Vuelvo a ponerme un tanto trascendente, pero sin llegar a las alturas filosóficas a las que con frecuencia nos tiene acostumbrados D. Javier Moltó; yo me seguiré quedando al nivel de nuestro tema habitual, el del automóvil. Pero como también aquí caben los lirismos, y a fin de hacer un poco de contrapeso a las alturas a las que el propio Javier, y no digamos bastantes de los comentaristas, se elevaron con motivo de dos de sus brillantes entradas (el Jaguar de Sir Williams Lyons y el contacto con el Ford Focus RS 500), voy a intentar echar prosaicamente pie a tierra, y sin quitarle al automóvil lo que tiene de fascinación (soy el primero en ser víctima de ella), centrar en la realidad algunas de las ensoñaciones que con los citados motivos pudimos leer hace unas pocas semanas.

Por ello, y parafraseando a “Don Ernesto” Hemingway, me permito tomar el título de su novela (y posterior película de Howard Hawks, con Humphrey Bogart de protagonista) “To have and have not” para, aplicándolo al automóvil (ya que no a la lancha de Bogart), resaltar la diferencia entre hablar de un coche en función de que seamos o no sus poseedores. Y con mayor razón, entre hacerlo cuando al menos lo hemos conducido o no; porque es muy fácil enamorarse de un coche simplemente por su carrocería (Jaguar XJS V-12 Cabriolet, por ejemplo, del cual luego hablaré), olvidando que los coches no son simples esculturas (aunque también), sino que están hechos para desplazarse con un conductor a los mandos, llevándole a él, y con frecuencia a más gente y su equipaje, de un sitio para otro.

Jaguar XJS V12 Cabriolet: caballo grande, ande o no ande.

Jaguar XJS V12 Cabriolet: caballo grande, ande o no ande.

Bien es cierto que no pretendo prohibir soñar con un coche; recuerdo que, allá por los años 50s y 60s, en la época quizás comparativamente más gloriosa del mensual francés “L’Automobile”, la sección de clásicos e historia del automóvil (“Le coin du fanatique” se llamaba) la llevaba un ya por entonces veterano periodista llamado Serge Pozzoli. Y también recuerdo haberle leído una frase que se me quedó grabada, y que voy a repetir, si no textualmente, al menos sí en su intención: “El más auténtico fanático (o quizás decía amateur, o aficionado) es el que nunca ha llegado a poseer el coche de sus sueños”. No puedo estar más de acuerdo; pero lo que hoy pretendo es deslindar los campos entre lo onírico y lo real. Porque está muy bien soñar a condición de que, cuando despertemos, seamos conscientes de que habíamos soñado, y no sigamos proyectando nuestros sueños sobre la realidad; eso que nuestros varios y diversos buenos dominadores de la lengua de Shakespeare conocen como “wishful thinking”. Porque ante la realidad hay que ser muy humilde, y al menos reconocerla como tal; y a partir de ahí, podremos plegarnos a ella o intentar modificarla, si nos atrevemos, pero teniendo muy claro el punto de partida.

Entremos ya en el tema concreto: una cosa es mirar y admirar un coche desde fuera, otra conducirlo un ratito (digamos media hora y unas pocas decenas de kilómetros), otra disponer de él para utilizarlo libremente durante una o dos semanas (la habitual prueba de prensa ya en serio, no un simple contacto), y otra muy distinta no digo ya comprarlo, sino sin llegar a tanto, simplemente que te lo regalen (que ya sería un chollo) pero con la obligación de utilizarlo a diario, mantenerlo a punto, pagar la gasolina que se trague, y viajar con él incluso cuando llueva a cántaros. Si el coche en cuestión es moderno, pues santo y bueno; pero si es el clásico de nuestros sueños, ese al que se refería Serge Pozzoli y que por un milagro nos lo han regalado, y perfectamente reconstruido, a más de uno se le iban a caer los palos del sombrajo, y añoraría que ese regalo envenenado se convirtiese en uno de esos anónimos y clónicos coche/lavadora a los que tan despectiva y alegremente solemos referirnos. Al respecto, y con conocimiento de causa, ya hizo referencia hace varias entradas “JotaEme” acerca de la mitología de utilizar un clásico, para el día a día actual.

Es cierto, y yo he sido uno de los que repetidamente lo ha escrito, que los coches actuales, con raras excepciones, pecan de ser clónicos, a fuer de ser cuasi-perfectos y dotados tanto de plataformas comunes en muchos casos, como de equipamientos más comunes todavía (me remito a la entrada anterior sobre “Adornarse con plumas ajenas”). Pero eso no los convierte en malos coches; estoy absolutamente de acuerdo con “Slayer”, que desde siempre viene repitiendo que los coches actuales son mejores que nunca: más seguros, más cómodos y, al menos por kilo de peso, incluso algo más económicos que los antes, aunque en valor absoluto consuman algo más. Hoy en día prácticamente no hay coches malos; los hay decentes, buenos, muy buenos y excepcionales. Ahora bien, apenas si quedan marcas con auténtica personalidad propia (aparte Porsche, Ferrari, Morgan, etc), aunque fuese al precio de ser un poco peores, o de utilización y manejo más complicados, que los de nivel medio actual; es decir, lo que en tiempos fueron marcas como AudiNSU, Citroën o Lancia. Lo que sí es cierto, y en esto coincido plenamente con los emotivos párrafos de Javier respecto al Jaguar, es que los coches de alto nivel de hace décadas tenían, especialmente en su interior, una carga de individualidad que los de hoy no tienen. Por algo uno de los comentaristas le pregunta si les había dado arriba y abajo a todos los mandos de palanquita, o había girado todos los rotatorios, que eran distintos y personales de cada marca. En la actualidad te montas en un Maybach, y no dejas de darte cuenta, en prácticamente todos los detalles, que sigues conduciendo un Mercedes Clase S, apenas camuflado, y con un logotipo en sustitución de la estrella, que a mí me parece absolutamente horrible (es que la “M” de Maybach no la trago, y aprovecho para decirlo). Uno de los aspectos que me gustaron del Nuevo Mini, desde su aparición, es la utilización de múltiples mandos de palanca-balancín, y además cromados, con un toque retro hoy en día prácticamente exclusivo, que me encanta.

Ahora bien, a base de probar tantos y tantos coches, los periodistas del motor quizás estamos aburridos de la citada falta de diversidad, y hemos acuñado el concepto de coche/lavadora o electrodoméstico (“coches sacarina” los denomina mi compadre Oscar Díaz); denominación a la cual se apuntan alegremente incluso muchos que en su vida han probado ni media docena de los coches de antes ni arriba de una docena de los de ahora. Por mi parte, me voy a permitir personalizar, y a sabiendas de que a algunos lectores les molesta cuando recurro a la utilización (que no ostentación) de mi dilatada experiencia (qué le vamos a hacer, es lo que tenemos los viejos) sí puedo decir que tengo casi más motivos que nadie para estar aburrido de probar coches muy parecidos entre sí, lo mismo que he probado también casi todos los de alguna personalidad. Haciendo recuento, y tomando en consideración las marcas actuales de cierta prosapia y presencia en el mercado, puedo decir que he conducido al menos un coche de todas las marcas (y me refiero a algunos cientos de kilómetros, y no a dar una vuelta a la manzana), con la excepción de Aston-Martin, AC Cobra o Shelby, Morgan y, si se quiere, el Zil ruso. Y luego, también me faltan algunas de esas marcas exóticas y prácticamente inexistentes en el mercado, y más aún sobre el asfalto: Bugatti Veyron, Pagani, Saleen, Wiesmann, Spyker o Koenigsegg. Esperemos que aparezca el nuevo McLaren, y con suerte y cuando haya ocasión, mis colegas de “Automóvil” me dejan darle una vuelta.

Pues bien, cada vez que me subo a uno nuevo, por muy clónico que sea, siempre siento un cierto estremecimiento casi iniciático. Me comprenderán los que recuerden la letra de “Tío Alberto” de Serrat, en esa estrofa que dice “aún tiembla con los motores, las muchachas y las flores, con Vivaldi y el flamenco”; y es que el autor de “Fa vint anys que tinc vint anys” casi me hizo un retrato-robot en esa canción. Lo que sí me molesta es que me intenten vender como nuevo (vuelvo a la de las “plumas ajenas”) algo que ya es bien conocido; por mi parte, el mero hecho de que sea un modelo nuevo, aunque con muchas similitudes con otros, ya me merece curiosidad y respeto.

Otro de los aspectos que me escama un poco es el embelesamiento ante las potencias desaforadas, o las relaciones potencia/peso inmanejables. Extasiarse ante un motor de 600 CV, sin ser consciente de que hay un control de tracción electrónico que los modula, me resulta tan ingenuo como escribirle una carta a la actriz de cine de moda, y esperar que se enamore de ti. Porque la chica existe, de verdad, pero ahí se acaba todo; pues en el caso del coche, los 600 CV están potencialmente ahí, pero es muy difícil llegar a utilizarlos, si alguna vez se hace. Porque hace falta encontrar una buena recta (de curva mejor ni hablamos), despejada de tráfico, y pisar a fondo hasta llegar al régimen de potencia máxima, y en una marcha que no sea tan corta como para que el control de tracción intervenga, ni tan larga como para que la velocidad alcanzada empiece a acongojarnos antes de llegar a potencia máxima; o sea, según los casos, tiene que ser en 3ª o quizás 4ª.

Este es el problema de los supercoches con motores “dopados” a base del esteroide “turbo” o del anabolizante “gran cilindrada” (5 o más litros en atmosférico), que garantizan de 400 CV en adelante. Y para situar las cosas en su sitio, hagamos un poco de historia, porque en este tipo de coches, para clientes dispuestos a pagar lo que sea, siempre se ha querido presumir de ofrecer la máxima potencia, aunque luego sea para pasearse por un bulevar. Pues bien, hasta que en 1966 apareció el Lamborghini Miura, y en 1968 el Ferrari Daytona, ambos con motores V-12 de 4.0 y 4.4 litros respectivamente, y ambos con 350 CV (la potencia del Focus RS 500), nunca se había vendido al público, como coche de calle y no de competición pura, ningún coche con semejante potencia (los antiguos CV de normas SAE antiguas de los americanos más vale no tenerlos en cuenta; al bajarlos a DIN podían perder del orden de 100 CV, o casi). En realidad sí hubo un coche más potente: en Ginebra de 1964 se presentó, y durante 28 meses se fabricaron 36 unidades del Ferrari 500 Superfast, heredero del 400 y 410 Superamerica; según referencias de sus tiempos, los 400 CV redondos que se le anunciaban eran de un optimismo exagerado, para su 5.0 V-12 monoárbol en cada culata y con sólo tres carburador Weber doble cuerpo verticales. En cualquier caso, era un coche fabricado bajo pedido, cada unidad diferente, y sus clientes eran gente como el Sha de Persia (dos unidades, a falta de una), el Aga Khan y el príncipe Ali Khan (uno cada uno, para no reñir), el príncipe Bernardo de Holanda, el actor Peter Sellers y Gianni Agnelli; clientela no muy representativa, y la producción, muy limitada. El Superfast todavía llevaba el cambio unido al embrague y al motor, y eje rígido atrás, mientras que el Daytona ya llevaba atrás la caja de cambios, en bloque con el diferencial, y suspensión trasera independiente; o sea, que el 500 Superfast era una auténtica barbaridad, más que un “muscle car” americano.

Ferrari 500 Superfast: el más "bestia" de los años 60.

Ferrari 500 Superfast: el más "bestia" de los años 60.

Pues bien, tuvieron que pasar casi dos décadas antes de que nadie, y volvieron a ser las mismas dos marcas, ofreciera nada más potente: en 1985 salió el Lamborghini Countach, con un 5.2 V-12 de 455 CV, y en 1987 el Ferrari F-40, con 478 CV. ¿Cuál es la razón de este interregno? Pues, pura y simplemente, que más de 350 CV resultaban inmanejables para coches de propulsión trasera o incluso con motor central, para vender al público, por muy selecto, aficionado y exclusivo que fuese. Otra cosa es la de algunos preparadores, básicamente alemanes, que ya por aquella época empezaban a vender cosas inconducibles, pero bajo la exclusiva responsabilidad de quien las comprase; pero ninguna marca se arriesgó, durante casi veinte años, a poner en catálogo ningún modelo nuevo con más de 350 CV. Lo he escrito en alguna ocasión, aunque no recuerdo si ha sido en este blog, pero en los varios años en los que he participado, como copiloto, en el Tour de España Clásico, he tenido ocasión de ver conducir, en tramo y en circuito, a unos cuantos Daytona, en manos varios de ellos de pilotos profesionales, alquilados por sus millonarios dueños. Pues bien, hay que oír como van “telegrafiando” con el acelerador al tomar las curvas, sobre todo en cuanto son un poquito cerradas (digamos de 100 km/h para abajo); de eso de “pata a fondo”, nada de nada, sino modular dando y quitando gas (o a medio pedal todo el rato), porque aquí no hay un hombrecillo escondido manejando con el control de tracción la batería de seis Weber; y de los Porsche 911 3.3 RSR preparados a tope, para qué hablar.

De no ser por la electrónica, sería delito de leso Código Penal vender todos esos coches que sobrepasan los 400/450 CV, incluso admitiendo que los neumáticos actuales tienen más adherencia que los de hace tres o cuatro décadas. Me voy a permitir plagiarme, e insertar aquí algo que escribí en Septiembre de 2002 en “Autovía” con motivo de la presentación, en Gran Bretaña, del nuevo Jaguar XJ con carrocería de aluminio, durante la cual tuvimos oportunidad de probar también el XKR de entonces; ahí va:

Circuito de Thruxton: 400 CV bajo la lluvia. La presentación del nuevo XJ incluía un contacto dinámico con el renovado coupé XKR; renovación que incluía la incorporación del control de estabilidad DSC y la suspensión inteligente CATS, renovados ambos. El motor V8 pasa de 4 a 4,2 litros y de 370 a 400 CV, sobrealimentado por compresor volumétrico Eaton; es el más potente que jamás haya vendido Jaguar a un cliente, y su par máximo supera los 56 m.kg. Semejante «bestia» va acoplada a la nueva caja automática ZF de seis marchas (aparecida con la nueva Serie 7 de BMW), y el conjunto de motor/cambio permite ponerse a 100 km/h en 5,4 segundos, con una punta autolimitada a 250 km/h. El contacto empezaba por la mañana en el circuito de Thruxton; después de comer, traslado por carretera conduciendo los XKR hasta el de Goodwood, donde se asistía a la presentación estática del nuevo XJ. Thruxton presume de ser el único circuito británico que, en sus casi 60 años de existencia (o sea, de la II Guerra Mundial para acá), no ha modificado su trazado -como lo han hecho Silverstone, Brands Hatch o Goodwood- añadiendo «chicanes».

De modo que sigue siendo rapidísimo, con casi (o sin casi) 20 metros de anchura, unos suaves rasantes que dificultan la visión lo justo para no saber donde estás, y con tan sólo una «chicane» previa a «boxes» y una S de tipo medio como únicas dificultades aparentes en todo el trazado de unos tres kilómetros. Es decir, un circuito aburrido y soso… para un tracción delantera de 100 CV: casi todo el rato pie a fondo, y listos. Pero con un propulsión trasera de 400 CV la cosa cambia; sobre todo si se pone a llover, primero suave y luego a cántaros. De modo que ahí murió, casi antes de nacer, nuestra intención de averiguar (más o menos) los límites de aceleración, menos aún el de frenada y no digamos el de adherencia lateral del XKR, en las ocho vueltas que le dimos a Thruxton. Claro que, si bien menos impresionante en apariencia, más peligro encerraba el trayecto hasta Goodwood bajo una lluvia torrencial (conduciendo por la izquierda y con volante a la derecha) por las estrechas, tortuosas, de pésima visibilidad (curvas, bosque y cielo encapotado) y abarrotadas carreteras secundarias inglesas, que no tienen ni arcén ni tan siquiera cuneta, pero sí un traidor bordillo, como si de una calle se tratase.

Fue una ocasión inmejorable para apreciar las bondades de las modernas ayudas a la conducción. Levantando cortinas de agua con las enormes gomas de llanta 20″ de nuestro XKR con el «kit» Prestaciones-R, adelantábamos al tráfico a trancas y barrancas. Lo único anormal era la lucecita ámbar que se encendía constantemente, avisando que entraban en acción el control de tracción, el ABS o incluso el DSC, lo que sólo producía una discreta y momentánea disminución de potencia. Intentamos pensar lo que hubiera sido este viaje hace algo menos de 30 años (con un Jaguar E-Type V-12, por no salirnos de la marca) y se nos erizan los pelos de la nuca”.

Y va de citas; ésta, recortada por mí, es de un comentarista de hace un par de entradas: “Hace unos años me compré un Ford Escort RS Turbo con 13 años: un 1.6 de 130 CV. Un día, suelo mojado, metí segunda, aceleré despacio… y el coche aceleró… pero luego aceleré mas fuerte, y al llegar sobre 2800 rpm, cuando entraba el turbo, el coche “flotaba”, las ruedas delanteras empezaban a girar mas rápido de lo que era capaz de transmitir a la carretera. Estuve toda la tarde probando esa maniobra, porque lo que importa es lo que sientes solo por montarte”. Destrozo de ruedas aparte, es seguro que nuestro lector lo hizo siempre en línea recta, y sin ningún otro coche cerca; pero ¿a que no lo hizo tomando una curva? Sobran comentarios.

Un último aspecto que me llama la atención es el de las filias y fobias en función de las marcas o de sus nacionalidades de origen, como si de equipos de fútbol o de selecciones se tratase. Sobre todo en nuestro caso, puesto que desde el Pegaso no hemos tenido nada propio, lo cual nos permitiría ser exquisitamente neutrales. Tampoco es que me oponga a que alguien sea un “tifoso” del coche italiano, o un “lover” de artilugios ingleses tipo MG, Triumph o Healey (Jaguar, Aston-Martin, Lotus y algún otro son capítulo aparte). Pero para eso no hace falta denigrar a los de otro origen; y lo que he dicho de ciertos deportivos británicos no es denigrar, sino poner las cosas en su sitio frente a la muy inteligente habilidad de dicha sociedad para encumbrar sus realizaciones, gracias a su metódico y envidiable afán por el coleccionismo y el conservacionismo.

Aston Martin DB4 GT Zagato: ya me hubiese gustado ponerle la mano encima.

Aston Martin DB4 GT Zagato: ya me hubiese gustado ponerle la mano encima.

Porque me parece muy bien que a uno de los comentaristas del tema del Jaguar de Sir William Lyons le parezca que “Desde luego Jaguar es una clase aparte, siempre me quedarán grabados aquellos larguísimos XJ bajitos”; es una opinión que incluso puedo compartir. Pero por qué rematar la frase con la coletilla de “mientras que los alemanes cada vez son más “paquebotes”. Según la época, ¿a qué paquebotes se refiere: al original Mercedes 300-SL “alas de gaviota”, al soberbio BMW 507, al Porsche 911, o al Mercedes “pagoda”? O, en época actual, ¿al Audi R.8, al TT, al BMW Z3/Z4, o al nuevo SLS? Recordemos que los Rolls y Daimler que durante décadas han paseado a la Corona Británica, por muy carrozados que estuviesen por Park Ward o Mulliner, no eran precisamente ejemplos de estilización. Y vuelvo a un Jaguar del que antes hablé; hace ya mucho tiempo, en la zona de la Costa Azul francesa, Jaguar presentó su XJ-S V-12 Cabriolet: casi cinco metros de coche biplaza, casi sin maletero (se lo comía la capota plegada) y en cuyo habitáculo no se podía llevar más impedimenta que en un Mazda MX-5 o en un Fiat Barchetta. De línea, muy bonito, pero un coche debe ser algo más; y es que, al fin y al cabo, el XJ-S era ya la hipertrofia de un coche anterior pero legendario: el E-Type. Y es que todo requiere armonía y equilibrio.

Y tampoco son mancos otros dos lectores que, en comentarios que no he sido capaz de localizar, venía a decir uno que Audi no tiene tecnología, o que la que tiene es poco menos que una birria, y el otro que VW ha tenido muchos fracasos, básicamente por haber sacado y luego abandonado el método de bomba-inyector para los turbodiésel. Teniendo en cuenta que el grupo VAG es una piña, y que en él de siempre ha participado Porsche (antes bajo cuerda y actualmente ya con amplio intercambio accionarial), me parece que su ejecutoria no es nada despreciable: la tracción quattro, la distribución Variocam, la inyección directa moderna de gasolina, el uso simultáneo de compresor y turbo, el diferencial posterior inteligente (no autoblocante) que envía más par a la rueda exterior, y unas cuanta cosas más.

Soy más que consciente de que, de unos años a esta parte, se ha extendido, entre los aficionados que se consideran guardianes de la pureza automovilística, una no sé si moda o manía de desprestigiar el producto del grupo VAG, en parte porque se vende muy bien, y en parte porque le gusta al conductor medio, y no ya al que quiere presumir, como en tiempos ocurría (ya menos) con los Mercedes. Y es cierto que este grupo, y muy en concreto su portaestandarte Audi, ha conseguido una tecnología y un estilo de coche cuya conducción resulta más fácil y transmite más sensación de seguridad (no entro ahora en si esta sensación es real o ficticia) al conductor medio, e incluso al experto que lo que quiere es viajar a gusto. ¿Qué transmite menos que un BMW? Sin duda; pero ahora vuelvo a lo anterior: quitémosle la electrónica a un BMW Serie 3 (excelente propulsión trasera) y a un Audi A4 quattro de los nuevos, ambos con suficiente caballería (entre 200 y 250 CV) y enfrentemos un viaje por carretera de todo tipo, no sólo autovía, o incluso así, en un día de perros, con lluvia a manta, y un poquito de granizo para animar la función. Repito lo de sin electrónica, porque así canta lo que da de sí la tecnología de uno y otro. ¿Cuál elegirían Vds, con la mano en el corazón?

En mi caso, y con esto cierro, lo que me fascina es el automóvil en sí, superando nacionalidades, tamaño, potencia, e incluso calidades y comportamientos. Es uno de esos fenómenos sociales que, como la imprenta (ésta dependiendo del nivel de alfabetización), el cine, la urna para votar en las elecciones, o la TV (para bien o para mal), han transfigurado la sociedad, básicamente desde muy a finales del siglo XIX, durante el último siglo y cuarto (pero no pretendo abrir una polémica al respecto, por década arriba o abajo). El automóvil es, y lo repito una vez más, ese cacharro en el que se puede meter un núcleo familiar y con el que, a condición de que haya una carretera o incluso un camino, se puede ir a donde uno quiera, a la hora que quiera, incluso variando de itinerario hasta cierto punto, y de horario siempre y cuando no importe demasiado la hora de llegar. Es ese artefacto, en el que, moviendo simultáneamente o por orden manos y pies sobre volante, pedales y alguna que otra palanca, se desplaza siguiendo nuestra voluntad, más deprisa o más despacio, dentro de sus capacidades prestacionales. Y el placer de manejar a voluntad ese artefacto, como la moderna versión de un buen caballo de silla (pero hibridado con la calesa en la que podíamos llevar a la familia), lo que produce esa sensación de “tener un coche y conducirlo”. Yo, por trabajo, estoy un tanto fuera de esa sensación de “posesión y uso”, pero disfruto casi con cualquiera; de hecho, en la época del 2 CV, los Dyane, Dynam y C-8 bicilíndricos de Citroën disfruté al máximo, buscando obtener esa optimización de crucero, promedio y consumo que constituye la esencia de la serie de pruebas que publico, y en el fondo, de la utilización cotidiana del automóvil. Las “canas al aire” de la conducción deportiva, de vez en cuando y olvidándonos del consumo, son una cosa aparte. Pero, en un coche moderno, no olvidemos al hombrecillo electrónico que, agazapado dentro de la ECU, vela por nosotros. Y quien, con un coche de auténtica caballería (del orden de 5 kg/CV en adelante) quiera desconectar ese botón que dice ESP/ABS o las dos cosas (si es que se puede), mejor que lo haga en un lugar amplio y muy despejado, porque de lo contrario, algunas mitificaciones románticas se vendrán ruidosamente abajo.