Lo imagino.

Les veo a ustedes/as pensando: ¿y este estafador? Dice que vuelve y luego nada. Silencio.

Es que ando algo flojo, no les voy a mentir. Lo de no dormir me tiene jodido. Pero estaba en casa y he pensado que por algún lado hay que empezar, así que aquí vamos.

Estamos a 9 o 10 de septiembre, no sabría decirles con seguridad. El año debe ser 2019. Pues bien, a estas alturas ya me veo capaz de asegurar que no vamos a ver nada en la tele (digo tele, cuando debería decir ‘plataforma de streaming’, perdonen a este anciano) como la segunda temporada de Mindhunter.

No sé si recuerdan la primera, que era una auténtica maravilla y que –básicamente- explicaba la historia de la fundación de la Unida de ciencias del comportamiento de Quantico. Aquella división del FBI que en los ’70 se encargó de empezar a poner en negro sobre blanco todo lo que se sabía sobre los asesinos múltiples y que fraguó la expresión ‘serial killer’.

La protagonizaba un trío espectacular encabezado por un tipo llamado Holt McCallany (qué pedazo de actor, señores y señoras) y secundado por una criatura surgida de Shangri-La, la espectacular Anna Torv, y un atolondrado perfecto para complementar un menú de lujo: Johathan Groff.

Desde un sótano mugriento, escondidos como si contemplarles te convirtiera en piedra, esta unidad de superdotados, tipos tan brillantes que su propia naturaleza les convierte en monstruos, empiezan a imaginar cómo coger a los asesinos más peligrosos de su país.

Sin embargo, poco a poco, aquello que decía Nietzche de que si miras mucho tiempo al abismo, el abismo te devuelve la mirada, se convierte en una realidad cotidiana.

Y el abismo no solo les mira: les habla.

Producida y en algunos casos dirigida por ese genio llamado David Fincher, Mindhunter es una serie que habla del goteo que el mal ejerce en nuestras vidas. Como aquello que contemplamos cada día acaba por volvernos estériles, como lo que más tememos acaba acompañándonos a casa y mirándonos desde el otro lado del espejo.

Y en esa complejidad aparentemente quirúrgica es donde realmente brilla esta serie por la que transitan auténticos demonios con traje de presidiario como Ed Kemper, El hijo de Sam, Richard Speck o el mismísimo Charles Manson, cuya paradoja (para el espectador) es que no son más que humanos. Nada de versiones sobrenaturales de un diablo atávico, nada de posesiones mefisfofélicas: simples hombres que decidieron matar, por razones distintas, con diagnósticos distintos. Hombres que son diseccionados por el FBI con las palabras justas, en escenas que se asemejan a una persecución automovilística sin coches de por medio.

El montaje, el diseño de producción, la fotografía, los guiones, la dirección, el reparto o la música. Todo está ensamblado como si le hubieran dicho a Fincher que la guerra nuclear estaba a punto de empezar, o que una gigantesca ola iba a engullirles en breve. Como si ese fuera a ser su último trabajo y tuviera que ser perfecto.

Si desean ser seducidos por algo realmente relevante, inquietante y real; si desean mirar al abismo un ratito, tratando de no perderse en él. Si quieren mirar una serie que no tiene miedo de tomarse su tiempo para llegar a un lugar oscuro y húmedo. Si les apetece ver algo que resistirá a ser otro de esos shows que se nos olvidan a los cinco minutos de haberse acabado: échenle un ojo a Mindhunter.

En Netflix.

Ah, y si van al cine no dejen de ver la de Tarantino.

Y si quieren algo más frugal: Infierno bajo el agua. Un festival de terror de serie B con caimanes muy enfadados.

Abrazos/as,

T.G.