Desconozco el motivo por el que me enamoré de los coches. Desde pequeño. No sé si se debe a que desde el balcón de mi casa, apoyada la cara entre los barrotes de la barandilla, veía pasar los coches de los turistas alemanes que iban a desembocar a Benidorm verano tras verano. Alguna vez ya he contado que me imaginaba subido en sus coches para descubrir mundos.

La de horas que me pasaba pegado a la barandilla sólo podríamos atestiguarlas la barandilla y yo. Horas y horas, con el atasco irresoluble bajo mi balcón o bajo el diluvio. Me encantaba ver cómo circulaban los coches cuando llovía, con las luces reflejadas de noche sobre el asfalto empapado o cómo se quedaban atascados en el estanque que se creaba al final de la calle donde confluían todas las alcantarillas de mi ciudad, en una plaza circular, al estilo de las rotondas actuales, cuando no había ni una sola rotonda en España, salvo esa. Una plaza prácticamente a la misma altura que el río y que no daba abasto para desaguar tantos metros cúbicos de agua como le llegaban por segundo.

Recuerdo hoy una noche de verano, a finales de los 60 o principios de los 70, en la que cayó uno de esos diluvios de la costa mediterránea y en la que la plaza quedó convertida en un estanque.

El atasco fue monumental. Los coches de los turistas y los coches de los locales no se atrevían a pasar. El primero que lo intentó puso primera y salió dispuesto a marcar el mejor cero a cien del universo entre las aguas del estanque y se quedó parado en mitad de la plaza con el agua a la altura de las rodillas de la pareja que bajó del coche. Por fortuna para los demás y para los espectadores es una plaza muy ancha, la Plaza Imperial Tarraco de Tarragona, y había mucho espacio para que siguieran intentando pasar otros coches. El segundo que lo intentó, también a mucha velocidad, generó olas como una lancha en el mar y tampoco llegó hasta la otra orilla.

Mi padre me acompañó a pie hasta la plaza, con un paraguas, para ver el espectáculo. Él me contaba que para pasar había que ir muy despacio. Ir rápido era un error, porque el agua subía más por dentro del (vano) motor y podía mojar más cosas. Yo lo escuchaba, pero no me lo acababa de creer.

En esas estábamos cuando un BMW 1800, un coche apreciablemente más bajo que los coches que habían intentado pasar hasta ese momento (no me acuerdo de cuáles eran), empezó a arrancar muy despacito. El conductor del coche de matrícula alemana «había escuchado» a mi padre e iba primorosamente despacio. Me parecía imposible que pudiera pasar a ese ritmo. A mí el cuerpo me pedía que pasaran a toda velocidad, no por el espectáculo que daban, sino porque me parecía que cuanto más rápido menos se iba a mojar lo que fuera que se mojaba y que hacía que los coches se pararan.

El BMW 1800, despacio despacio, seguía avanzando lentamente y ya estaba con el agua a media altura de las puertas, sin generar el más mínimo movimiento del agua. Ni una ola ni apenas una ondulación. Pero ya había superado al que había llegado más lejos y seguía ronroneado despacio.

—¡Salen burbujas por el escape!

Casi 50 años después imagino la sonrisa de mi padre, al que después de ese día le tocó explicarme cómo funcionaba el motor de un coche. Motores de gasolina, que en aquella época los motores Diesel eran sólo para camiones o casi. Yo quería saber por qué no entraba el agua por el escape y por qué había que pasar despacio y por qué se paraban los que se paraban. Quería saberlo todo.

El BMW llegó hasta el final del estanque y salió por el otro lado de la plaza y a mí me parecía que mi padre era la persona que más sabía de todo en el mundo.

Muchos años después, unos diez años después, muchísimo para aquellas edades y apenas nada hoy en día, iba en el Seat 133 de la autoescuela un día de mucho diluvio, con mi profesor de autoescuela que era piloto de motocross y que se fumaba unas cosas en las clases que a mí me daba toda la impresión de que eran porros. Con ese profesor de autoescuela yo hacía el punta-tacón en las clases para que no rascaran las marchas e íbamos por alguna carretera de curvas para pasárnoslo bien.

Un día, a la vuelta de una de esas excursiones, había mucho atasco en la entrada de Tarragona y el profesor, que tenía que llegar a la clase siguiente, me dijo que me metiera por un camino. Ese camino llevaba directamente al río Francolí. El profesor, que me dejaba conducir a mí todo el rato y me jaleaba en las curvas, decidió que era mejor que el río lo pasara él. Así fue. Cogió los mandos del coche desde su asiento de la derecha y pasamos por el ría más rápido que despacio. El río no era como la plaza Imperial Tarraco y además de la corriente del agua el suelo era muy resbaladizo y blando, por lo que el profesor hizo bien en pasar más rápido que despacio. Yo seguramente hubiera pasado demasiado despacio y hubiéramos corrido el riesgo de quedarnos empantanados.

El Seat 133 cruzó perfectamente y cuando llegamos al otro lado (unos 10 metros de anchura calculo que habría) el profesor me devolvió los mandos. Recuerdo perfectamente que al llegar a la primera curva casi nos salimos rectos. Los tambores de freno estaban inundados y el coche no frenaba nada. Por fortuna íbamos muy despacio y no ocurrió nada.

Seguramente soy una de las pocas personas en este país que haya cruzado un río en el coche de la autoescuela durante una de las clases de aprendizaje. Una semana después me suspendieron el examen porque me lié con los palitos que me ponían en la luneta para aparcar. Recuerdo el día de ese examen porque el pie izquierdo me temblaba tanto que no podía soltar el embrague.