Juan Marsé recoge el Premio Cervantes el próximo jueves en Alcalá de Henares. Me hubiera gustado hacerle de chófer durante todos estos días que está en Madrid y también el jueves. No lo he intentado. Sólo ha sido un deseo perdido.

Juan Marsé escribió esto en Últimas tardes con Teresa.

«A propósito de estas primeras pequeñas aventuras unilaterales, la más terrible y risible se produjo en ocasión de una carrera endiablada, a la cual se lanzó Teresa con su Floride cierta noche que regresaban a la ciudad por la autovía de Castelldefels. Habían salido simplemente a dar un paseo, a última hora de la tarde, pero Teresa se había animado a ir lejos y cuando volvían era noche cerrada. Teresa llevaba una blusa a rayas de cuello corto y un rojo pañuelo de seda que flotaba al viento con sus cabellos. Tenía la radio encendida y se oía un brioso cha-cha-cha. El murciano, que nunca había experimentado la emoción de la velocidad en un coche sport, miraba alternativamente el haz de luz de los faros sobre el asfalto, el cuentakilómetros (la aguja pasaba ya de los ciento veinte) y el delicioso perfil de Teresa, mientras con una mano se agarraba firmemente a cristal delantero, y mantenía el otro brazo sobre el respaldo del asiento de la muchacha. «¿Te gusta correr?» , le gritó Teresa. Él asintió vagamente con la cabeza. Sentía en las sienes el golpeteo de su propio cabello atezado y en el rostro la furia del viento pegándose, adheriéndose a la piel como una máscara cálida, mientras que en alguna parte un dulce zumbido iba en aumento y lo llenaba todo. La velocidad era cada vez mayor, y el zumbido se hacía cada vez más agudo y delgado, subía, subía primero por su vientre y luego por su pecho y de pronto inundó sus sentidos y se diluyó en una plenitud silenciosa, sideral, en una pueril emoción de luz de luna, de ingravidez… Pero Manolo desconfiaba de las emociones mecánicas (recordó oscuramente que una vez el Cardenal le habló de ciertas máquinas tragaperras que echándoles una moneda sacan una mano de plástico y se la cascan a uno, en los Estados Unidos, debía ser un chiste) y sospechó que todo se había confabulado para aturdirle: la luna y las estrellas y la noche tan azul derramaban promesas engañosas. Su habitual desenvoltura en torno a la hembra no había previsto este ataque traicionero, esta borrachera de los sentidos, y por primera vez en la vida se sintió frágil, pequeño, vulnerable y oscuramente sucio, vencido de antemano por aquella hermosa fuerza conjunta (automóvil-ricamuchacha-cha-cha) que le lanzaba a través de la noche a velocidades de vértigo. No supo lo que fue, si el perfil adorable de Teresa con los labios entreabiertos y los rubios cabellos al viento, flotando trenzados con el rojo pañuelo (una llama fulgente en la noche) o el ardiente roce de sus caderas, o tal vez la misma velocidad, aquel vehemente zumbido que era la plenitud de algo, pero lo cierto es que en un momento dado, súbitamente, un júbilo sordo, un dulce vacío en la médula (¡para, loca, despacio!), una excitación como nunca en la vida había experimentado y un ardor punzante produjo el segundo y definitivo cambio en sus sentidos: un brusco taponamiento en los oídos, mientras ingresaba en alguna región etérea y echaba suavemente la cabeza hacia atrás (¡para, bonita, para!) y miraba el firmamento, y la música del cha-cha-cha envolvió su cabeza y flotó, y se estremeció, y creyó disolverse allí mismo… en el preciso momento en el que Teresa frenó bruscamente al borde de la autovía y, con gesto desfallecido, ella también, apoyó la cabeza despeinada en el volante y dejó escapar un profundo suspiro.
—¡Uff…! Qué alivio —dijo—. Hemos tenido suerte, no nos siguen.
—¿Cómo…? ¿Qué..? —tartajeó el murciano, que por aquel entonces aún bajaba de las regiones que lindan con la locura, hasta tal punto que en una mano extraviada, nocturna mariposa borracha, se le fue hacia las fragantes rodillas de la muchacha y en ellas se posó exhausta.
—¿Qué haces? —Teresa le miraba sonriendo, pero inquieta—. ¿Has pasado miedo? Los de tráfico, que al verles he temido que me parasen. Con la bofia mejor no tener tratos, yo pensaba sobre todo en ti… ¿comprendes?
La mariposa emprendió el vuelo: la flor estaba cerrada, y satisfecha, olímpica, inconsciente de su propio fulgor más aún que las estrellas, Teresa Serrat puso de nuevo el Floride en marcha y enfiló hacia la ciudad, sin sospechar la doble dulce carga que ahora transportaba.

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Y ésto, ciento veinticinco páginas después:

«¿Qué te pasa? —añadió—. ¿Aún estás enfadada?» Ella conducía velozmente, abstraída y con su peculiar estilo rebelde (así la veía él: muy echada hacia atrás en el asiento, los brazos tensos, completamente estirados y rígidos hacia el volante, la barbilla sobre el pecho, la mirada desafiante: así debió morir James Dean) y atenta al tráfico, pero desdeñándolo.

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Y ésto, otras setenta páginas después:

Entonces se lanzó a tumba abierta en dirección al puente, siempre desafiando a los coches que venían por la izquierda. El huraño hocico de un «600» se le vino encima en línea recta, pero él estaba seguro de verle hacerse a un lado, y así fue. La Ducati le daba formidablemente los ciento quince, vibrando toda ella como una muchacha ansiosa, pero sin espamos inútiles ni prematuros alborozos. Un bache y al carajo, Manolo, pensó. Los postes eléctricos y las luces surgían desde el fondo del espejo retrovisor y se alejaban vertiginosamente, engullidos por una vorágine negra y cóncava que les remitía a la nada.