Mi primer videoclub, cuyo nombre no recuerdo, estaba como a tres kilómetros de mi casa. Corría el año 1983, aún conservo el carnet de socio, y yo tenía el número 1029. Sí, en mi pueblo los cinéfilos éramos legión.
Durante la década que siguió alquile unas cinco mil películas (no exagero, no se me da bien), a veces me iba a las quince a la semana, otras eran veinte. Así, mientras los chavales de mi barrio se hinchaban a litronas yo perdía (o ganaba, según se mire) el fin de semana mirando películas hasta las tantas. No estoy muy seguro que a mis padres aquello les pareciera bien pero nunca dijeron nada. Supongo que mejor en casa viendo películas que en la calle apoyado en un tronco y sacando el alma por la boca después de una buena curda a base de alcohol barato.

La cuestión era que gaste más suela allí que en ningún otro sitio y que en aquellas paredes forradas de VHS (ese formato que ahora suena a enfermedad venérea pero que había dado eternas horas de gloria a los cinéfilos) aprendí más sobre la vida y sobre el cine que en todos los años posteriores. Ya sé que siempre salgo con el rollo nostálgico y demás pero créanme que este post que cierra el mes de noviembre merece ese tono. Y ojo, que no quiero ponerme dramático.

En aquellos tiempos desarrollé un amor enconado por algunas películas, un sentimiento irracional que me llevaba a alquilarlas una y otra vez hasta que el tío del videoclub me decía “creo que esta ya la has visto… doce veces”. Entre esas obras maestras se encontraban Megaforce, Xanadu, Asalto a la comisaría del Distrito 13, Granujas a todo ritmo (un día dedicaré un buen post a mi querido John Belushi) y, sobretodo, Aterriza como puedas.

Ya está, si esto fuera una película de misterio este sería el giro en que el espectador comprende de golpe y porrazo quien es el culpable…

Señores, señoras, nos ha dejado Leslie Nielsen. No hay ningún cómico (ninguno) que me haya hecho reír tanto como este tipo de nariz rotunda como el Peñón de Gibraltar. Me he pasado tantas noches viéndole ejercer de torpe con ínfulas que parece que se ha muerto un pariente cercano. Amaba a Leslie Nielsen, ha formado parte de mi infancia, él, Miliki, Chanquete y John Carpenter.

Lo sé, es un cockail difícil pero era un niño: no me juzguen.

Recuerdo a mi padre riéndose a mandíbula batiente con Agárralo como puedas mientras mi madre le miraba con cara rara (mi madre siempre ha sido una persona poco dada a los excesos humorísticos). Cada vez que llegaba a casa con una película de Nielsen aquello parecía el carnaval de Venecia, solo faltaba cambiar la funda al sofá y sacar los canapés para darle más prestancia al tema. ¿Se hacen una idea?.

Así pues, mi querido Leslie era tan familiar en mi casa como los Ducados que se fumaba mi progenitor (y que unos cuantos años más tarde estarían a punto de llevárselo por delante) y su perdida es un desastre que solo resolverá una maratón que mi señor padre y yo nos regalaremos este fin de semana y donde nos meteremos entre pecho y espalda sus filmes más memorables.

Descansa en paz y gracias por todo amigo mío, en mi casa (y en muchas otras, presumo) te echaremos de menos.

Y ustedes pórtense bien… o no.

T.G.