Amigos y amigas,

¿Cómo va todo? Espero que sean muy felices y que eso no puede ser, que estén contentos un ratito cada día.

Este viernes tuve a bien seguir los consejos del pueblo y ver Uncut gems (aquí la han titulado Diamantes en bruto), una película que llegaba con toda clase de parabienes desde el otro lado del Atlántico, propulsada por una tonelada de buenas críticas. De hecho, no eran solo buenas: eran excelente. ‘Obra maestra’, ‘inmensa’, ‘monumental’, etc.

Obviamente, yo me lo creí todo, porque –al final- soy un tipo muy optimista.

Diamantes en bruto explica la historia de un perdedor que se encuentra la oportunidad de su vida para dejar de serlo. Y eso me interesaba bastante, porque las películas de perdedores siempre me han interesado. Desde El buscavidas de Robert Rossen, pasando por Cincinatti Kid, The cooler, Alta fidelidad o Ed Wood: el género de perdedores está lleno de obras maestras.

Al perdedor, que es un tipo que se dedica a negociar con diamantes y otras piedras preciosas, le interpreta Adam Sandler.

A mí Adam Sandler me gusta mucho en Punch drunk love y en el último stand-up, que era una suerte de musical con trazos de genialidad en muchísimos momentos. Me gustan esas dos cosas y poco más, pero oye, la vida es vencer prejuicios, ¿no? Pues luchemos contra los prejuicios.

Empecé a verla (en Netflix) sobre las 9 de la mañana y las 9 y cuarto ya quería asesinar a los directores, al reparto, a los que hicieron la música y a los que pusieron el dinero para que la película fuera posible.

Hacía tiempo que no veía a un actor tan tremendamente sobreactuado, probablemente desde aquella lamentable exhibición de Sean Penn en I am Sam. No es solo que no haya matices de ningún tipo, es que todo tan extremo que es imposible conectar con su personaje en ningún momento: un tipo que es un imbécil, que parece salido de un chiste de Arévalo, gritón, pesado, liante, bobo. Nadie puede identificarse con un señor así, y mucho menos empatizar. De hecho, observarle produce el efecto contrario, ya que cuanto más le miras, peor te cae.

Ayuda poco un guion de papel de fumar, pensado como mero instrumento para el lucimiento de Sandler, construido sobre un armazón tan endeble (una roca de piedras preciosas que llega de Etiopia) que, a los veinticinco minutos de película, todo lo que queda en pie es la –presunta- actuación de Sandler. No hay más corazón que ése y es sencillo entender que con eso no te late nada.

No solo eso, sino que solo necesitas un ratito (corto) para descubrir cómo va a acabar el protagonista. Vamos que, si has visto cuatro o cinco películas en tu vida, deduces a la media horita cuál va a ser el destino del protagonista.

Total, que cuando acabo la maldita película estaba yo preparado para que me hicieran un exorcismo.

No consigo comprender las críticas entusiasmadas a esta cosa de Adam Sandler. Os lo digo seriamente, ¿qué cojones le habrán visto para soltar que están muy enfadados porque Sandler no fue nominado al Oscar? A ver, amigos y amigas, no podríamos nominarle ni a presidente de la escalera.

Debe ser la nueva faz del cine, películas nerviosas, interminables, que explotan con furia lo que ellos deben entender como ‘modernidad’, con un (ab)uso de la cámara que a veces es incomprensible. Y lo de la música, una especie de psicodelia, cortesía de Daniel Lopatin, que a veces firma como Oneohtrix Point Never, y que –por supuesto- debe ser de culto. Él también.

En fin, les dejo que decidan si se merece un visionado y luego ya me lo cuentan.

Que no se diga que no les he advertido.

Abrazos/as,

T.G.