Políticos, ciudadanos, fabricantes y periodistas, todos, hablamos de coches eléctricos. Pero, de todos nosotros, ¿quién ha conducido una unidad durante más de una hora seguida? ¿Quién lo ha tenido durante un mes, día tras día, para ir al trabajo, para salir de paseo los fines de semana, para acercarse al restaurante favorito? ¿Quién lo ha conducido en las mañanas heladas de invierno y quién lo ha llevado en los atascos tórridos de verano?

Nadie de nadie. Hablamos de eléctricos sin tener ni idea de qué hablamos.

La primera vez que conduje un coche eléctrico fue en 1992. Era un Seat Toledo Eléctrico, un prototipo, con baterías convencionales. Aquel coche iba muy bien. Lo conduje durante unos 40 minutos, con fuertes acelerones para ganar velocidad antes de llegar a una curva para que el fotógrafo (¿Pepe Robledo?) pudiera hacer fotos con el coche medianamente apoyado. A los 40 minutos las baterías estaban agotadas.

Desde entonces hasta hoy he conducido algunos eléctricos más, unos siete u ocho, algunos con pila de combustible. Todos muy silenciosos. Pero nunca he llevado ninguno más de 30 minutos, nunca he tenido la oportunidad de probarlo con lluvia, con calor, de medir sus prestaciones, de probarlo en un atasco, de subir una fuerte rampa de un garaje, de poner el aire acondicionado (no recuerdo ninguno que tuviera aire acondicionado), de intentar adelantar, de frenar por emergencia o de dar una curva enlazada.

La industria, los políticos, el medio ambiente, el Salón del Automóvil de Ginebra, todos, nos venden coches eléctricos. No puede haber más humo, pero yo necesito probarlos, contar hechos, no aventuras. Conocer el consumo real, no el homologado en un recorrido y condiciones que nada tienen que ver con una utilización normal.

La industria está realizando inversiones sustentadas sobre humo. No conocen cómo responderemos los clientes, porque todavía no hemos podido probar los coches. Esas inversiones suponen elevado riesgo en una situación de mercado débil y de márgenes reducidos.

Como siempre, acertar con la estrategia adecuada es difícil. Ser conservador y apostar durante unos años más por el mercado tradicional, que sin duda representará el grueso de las ventas durante muchos años, puede suponer un riesgo por pérdida de imagen tecnológica. Seguro. Pero también es seguro es que la transición será lenta, lentísima, y si las empresas dejan de invertir en buenos motores de gasolina y Diesel, que consuman y contaminen menos, las pérdidas por el paso a los eléctricos serán mayores que las ventajas.

Si se equivocan los fabricantes que más apuestan por la energía eléctrica, si las ventas no se corresponden con las inversiones, sus recursos pueden quedar maltrechos y las inversiones futuras comprometidas.

El Estado español promete grandes ayudas para la compra de vehículos eléctricos. Ese impulso estatal desvirtúa el mercado, puede llevar a engaño a los clientes y a las empresas y aumentar el descalabro del déficit público español.

No reniego de la tecnología y la innovación. Mucho menos de los coches eléctricos. Me haría feliz que fueran útiles, prácticos y maravillosos para los propietarios. Nada sería mejor para esta industria que conseguir buenos coches que no contaminaran. Pero de momento todo es humo. Humo no contaminante, quizá, pero tan peligroso o más que el que contamina si no somos conscientes de que no podemos edificar sobre él.