Amigas y amigos,

Espero que me lean desde un país lejano. Playa o montaña, disfrutando de unas merecidas vacaciones. Si no es así, y les ha tocado quedarse levantando el país, que tengan un buen aire acondicionado y buena salud para gozarlo.

Yo estoy en lo segundo (en casa, con el puto aire acondicionado), aunque me resfrío cada diez minutos, así que no sé si puedo presumir de buena salud. Eso sí, prefiero resfriarme que sufrir las inclemencias del sudor. Seguro que es por mi avanzada edad.

En fin, como siempre se han producido una tonelada de estrenos, cada uno peor que el anterior. Estamos en verano.

En mi próximo post hablaré de Megalodon 2. Ya les adelanto que estoy totalmente a favor de este artefacto, porque me lo pasé pipa con la primera entrega y he gozado también la segunda. Es verano y en verano me deshago de mis neuronas y disfruto de cualquier película en las que haya monstruos, tipos recios que nunca sonríen y tramas que parecen escritas por un ornitorrinco ebrio.

Pero hoy hablaré de algo que me ha molestado profundamente y que es la cima de un fenómeno que hemos ido contemplando con cierta condescendencia durante los últimos años y que ahora se nos ha sentado en los hombros y se niega a bajar de allí: el documental de Mario Biondo en Netflix y la maldita expansión del género (antes subgénero) conocido como true crime. Una expansión imparable.

No me voy a perder ahora en los detalles, el que desee saber más solo tiene que buscar en Google: hace unos años encontraron al marido de Raquel Sánchez Silva, Mario Biondo, muerto en su casa. La hipótesis de la policía siempre fue que el tipo se había suicidado. Luego salieron detalles de que el hombre había estado practicando un juego sexual, y como es fácil de imaginar, la prensa amarilla se puso las botas. Solo faltaba que la familia de Biondo se convenciera de que en realidad a él le habían matado. No solo eso: alguien les convenció de que Sanchéz Silva había sido directa responsable del asesinato.

Les ahorro la visión del documental porque les quiero. Solo les diré que es pedestre, barato, confuso y totalmente irrelevante. No aporta nada, no investiga nada, no explica ni una sola cosa que no supiéramos o que no tenga el mínimo interés. Las entrevistas están mal realizadas, no hay ninguna tesis que no sea cargar contra la familia de Biondo y hay un absurdo protagonismo del ex representante de la actriz, que se entiende perfectamente una vez se comprueba que este señor es en realidad el productor de este ‘documental’.

El problema no es solo que este sea un producto fallido sin otra misión que la de seguir perpetuando el morbo, ni siquiera que sea tan obvio que se ha construido exclusivamente para ganar dinero. El auténtico problema es que Netflix emita una cosa tan horrorosa sin pensárselo dos veces. Y aquí llegamos a la madre del cordero: bajo el ala del true-crime ya cabe cualquier cosa. Empezamos con docus cojonudos que buscaban pistas, recovecos o nuevos enfoques en casos realmente interesantes y hemos acabado dándole seis episodios a la señora mayor que cayó por la escalera.

Hemos pasado de cosas que nos tenían enganchados a la tele a mierdas que nos parecerían indignas en un reloj, pero -por supuesto- la máquina no deja de funcionar:  la gente sigue consumiéndolo y ellos siguen haciéndolo.

Como rezaba el dicho: ‘love makes the world go’ round… love for the money’.

Les dejo con esa reflexión, por si desearan darle un par de vueltas.

Y en un par de días: la tercera temporada de Solo asesinatos en el edificio. Algo bueno para variar.

Abrazos,

TGR