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La guerra santa de la DGT 18-05-2007
  Juan Manuel Pichardo
Iba a la corrida más importante de la feria sin cinturón de seguridad. La guardia Civil le puso una multa pero, para que no llegara tarde al paseillo, le escoltó hasta la plaza en un simpático gesto.

En mala hora, porque Cinemómetro —el primero de la tarde— le dejó occiso al tercer capotazo. Del mal el menos: ya había pagado la multa por no llevar el cinturón.

No me digan que las muertes por asta de toro no son un «problema social» y los accidentes de tráfico sí. Usted es un individuo, con derechos y obligaciones individuales, no una porción de la sociedad. Si no paga a hacienda, será sancionado independientemente de que el fraude fiscal sea o no un «problema social». Por tanto, sobre su decisión de ponerse en peligro no debería haber más autoridad que usted.

Y, además, la monserga del «problema social» es una patraña; problemas hay muchos y no todos se tratan de la misma forma. En el año 2004, y según el Ministerio de Sanidad y Consumo, murieron en España 4.990 personas en accidentes de tráfico. Por cáncer de próstata, en ese periodo, 5.694 (según la misma fuente, que no tiene o no publica datos más recientes).

Seguramente muchas personas no habrían muerto en accidente de tráfico si hubieran llevado bien puesto el cinturón de seguridad. Es posible que algunos de esos tumores en la próstata no hubieran sido fatales si los hubieran localizado a tiempo.

Y, sin embargo, no le van a multar si no acude regularmente al médico. No van a colocar cámaras en los servicios para detectar a los que lo visitan con demasiada frecuencia. No va usted a pagar anuncios que digan «Busca tu razón para hacerte un examen rectal».

Nada de eso va a ocurrir (de momento) porque no sería tolerado (supongo). En cambio, ahora más que nunca, en nombre de la «seguridad vial» se cometen disparates (por cierto) y atropellos que no serían consentidos en ningún otro ámbito. La escasa exigencia de eficacia que hay sobre quienes nos gobiernan, fuera de las necias disputas partidistas, queda en nula cuando se trata de la administración del tráfico.

Cada día hay más represión sobre los conductores, cada día se exageran más las campañas para infundir miedo. Nada de eso tiene efecto en el objetivo de reducir sustancialmente los accidentes y, sin embargo, esa ineficacia no se percibe como un problema. Si el palo falla, es que no han pegado bastante fuerte.

El desatino en la gestión del tráfico ha llegado hasta unos de los recursos más usuales entre los incompetentes y los totalitarios: culpar a un enemigo.

Es posible que usted haya pensado de otro conductor que lo mejor para todos sería que no condujera (yo sí lo he hecho). Es posible que algún conductor haya pensado eso mismo de usted (de mí seguramente lo han pensado). Ahí está el enemigo: esa masa difusa de indeseables que ponen a otros en peligro y que cualquiera puede reconocer fácilmente. Para acabar con ellos, vale todo.

Para actuar contra ese enemigo la autoridad al cargo del tráfico primero debe identificarlo. Actualmente lo hace mediante dos procedimientos católicos medievales. Uno es el de «matadlos a todos, Dios escogerá a los suyos» (cita). Se colocan los radares donde resultan más rentables y se pesca a todo el que va a una velocidad considerada «peligrosa», sea al que sale a la carretera con propósitos homicidas, sea a un señor que pasaba despistado por allí. El otro es próximo a la ordalía, una vez hecha la acusación, hay muy pocas posibilidades de poder demostrar inocencia.

Creo firmemente que hay personas que conducen y no deberían hacerlo, porque ponen en peligro a otros con frecuencia. No sé cuántas son y no creo que ninguno de los métodos empleados sirva realmente para identificarlas. Pero, aunque se diera con un método eficaz para hacerlo, hay un segundo problema: qué proporción de los accidentes causa esa minoría de conductores indeseables.

Uno de los antecesores de Navarro (menos malo que él y parecía difícil), lleg� a afirmar simultáneamente que el exceso de velocidad era la primera causa de accidentes y que sólo una minoría de los conductores rebasaba los límites de velocidad. Supongo que esa minoría tenía que correr mucho para llegar a tiempo a todos los accidentes.

Acabar con el enemigo, además de dejarles sin justificación, serviría de poco si la mayoría de los accidentes se producen porque nos distraemos, porque nos equivocamos, porque no estamos en condiciones de conducir, por falta de aptitud o por mala actitud.

Poner radares y multar severamente a quienes excedan un límite de velocidad puede servir para reducir accidentes, siempre y cuando el radar esté en un lugar donde rebasar ese límite cause accidentes. No es eso lo que se busca, sino crear «miedo a la velocidad». Pero, si los excesos de velocidad no son voluntarios, si lo que ocurre cuando hay un accidente causado por un exceso es un fallo de apreciación (por error, distracción, borrachera o cualquier otra causa), todo ese miedo es inútil.

Tan inútil como ordenar «mantenga la distancia de seguridad», si la mayoría de los conductores no son conscientes de cuánta distancia es necesaria, según la velocidad y la adherencia.

Tan inútil como multar por no llevar el cinturón abrochado, si la mayoría lo lleva mal puesto porque sólo quiere evitar una multa. Todos los recursos dedicados a proclamar la obligación de ponérselo y sancionar a quienes no lo hacen habrían estado mejor empleados de dos maneras: explicando por qué es necesario y enseñando cómo hacerlo correctamente a quienes sí se lo quieren poner.

Pues no. En lugar de enseñar, guerra santa.

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