Buenos días señoras y señores, y viceversa,

 

Sigo en Barcelona (aunque hoy me toca ir a Madrid, y no saben lo bien que me va a ir largarme de aquí unos días, al menos para airearme… si es que no empieza todo el mundo a preguntarme ‘¿oye, qué pasa en Catalunya?’) mirando por el balcón a ver si llegan ya los tanques y los aviones supersónicos. He tomado la determinación de no preocuparme hasta que cierre el paquistaní que tengo debajo de casa. El día que él cierre, entenderé que ha llegado el Apocalipsis. Mientras tanto, a seguir con lo mío.

 

Este viernes estrenan Madre, la última película de Darren Aronofsky, con Jennifer Lawrence y Javier Bardem delante de la cámara. No sabría muy bien por dónde empezar a hablar de esta película. No soy un gran fan de Aronofsky, me gusta mucho (muchísimo) Cisne negro, que podía haber firmado el Richard Donner de La profecía o el Brian de Palma de Doble cuerpo. Me interesó entre poco y nada Pi, y me pareció una película profundamente exhibicionista Réquiem por un sueño. No tengo demasiado que decir de The fountain, excepto que era una auténtica gilipollez. En cuanto a El luchador, es la mejor película de Aronofsky y la que demuestra que (locuras aparte) el tipo es un gran conocedor de la naturaleza humana.

 

Madre empieza con una pareja llegando a una casita donde Cristo perdió la sandalia. Ella está embarazada y él en una suerte de bloqueo creativo (es una especie de poeta con un culto de seguidores determinados a hacerle seguir escribiendo), así que las cosas se van enrareciendo y llegan a su cénit con la llegada a casa del personaje interpretado por la maravillosa Michelle Pfeiffer.

 

No voy a hacer spoilers.

 

Solo diré que la primera parte del filme me parece excelente y una clase magistral sobre la creación de atmósfera, algo que no es tan sencillo como pudiera parecer. Esa parte es interesantísima porque se erige además en una especie de reflexión muy sui generis sobre la maternidad y la dificultad de mantenerse cuerdo ante determinados estímulos.

 

A partir de ahí, Aronofsky se vuelve completamente loco, hasta llegar a un desenlace tan pasado de vueltas que uno no sabe si reírse o llorar (yo opté por lo primero, pero reconozco que tengo un sentido del humor algo enmarañado) y que apela al espectador en tal que entidad emocional contemplando algo inenarrable. Vamos, lo que toda la vida se ha llamado ‘provocar’.

 

A mí nunca me ha importado que me provoquen (en términos artísticos) pero considero que hacerlo de forma sutil es un arte solo al abasto de los muy avezados. Provocar de manera zafia es facilísimo (recuerdo ahora Irreversible, en la que se mostraba una violación de 16 minutos de duración, sin que uno supiera muy bien a qué servía lo mostrado, más allá de demostrar que se puede ser idiota y director de cine, que no es incompatible) y puede hacerlo todo el mundo; provocar sin que no empiecen a sonar todas las alarmas es algo muy distinto. Basta con ver Elle, de Paul Verhoeven, para entender mi razonamiento.

 

La cuestión es saber si ese ‘grand finale’ es coherente con el resto del metraje o no, y para un servidor no lo es. Es solo un golpe de timón que lanza el barco contra el arrecife porque parece que el timonel ya no sabe dónde cojones quiere llevar el barco.

 

Una boutade de manual cuando ya no queda nada por decir.

 

La hostia en la taquilla estadounidense ha sido de aúpa, y mucho me temo (no le deseo mal a nadie, excepto a cualquier cosa firmada por Isabel Coixet) que aquí pasará lo mismo. Si se atreven, vayan. Pero luego no quiero quejas.

 

Abrazos/as,

T.G.