Amigas y amigos,

Hoy hace frío. Albricias. Las campanas de Notredame. Aleluya.

Hasta aquí el parte meteorológico que acostumbro a ofrecerles en este bonito espacio de cine y conversación.

Y ahora vamos a meternos en el barro con el gran estreno de esta semana y una de las grandes superproducciones del año: Napoleón.

La firma Ridley Scott, un director que es capaz de lo mejor y de lo peor. Y de lo mejor de lo mejor y de lo peor y de lo peor.

Todos sabemos que es el director de Blade runner, Alien o The martian y como soy buena persona voy a olvidarme de las malas. Napoleón cae en el lado de las malas. No de las muy malas: solo de las malas.

La película pretende explicar la historia de Napoleon Bonaparte, aquel señor francés que un día fue dueño y señor del mundo. Un genio de la estrategia, emblema de un país cansado e icono de los ególatras del mundo y que murió en circunstancias extrañas a los 51 años.

Dicho esto, si alguien tiene la intención de ir a ver esta película para aprender algo de historia lo mejor es que vaya a una librería y compre una biografía del personaje, porque Napoleón no va a aclararle nada de nada. Uno ve la película y no consigue entender una mierda de ese señor. Ya sé que es ficción y demás, pero al tratarse de un personaje real uno espera algo de base.

No es el caso.

Las batallas son espectaculares y se nota que el presupuesto es monumental, pero cuando se trata de hablar del personaje la cosa se desmadra.

La elección de Joaquin Phoenix para interpretar a Napoleón podría parecer un gran acierto de entrada, pero para que lo hubiera sido debería haber contado con un realizador que lo pusiera en vereda y Ridley Scott deja que Phoenix haga lo que le sale de la entrepierna. No hay freno al festival de gestos, sonidos guturales y posturas imposibles que el actor dedica al emperador. Llega un punto en que el espectador cree estar viendo una película de los Monty Python. No, no estoy exagerando.

De las escenas de sexo no voy a hablar, pero es imposible contener la risa. Imposible. No sé si algún consultor explicó a Phoenix la forma que tenía Napoleón de hacer el amor (yo he leído algunos libros sobre el tema y no recuerdo que se mencionara el tema, pero seguro que hay gente que domina el tema mucho más que un servidor) o es que al actor le dio un ataque de creatividad y nadie fue capaz de decirle que parara.

En cualquier caso, ese enorme desequilibrio entre la parte bélica y guerrera de Napoleón y su vida íntima y personal causa un terremoto conceptual imposible de superar. Por eso el filme es tan delirante: dos horas y cuarenta y cinco minutos de nada.

Lo bueno, más allá de las batallas, es la presencia de un impresionante Rupert Everett interpretando al Duque de Wellington. Hace mucho tiempo que no veía a Everett en nada relevante y parte de su ausencia se debe a su carácter que hizo que le incluyeran en una de esas listas negras a las que van a parar los tipos complicados: tipos que la lían en los rodajes o que son un infierno para los compañeros del gremio.

Sea como sea, Everett es lo mejor de la película y la demostración de la energía que puede llegar a desprender un personaje cuando el que lo interpreta se empeña en meterse en su piel. Obviamente, se come a Phoenix y a la película solo le faltaba ese detalle para acabar de despeñarse.

En fin, no se la recomiendo. Ya la he visto yo para que ustedes no tengan que verla.

Abrazos,

TGR