He tardado un poco, pero aquí estoy amigos y amigas.

Esto del jet-lag me ha dejado turuleto. No estoy yo para estos viajes locos de 20 horas de ida y 20 horas de vuelta. Yo estoy para ir en bus un máximo de diez minutos, sentado y sin que haya aglomeraciones.

En fin, ya lo he hecho. A otra cosa.

Finalmente vi Historia de un matrimonio. Debo aclarar que no soporto a Noah Baumbach, su director. Me parece un impostor y un farsante que solo hacía películas de postureo para aprendices de hípster. Como resultado de esta (profunda) creencia, empecé a ver su última obra con el ceño debidamente fruncido.

A los dos minutos pensaba que me hallaba ante otra memez del señor Baumbach, pero aguanté porque debía escribir sobre ella. Podría habérmelo inventado, pero me hago mayor y cada vez tengo menos imaginación.

Sin embargo, estaba equivocado. No sobre lo de antes, ojo. Lo de antes me sigue pareciendo una mierda, pero esto ya no. Esto es distinto. Y joder, qué distinto.

Historia de un matrimonio es un peliculón.

En teoría, está basado en la historia (real) del matrimonio formado por Noah Baumbach y Jennifer Jason Leigh. Y supongo que por ese motivo hay cero postureo y bastante de tragedia (apaciguada, tranquila, pero tragedia al fin y al cabo) en esta historia de amor venido a menos. Amor del que caduca y deviene otra cosa, distinta, difícil de procesar.

La peli la protagonizan Adam Driver y Scarlett Johansson. Él es un director de teatro con éxito relativo y ella una actriz que trabaja con su marido. Los dos son relativamente felices hasta que descubren que podrían serlo más. En algún otro lado, quizás solos, quizás con alguna otra persona. Lejos de allí.

Y en realidad de eso va la película: de la imposibilidad de llegar al final de ese camino sin cicatrices del tamaño de un satélite pequeño. No importa cuán generoso/a seas, o cuánto estés dispuesto/a a sacrificar, llegados a cierto punto todo salta por los aires.

Las capas que cubren cualquier relación, los factores en juego, las dinámicas que la han mantenido en marcha: todo forma parte de esa ecuación que es la ruptura y cuanto más densa sea la superficie, más complejo es tratar de permanecer inerte.

Todo se resume en eso, en la delicada pared que separa el amor del cariño.

Baumbach lo filma bien, lo dialoga mejor y te lo crees todo. Te crees la fragilidad de lo que hace un minuto parecía hormigón armado y la solidez de lo que antes parecía –simplemente- una corriente de aire.

No trata de ser una parábola, una metáfora o una hipérbole porque solo aspira a ser una historia en la que cualquiera puede ver un espejo. Cualquiera que haya pasado por una ruptura o vivido en una (esto segundo es mucho peor), que haya descubierto que no hay manera de dejar de caer en barrena.

No es una película demoledora porque no lo pretende. Es una película que te deja voces charlando entre sí en la cabeza, voces que no se callan. Y supongo que ese es el motivo por el que –en general- la película ha gustado tanto: porque deja muchas más preguntas que respuestas en un panorama (el del cine comercial) que está asolado por la plaga del infantilismo más atroz. Es una película adulta: ni más, ni menos.

A mí me ha sorprendido muy gratamente. Y no he dejado de recomendarla.

Como es casi seguro que la próxima película de Baumbach será otra mierda, aprovechen y disfruten de esta.

Además, seguro que va a estar en la terna de los Oscar, la tienen en Netflix y no tienen ni que moverse del sofá.

Abrazos/as,

T.G.