(Viene de aquí)

Durante la mañana del último domingo de agosto aprovecho para darme un baño y jugar con las olas y mis ahijados en las aguas frías de Valdoviño. El agua está fría y apetecible. Las olas dan mucho juego. Dejarse arrastrar por ellas desde donde rompen hasta la orilla es uno de los placeres que conservo desde mi niñez, en los pocos días en que el Mediterráneo daba juego.

En el mar de Galicia las olas están presentes continuamente y el agua está muy fría, por lo que no puedo pasar horas y horas haciendo de tabla de surf con mi cuerpo. Pero lo que aguanto lo disfruto y hago hueco para unos pocos percebes y un poco de rape en algún restaurante aledaño. Hoy además toca regreso en moto a Madrid, por lo que conviene disfrutar de las últimas horas de sol y playa.

Para iniciar el regreso tengo la moto aparcada en Carballo, al lado de la autopista AG-55, que empalma con la A6 y que debe de llevarme hasta Madrid. Cuando mis amigos me dejan en la moto y coloco el equipaje, la temperatura es de 26 grados y luce el sol.  He leído que me espera lluvia en el viaje de regreso a Madrid, pero de momento luce el sol.

Lleno el depósito en la última gasolinera antes de abandonar la autopista y me pongo toda la ropa de abrigo que llevo en la moto. La temperatura ha bajado a 23 grados y empieza a chispear. Una camiseta térmica, un forro polar, un anorak fino, la chaqueta de verano de la moto y un impermeable estilo canguro por encima de todo. De pantalones me pongo los vaqueros y un pantalón impermeable fino por encima. La botas que he llevado todos estos días, que no son de moto pero que protegen bien los tobillos, y me lanzo a la autopista de nuevo.

La ropa, aunque parece mucha, me deja conducir bien. A diferencia de los coches, donde conducir correctamente con mucha ropa es imposible porque los brazos no tienen movilidad suficiente, en la moto no voy nada incómodo con mucha ropa. La única dificultad llega en el peaje. Tengo que sacarme los guantes (de entretiempo) y buscar la tarjeta de crédito entre la ropa. La he dejado preparada en el primer bolsillo de las mil capas, pero llegar a él, con el casco puesto que impide ver las cremalleras, no me resulta sencillo. El coche que espera detrás de mí debe de estar pensando que no le valía la pena pagar el peaje con tanta espera. Lo siento, no puedo hacer más.

Al poco de dejar el peaje y entrar en la A6 empieza a llover más. Tengo ropa de moto adecuada para ir bajo la lluvia. En Madrid. No la he utilizado nunca bajo la lluvia, pero sí algún día de invierno en los que he hecho pruebas para el motorista novato. Cuando salí de Madrid el viernes, con más de 30 grados, ni pensé que fuera a lloverme, ni pensé que fuera a hacer frío. Ni tenía dónde colocarla.

Mi BMW F800 R tiene puños calefactables. Bajo la lluvia, que empieza a arreciar y a menos de 20 grados centígrados, los pongo para que me dé calor en las manos.

Desde que entro en la A6 y hasta Lugo llueve de forma intermitente. A ratos con fuerza notable, pero sin continuidad. La moto va perfectamente con el asfalto mojado. De los modos de conducción he elegido el indicado para lluvia y no tengo ningún problema. Voy a una velocidad de entre 100 y 120 km/h de forma muy confortable. Lo único que me molesta es el agua en la visera del casco, que no lleva limpiaparabrisas. Yo había imaginado que con el viento, el agua desaparecería rápidamente de la visera. Había imaginado mal. Incluso después de llover, cuando nada salpica en el casco, las últimas gotas permanencen mucho rato antes de secarse o de escurrir hacia la parte posterior. Utilizo el guante periódicamente para limpiar la visera y funciona mejor de lo esperado.

Desde Lugo a Ponferrada no llueve, pero desde Villafranca del Bierzo empieza a adivinarse un cielo negrísimo a lo lejos. Está tan negro que parece imposible, por lo que sigo adelante. Nunca he visto un cielo tan negro de día, por lo que no me lo creo. Me da miedo, pero no soy capaz de creérmelo. Sigo adelante con buena temperatura y pienso que no hay mejor forma de secar la lluvia pasada que seguir.

Cuando paso por Ponferrada el negro ya es de tan negro violáceo. Pero sigue sin llover. Los primeros goterones me caen a la altura de Membibre. Cada gota es como una taza de café, pero caen dispersas. Hasta que el cielo se derrumba sobre la carretera y la temperatura baja de golpe a trece grados. Llueve tanto que no sé dónde parar. No hay lugar en el que detenerse, salvo bajo un puente, pero me he quedado tan mojado en medio minuto que no tiene ningún sentido parar debajo de un puente. ¿Qué puedo hacer mojado bajo un puente?

Sigo hasta encontrar algún lugar en el que tenga sentido pararse. Además, acaba de encenderse la reserva. Me da por lo menos para 50 kilómetros más. Por eso no hay problema. Reduzco la velocidad a 80 km/h, quizá por el frío, pero también porque parece imposible ir más rápido. Llueve como en una cascada.

Me siento muy seguro con la moto sobre el río en el que se ha convertido la autovía. Sorprendentemente, la moto ni se inmuta. A 80 km/h adelanto coches como si estuvieran parados. Quizá lo están, pero no me da tiempo a fijarme en ellos. Seguro que ven peor que yo y no se atreven a pasar de 50 o 60 km/h. Los limpiaparabrisas son inútiles cuando el cielo abre las compuertas sobre de tu coche.

En la moto, con casco, se ve igual de bien o de mal que cuando llovía menos. En unos diez kilómetros, no recorro más bajo el aguacero, llego casi a la cumbre del puerto de El Manzanal. Las piernas me tiemblan con temblores que no puedo controlar. Llevo al máximo la temperatura de los puños calefactados. Casi molestan de lo calientes que van. Hay una gasolinera y paro en ella. Sin prisa. Ya no hay nada que hacer. Me meto bajo el techo de la gasolinera al lado de un poste. Entro a la tienda antes de repostar y a cada paso que doy, me sale agua por la caña de las botas. Tengo el cuerpo completamente mojado, como esta mañana cuando estaba bañándome feliz en la playa de Valdoviño. Pero con muchísima ropa. Pregunto por un lugar para alojarme.

—¿Hacia dónde vas?

—Hacia Madrid

—Lo más cerca es Astorga, a 25 kilómetros.

—No sé si llegaré.

—Sí hombre sí.

No estoy tan seguro. El diluvio es imponente. No puedo estar quieto, porque me muero de frío. De nada me sirve estar en la gasolinera, mojando todo el suelo, porque no hace calor. En la moto al menos tengo los puños calefactados que parece que no, pero dan calor. Y necesito quitarme la ropa. Sigo.

LLeno el depósito, pago con billetes empapados (no funciona la tarjeta de crédito por la tormenta) y arranco la moto. Salgo otra vez bajo el aguacero. Llueve sobre mojado.

Apenas dos kilómetros después de la gasolinera corono el puerto y al otro lado se divisa completamente despejado. Rápidamente empieza a subir la temperatura hasta 20 grados y a pesar de que estoy completamente mojado, a 20 grados, que luego son 21 y luego 22, noto calorcito. Los puños siguen a tope y soy consciente de que no tengo ningún sistema mejor para secar la ropa que seguir en la moto. Dejo de tener frío y cuando paso por Astorga decido aprovechar el buen tiempo y continúo a 120 km/h camino de Madrid. En otros momentos, con ropa de verano, el aire en la moto a 23 grados me parecía frío. Ahora mismo, desconozco el motivo, abrigado pero con toda la ropa mojada, el aire a 23 grados me hace sentir bien y pienso que sirve para secar la ropa.

Sigo y sigo sin inconvenientes, sin frío, con los puños calefactados al mínimo hasta que cerca de Benavente, todavía a 265 kilómetros de Madrid y acercándome a las nueve de la noche, veo rayos en el cielo. Si no lloviera creo que seguiría hasta Madrid, pero si vuelve a llover puedo pasar mucho frío.

Me detengo en el primer lugar de carretera que veo en Benavente. No son muy amables. No me consiguen un secador. Pero el agua de la ducha es abundante y caliente y me sienta muy bien.

Al día siguiente es lunes y tengo que estar pronto en Madrid. Salgo de Benavente a las seis de la mañana, con la ropa casi seca que he tendido por la habitación lo mejor que he podido y llego hasta Madrid después de un repostaje. No cojo autopista. Llueve muy ligeramente entre Adanero y Villacastín. Nada reseñable. Disfruto por la carretera. A las nueve de la mañana estoy en casa. Nadie recuerda ya la pesadilla de ayer.