Podría engañarme. Podría chulearme a mí mismo e intentar convencerme de que el viaje a ver auroras boreales en silla de ruedas no ha dejado marca sobre mí. Podría mentirme e intentar que todo siguiera igual.

Organicé este viaje porque era consciente de que no sabía cómo saludar a una persona que va en silla de ruedas. Creo que ese fue el principal motivo. Se te acercan o te acercas a ellas y te quedas a tres pasos, sin vencer la distancia, sin darles la mano o darles un beso o tocarlos o… qué. No haces nada. Dices hola, levantas la mano, pareces un indio. Con los parapléjicos si ellos toman la iniciativa es más sencillo. Los tetrapléjicos pueden tomar la iniciativa, pero es posible que ni te enteres.

No puedo soportar esa distancia inexistente. Ayer me crucé a solas en la calle con una mujer que llevaba a una niña en silla de ruedas. No sabía a dónde mirar. He pasado un mes pegado a un hombre que va 24 horas en silla de ruedas o en la cama. Me cruzo con una niña en silla de ruedas y no sé a dónde mirar. Si la miro, mal. Si no la miro, también mal.

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Víctor, el gran Víctor, mi compañero de viaje, el hombre al que he sujetado, mimado, querido y conversado durante veinte días, me decía que en el norte de Europa se notaba un acercamiento diferente que en España. Mayor naturalidad.

Rubén, uno de los candidatos a venir conmigo en el coche a ver auroras boreales me contó una anécdota que no se me olvida: «Cuando estoy con amigos, poco a poco y sin darse cuenta, se van poniendo a mis espaldas, detrás de la silla. Con la silla eléctrica no tengo problemas, porque la voy girando, pero con la silla manual se quedan por detrás de mí. Hablan, pero no los veo«.

Un cuerpo con dos cabezas

Sé, porque lo sé, porque lo sabía ya antes y ahora lo sé todavía más, después del proceso de selección de candidato, de los cientos de mails que he cruzado con personas que se mueven todos los días en silla de ruedas… Sé que la distancia que nos separa hace que todos perdamos mucho. Sé que en silla de ruedas hay personas odiosas y hay personas maravillosas. Sé, porque me niego a aceptar que sea irremediable, que la distancia inexistente que nos separa hace que todos nos perdamos la riqueza del otro.

Quiero que nuestro viaje a ver auroras boreales sirva para acercarnos. A Víctor lo sujeté, lo moví, lo abracé y lo besé a todas horas durante 20 días. Podía haber sido de otra manera, pero fue así. Como he contado en las crónicas del viaje, hemos sido un cuerpo con dos cabezas.

Igual que los apretones de mano son infinitos, los besos y los abrazos lo son. No se gastan. Nada nos impide romper esa distancia inexistente.

Todavía ahora, después del viaje, no sé a dónde mirar cuando me cruzo con una persona en silla de ruedas a la que no conozco. Todavía me resulta difícil. Si la miro, mal, y si no la miro, también mal. Pero poco a poco aprendo a acercarme a aquellas personas que conozco. Soy mucho más rico de lo que era hace unos meses y si hace falta me fijaré para no ponerme detrás de la silla, salvo para empujar.

Agárrame la mano

Me gustaría, mi objetivo secreto de este viaje, es que ese aprendizaje mío sirva para todos. Mi objetivo es que todos seamos más ricos, que tratemos de traspasar esa barrera inexistente, que intentemos perforarla para darnos cuenta de que si pasamos la mano y la boca y apretamos la mano o besamos, al regresar a nuestra posición de bípedos erguidos no sólo no hemos perdido nada, sino que hemos ganado algo.

La primera vez que vi a Víctor fue cuando me acerqué a Tarrasa a conversar con él para seleccionar a la persona que compartiría coche conmigo hasta el Círculo Polar Ártico. Al despedirme de él le pregunté:

—¿Y cómo me despido de ti?

—Agárrame la mano.

Le agarré la mano, como es habitual hacerlo cuando dos personas se despiden.

—Está fría— me dijo. 

Sin embargo, él sólo me dio calor.

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*(Escribí este texto en febrero de 2015. Lo recupero ahora, porque estoy revisando textos antiguos que no publiqué en su día, por el motivo que fuera. En este caso, porque Víctor murió justo después de que lo terminara.