Nunca nadie lo dice, pero estoy seguro de que muchos lo pensamos. Para mí lo sorprendente de un coche no es que se ponga a trescientos o que acelere de cero a cien en 2,8 segundos. Lo sorprendente, lo que me deja perplejo cada instante cuando conduzco, es que yo pueda controlar el coche con facilidad. No me refiero a controlarlo en una carretera de curvas, apurando la frenada en apoyo, cuando al morro le cuesta entrar, doy un golpe al volante para colocarlo y sigo frenando para que entre mejor el morro, a la vez que tengo que corregir ligeramente porque el coche ha girado demasiado y estoy entrando en la curva a contravolante. Eso, que hasta para escribirlo me pongo de través con el teclado girado, es lo de menos.

Lo mágico de los coches no es que Fangio llevara aquellas carrocerías con forma de torpedo cruzadas bajo el diluvio, sin otro lugar al que sujetarse que el volante, con medio cuerpo por fuera de la nada, con un volante del tamaño de un autobús y con la barra de la dirección entre las rodillas.

Lo mágico es que en cualquier ciudad, en cualquier carretera, los coches se crucen a 100 km/h sin abalnzarse unos sobre otros, o que frenen en un semáforo uno detrás de otro sin formar una montaña de chatarra, o que se esquivan en un cruce… conducidos por seres en cuyos genes, durante milenios, ni siquiera existía adaptación para manejar las riendas de un caballo.

La magia es que giremos el volante y que el coche no siga recto sin control. ¿Por qué gira un coche al girar el volante? Nunca antes del primero, en la historia de la humanidad había existido un cacharro que tuviera que girar por sí mismo. Siempre había un animal que tiraba de él y que lo hacía girar. Me maravilla que por girar unas ruedas tan pequeñas, una masa de dos toneladas obedezca y siga a las ruedas cuando va a 40 km/h. Que ese principio nos permita meter en una ciudad miles y miles de coches que, con un volante y un freno sean guiados por unos conductores, cuyos antepasados de hace 200 años nunca imaginaron que una cosa así pudiera existir, me paraliza (y me impide escribir con frases de sujeto, verbo y predicado)

Siempre, a la salida de un semáforo, cuando el siguiente está en rojo, recuerdo el libro de Astérix y Cleopatra y las legiones romanas en formación. En una de las batallas, cada uno de los comandantes da órdenes diferentes al escuadrón (de unos 100 soldados). Me lo invento: ¡En rombo! dice uno, ¡En marcha! dice el otro, ¡Al tresbolillo! dice el tercero y en mitad del escuadrón los legionarios romanos se pelean entre ellos y saltan por los aires incapaces de avanzar porque cada uno quiere ir hacia una dirección diferente.

Todavía me sorprende que en las aglomeraciones de coches no suceda lo mismo. Que con un volante, un pedal de freno y un acelerador cada caonductor haga con su coche lo que pretende. Que seamos capaces de esquivarnos unos a otros, de frenar en las luces rojas y de salir todos a la vez cuando corresponde.

Si Carlos V, rey de reyes y del mundo, viera una máquina infernal de estas en su retiro de Yuste, hubiera creído en Tamariz. Nosotros, en cambio, tan tranquilos, como si esto fuera lo más normal del mundo. Como si hubieran existido de toda la vida de Dios.

La magia quizá no exista, pero un coche se le parece mucho.