Señores y señoras; damas y caballeros,

Un problemilla de salud me ha impedido acudir a algunas de mis citas con ustedes; de hecho, a muchas de mis citas con ustedes. Ya estamos trabajando en ello, aunque igual me lleva un tiempo volver a la normalidad. Lo importante, eso sí, es volver allí: a la presunta normalidad, a la normalidad familiar.

Cuando a uno le pasan estas cosas es cuando más claro se ve lo secundario que resultan otras cosas que hasta ese momento parecían realmente importantes. Pero nada más lejos de mi intención que empezar a hablar como si me hubieran poseído Mr.Wonderful, Albert Espinosa e Isabel Coixet. Ustedes no lo necesitan, y yo tampoco.

Eso no me ha privado de seguir viendo películas y series de mierda. Porque mayormente mi vida es ver series y películas de mierda. No es que antes no fuera así, siempre ha habido series y películas de mierda, pero la cosa ha crecido exponencialmente desde la llegada de las plataformas de streaming y su obsesión por producir sin freno. No digo que no lo entienda, ciertamente cuando tienes ciento veinte millones de usuarios, o cincuenta, o veinticinco, que están todo el día mirando cosas desde su sofá, tienes que tener una inmensa bolsa de chucherías. Así funcionan las huestes del capitalismo desde el principio de los tiempos y el sector audiovisual no es ninguna excepción en este asunto en concreto. Ni en ningún otro, claro.

Estos días he visto toneladas de basura: desde Operación cangrejo a Morbius, de esa cosa llamada 800 metros a esa otra cosa llamada Aguas profundas.

Me voy a parar un momento en esta última, que no tendrá dificultad alguna para colocarse como una de las peores pelis del año, porque como comedia funciona extremadamente bien: una pareja que -presuntamente- mantiene una relación abierta y que empieza a tener problemas por culpa de esa relación -presuntamente- abierta. Ana de Armas hace lo que puede con lo que le han dado, pobrecita mía, pero Ben Affleck (con esa cara de haber descubierto que acaba de perder toda su fortuna en criptomoneda por culpa de un hacker de 13 años) roza el esperpento absoluto.

Reconozco haberme reído con su performance, a medio camino entre un bonsái y un cactus, con esa ausencia absoluta de carisma tan difícil de conseguir. Dirige Adrian Lyne, después de veinte años sin ponerse tras la cámara (él, que había sido el responsable de exitazos como Nueve semanas y media o Atracción fatal).

Añadiré que ahora entiendo que haya estado veinte años sin dirigir nada y espero, con cariño, que tarde veinte años más en regalarnos su próxima obra maestra.

Acabaré este breve retorno, que espero sea solo el principio de una nueva dinámica de relacionarme con ustedes como antes (más a menudo, quiero decir), mencionando la serie que acabo de ver, a las cinco de la mañana de un viernes. Gracias, insomnio crónico.

Se llama El caballero luna y la verdad es que he pasado un buen rato viendo el primer capítulo, sobre todo por culpa de Oscar Isaacs, que es un actorazo descomunal. La cosa va de un tipo que empieza a sospechar que padece un curioso trastorno bipolar: por un lado es un tipo que trabaja en un museo y por otro lado un fiero mercenario. La cosa se complica porque cada día se despierta más lejos de su casa y, encima, un monstruo empieza a perseguirle.

Hay una persecución con un camión de pasteles que casi me hace llorar de risa y hacerme llorar de risa en este momento vital es una cosa enormemente meritoria. No sé hacia dónde irá el show o cómo conseguirá mantener la tensión, pero de momento lo compro todo.

Les escribo de nuevo muy pronto, espero que con algo bueno.

Abrazos/as. Cuídenseme mucho.

T.G.