La intuición me dice que cuando alguien deja de creer en Dios también deja de jugar a la lotería. Incluso diría que para medir si alguien es creyente o no habría que preguntarle si juega a la lotería y no si tiene fe en Dios. La razón no puede dilucidar si uno mismo tiene fe o no la tiene.

Fe del «yo me lo merezco», o del «no puede ser que a mí no me toque nunca», que sólo puede estar basada en la fe de una fuerza que gobierna el mundo. No sé qué hacía Dios con los dados, pero merezco que marque el desgnio de las bolas de la lotería para que el premio corresponda al boleto que tengo yo en el bolsillo.

Ayer decía una amiga: «Los atascos se pasan mucho más rápido pensando en qué vas a hacer cuando te toque la lotería». Versión moderna de lo que sucedía cuando las bisabuelas se reunían para rezar el rosario.

Me duele que este Estado aconfesional emplee dinero en promocionar loterías y juegos de azar. Creerán (los muy crédulos) que todo lo invertido se recupera y multiplica con impuestos. Pensar así es un error de concepto, un cálculo pobre, una visión cortoplacista. Pensar sólo en lo inmediato. Olvidarse de que la riqueza se consigue mediante el trabajo, la transformación de la energía, el esfuerzo.

El Estado recaudaría mucho más si los ciudadanos no perdiéramos un minuto en pensar ni en la lotería ni en Dios. Si dedicáramos los atascos a fantasear novelas o a buscar qué valor añadido podemos aportar a las empresas que conocemos, a las comunidades de vecinos, a la mejora del tráfico o cómo ligar con aquel ser que nos tiene abducidos.

La lotería, las múltiples loterías de este país, no deberían estar apadrinadas por el Estado. No hablo de prohibirlas, que sería perjudicial porque aparecerían mafias y porque el libre albedrío permite crecer y educarse. Pero promoverlas es un error garrafal. (Como dice Millás ¿qué querrá decir garrafal?)

A mi juicio, la lotería es más perjudicial para la ciudadanía que las drogas, el sexo de pago, el tabaco y el alcohol. Los Estados no debieran potenciarlas. Los ingresos que perciben por los impuestos de los juegos de azar son despreciables frente a todo lo que dejan de ganar.

La riqueza está en una ciudadanía idealista, que crea sueños alcanzables con el trabajo, que se entretiene en buscar las ventajas e inconvenientes de cada posibilidad, que no pierde el tiempo en intentar ser el elgido de Dios y que sabe que no queda más remedio que agarrar el pico y la pala para construir ese castillo de príncipes y princesas que de pequeños nos dijeron que algún día podía ser nuestro.

(Buena suerte a todos, todos, por cierto)