Lo sé, ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me dirigí a ustedes hablándoles de una buena película, pero –por fin– aquí la tenemos.

Antes podría ilustrar al amable lector que perseguía mis deliciosas opiniones sobre la última película de Woody Allen (aquella cosa de Antonio Banderas cuyo título estoy intentando olvidar lo más rápidamente posible). Seré breve: no.

También podría hablarles de Boardwalk Empire, la nueva serie de HBO cuyo piloto ha dirigido el gran Martin Scorsese (su documental sobre Elia Kazan fue lo mejor de Venecia, qué inteligente y articulado que es este señor) y que amenaza con ser una obra maestra de descomunales proporciones.

He visto tres episodios y aún estoy babeando, lo cual podría interpretarse como una buena señal. Hablaré de ello en el próximo post, espero que les guste la tele porque este año –Dios mediante– volverá a ser importante.

Podría incluso hacer algo ilegal y hablar de una serie de zombis que se ha presentado en première mundial –y secreta– en Londres y que es impresionante. Pero no puedo decir que la he visto porque he firmado un papel prometiendo no hablar del tema hasta el 18 de octubre, así que retiro todo lo dicho hasta ahora, no sea que vengan a por mí. No saben ustedes/as como son estos/as de las multinacionales.

En fin, que llegamos al auténtico motivo de este post de hoy, que espero gusten de leer aunque no recomiende incendiar ninguna sala ni castrar a ningún actor/director. No es que mi humor haya mejorado, de hecho sigo odiando al niño del móvil con música de medio pelo que me obliga a oír sus canciones favoritas me gusten o no, y al tipejo que pone los pies en el asiento de delante y la señora que se corta las uñas y se depila las cejas en el autobús o el tren… pero esa es otra historia. El caso es que he visto una buena película y me apetece compartirlo con ustedes/as, que comparten mi locura cada cierto tiempo.

He visto en Londres Buried, la película dirigida por un españolito llamado Rodrigo Cortés sobre un señor que se despierta un buen día (quizás lo de buen día no sea del todo justo) enterrado en algún lugar, con la sola compañía de un móvil y un montón de preguntas inicialmente eclipsadas por la incomodidad que provoca el hecho de que a uno le entierren vivo.

El actor que se mete en un papel tan completo tiene el mérito de ser el –anteriormente memo– marido de Scarlett Johansson y actor de medio pelo cuyas obras maestras incluyen cosas como La proposición, aquella magistral comedia con Sandra Bullock que arrasó en Estados Unidos y que provocó el suicidio de varias colonias de ardillas y de un ciervo allí en Alaska dónde se rodó.

La cuestión es que Reynolds se toma por primera vez en su carrera en serio a sí mismo y construye un personaje que es capaz de transmitir todo el ramillete de emociones humanas con la ayuda de un móvil y de una caja. El actor (por fin se merece que lo llame así) demuestra que es un hombre con talento y no sólo el marido de una tía buena y el poseedor de una cara bonita.

Obviamente el gran artífice de esta transformación no es otro que el excelente Rodrigo Cortés: el tipo piensa y dirige y hace las dos cosas muy muy bien… va a tardar unos diez minutos en trabajar en Hollywood y se lo ha ganado. Qué estilazo y que clase amigos/as.

Pensarán ustedes que cómo coño se puede crear tensión durante una hora y media en una caja de madera. Pues se puede, es sólo cuestión de tener un armazón narrativo y no tratar al espectador como si fuera una piñata humana.

Durante el metraje de Buried me sorprendí a mí mismo al no mirar ni una vez el reloj o removerme en el asiento pensando si tendrán el azúcar de oferta en el Carrefour. Les aseguro que hace muchas semanas (muchas) que no me pasaba.

Vayan ustedes/as a verla y cuéntenme…

Abrazos/as,

T.G.