinado juicio que Cahier debió realizar en cuestión de unos pocos segundos cuando le comunicaron por teléfono lo que pasaba: el exceso de velocidad, el radar, la inminente multa, el pago “a tocateja”, el hecho de que los denunciantes eran una pareja de motoristas, y acordarse de la feliz coincidencia de que en el garaje tenían la 900 Bol d’Or. Pero la oferta era un arma de doble filo porque, al fin y al cabo, se trataba de la proposición de un soborno; no económico, ciertamente, pero sí en especie (aunque con devolución al cabo de dos días). Y de encontrarse con dos (o simplemente uno de los dos) con un concepto absolutamente estricto del cumplimiento del deber, el remedio pudo haber sido peor que la enfermedad.

Pero lo que sin duda Cahier tuvo en cuenta, y sopesó debidamente, es el carácter un tanto especial de los agentes motorizado sobre dos ruedas. Creo que, en casi todos los países, este destino se asigna a voluntarios que lo piden expresamente; y casi todos ellos son aficionados al mundillo de la moto, y a su primera derivada de competición. No tenemos más que recordar las habilidades acrobáticas que con motivo de las Vueltas Ciclistas, les vemos realizar a los motoristas de escolta (gendarmes y agentes de la Agrupación de la Guardia Civil) y a los pilotos que llevan a la grupa a los cámaras de televisión. De modo que don Bernardo hizo sus cálculos, se arriesgó y obtuvo un triunfo clamoroso; y la 900 Bol d’Or de aquel año no sólo sirvió para ganar las 24 Horas, sino también para salvar a su fabricante de pagar una sustanciosa multa.

Por otra parte, la pareja de gendarmes no tuvo por qué quedarse con muy mala conciencia; sabían perfectamente que el hecho de que unos coches nuevos, de alta tecnología, perfectamente revisados para una presentación internacional y manejados por periodistas especializados hubiesen superado en 20 km/h el límite legal en autopista no suponía el menor problema para la Seguridad Vial. Todos sabemos (y los agentes tanto como el que más) que los límites suben y bajan en función de qué partido (y de qué ideología) esté en el poder, y de circunstancias como la mayor o menor exacerbación del tema de la ecología, la economía de consumo o la contaminación. Pero la auténtica seguridad es algo muy distinto de una cifra de velocidad máxima genérica a cumplir por todo tipo de coche y en cualquier circunstancia.

Así que aquí tenemos otra vez dos actuaciones no muy legales pero francamente inteligentes, y sin el menor perjuicio para terceros. Por una parte, un discreto soborno a unos agentes de la ley, gracias al cual se evitó una multa; pero sabiendo que la infracción no suponía ningún problema ético de seguridad. Porque la misma velocidad, un par de cientos de kilómetros más hacia el Este, en una autobahn alemana, no supone infracción alguna. Y por parte de los gendarmes, también sabían exactamente lo mismo; y a cambio de hurtarle a la Hacienda francesa el ingreso de una multa, pudieron disfrutar durante un día cada uno de una moto muy especial. Eso sí, es de suponer que al volver a montarse en su BMW patrullera el lunes siguiente, sin duda echarían en falta la agilidad y las prestaciones de la Honda. Pero es que no se puede tener todo en esta vida; o al menos, fuera de algunos momentos mágicos y muy especiales, como los que sin duda disfrutaron al manillar de la 900 Bol d’Or.