Les quiero hablar de una película que vi ayer.

Yo me dedico a ver películas (y series) para vivir. Veo unas 500 pelis al año, peli arriba, peli abajo. No las apunto en ningún lado, pero veo como mínimo una al día, a veces dos.

Así que, más allá de lo sólido que sea o deje de ser mi criterio, el fondo de archivo está ahí. Si multiplicamos eso por los 25 años que llevo dedicándome a este asunto me salen (de nuevo, más o menos) unas 12.000 películas. Más unas 7000 que vi desde a los 12 años me regalaron un video VHS y una suscripción a un videoclub. Aquello duró hasta el 96. Cuando cerraron me dieron las fichas en las que escribían las pelis que alquilé: había 6990 películas en esas fichas.

Digamos que en mi vida habré visto unas 19.000 películas. No son pocas. Seguro que hay personas que han visto más, pero no son pocas.

En todos estos años en algunas ocasiones he tenido la impresión de estar viendo algo realmente especial. De estar asistiendo en tiempo real a la creación de un clásico. No voy a ponerme a recitar títulos, pero supongo que cualquier cinéfilo/a sabrá de qué le estoy hablando: ese cosquilleo; esa suerte de sentido arácnido que te noquea y te deja flotando.

A algunos les pasa con cuadros, a otros con ciudades; a algunos con la música, a otros con el teatro.  A mí me pasa con el cine.

Ayer fue una de esas ocasiones.

Porque ayer fui a ver The irishman, de Martin Scorsese. Con las expectativas por las nubes, porque –coño- es Scorsese.

Salí de allí como el primer tipo que vio a Lázaro levantarse y andar; como el asistente de dirección que oyó por primera vez a Rutger Hauer decir ‘todo esto se perderá como lágrimas en la lluvia’. Como cuando escuché a un tipo gordo cantando, cuando yo era solo un chaval, ‘Nessun dorma’. Como cuando vi, en el cine Coliseo, El imperio contraataca, y al final Luke descubría que aquel villano de negro era su padre.

Me niego a llamarlo el testamento de Scorsese porque estoy convencido de que este señor seguirá dando guerra unos cuantos años, pero si así fuera: joder con el testamento.

La peli explica la historia de Frank Sheeran, considerado el asesino más prolijo de la mafia italiana en territorio estadounidense, adaptando su biografía ‘He oído que pintas casas’. Lo de ‘pintar casas’ es un eufemismo por aquello de manchar las paredes con la sangre de las victimas por culpa de los disparos en la cabeza.

Robert DeNiro interpreta a Sheeran, en su mejor papel en dos décadas. Desde Heat, en 1995, que no se veía a DeNiro en una cosa igual. Disfrutando de un papel que parece escrito para él: para su goce y disfrute. Acompañándole, un monumental Joe Pesci (si no le dan el Oscar a mejor actor secundario montaré un motín) que ha salido de su retiro para demostrar que como él no hay dos.

Acompaña al dueto, un inmenso Al Pacino, que da vida a Jimmy Hoffa.

Miren. No les voy a dar la turra con los matices más técnicos de la peli. No voy a hablar de la fotografía o del diseño de producción. No voy a hablar de lo mucho que se acercan en este filme el cine de Clint Eastwood y Martin Scorsese (por ese tono crepuscular, desposeído de toda épica, en el que la soledad es una constante y la muerte un alivio); tampoco les diré que es una película hipnótica, cuasi radical en su concepción (dura tres horas y media), que posee lo mejor del cine del italoamericano y unas cuantas cosas extraordinarias que no sabíamos.

Solo les pediré que vayan al cine a verla. No será fácil, porque la programan en muy pocas salas, pero háganse ese favor si les es posible.

Cierto, en un par de semanas estará en Netflix y la podrán ver tranquilamente desde su sofá, pero mi consejo es que busquen un hueco, apaguen el móvil y se dejen engullir por la oscuridad.

Verán una de las mejores películas que yo he visto en 48 años.

Un glorioso tributo al séptimo arte. Algo que puede verse una vez cada década. Un milagro fílmico que nos recuerda lo poderoso que puede ser el cine.

Háganme ese favor, vayan a disfrutar de Pesci y De Niro y Pacino (y Harvey Keitel).

Vean porque Scorsese ha tardado una década en culminar The irishman.

No se arrepentirán. Se lo prometo.

Abrazos/as,

T.G.