Imaginen ustedes que un buen día se levantan sabiendo que su misión aquel día es poner un huevo. Sí, han leído bien: poner un huevo. Así que uno/a se levanta, se busca una granjita acogedora, se agarra al palo del gallinero y empieza a hacer fuerza, una fuerza descomunal, ¿por qué como sino va a conseguir uno/a poner el huevo?

A tu lado, las gallinas cacarean y van a lo suyo. Pero tú no te rindes, porque te has prometido a ti mismo que vas a poner ese huevo, cueste lo que cueste.

Pero cuando llevas una hora apretando los dientes, no te queda más remedio que afrontar la realidad y en tu mente empieza a formarse una idea que adquiere más y más volumen: “¿y si no soy una jodida gallina?”.

Y entonces se produce el encontronazo con la realidad, porque por mucho que lo ignores y que intentes sugestionarte no vas a poner un huevo en tu vida, nunca. Es duro, pero por mucho que lo intentes no vas a poder ser una maldita gallina.

No sé si me he explicado bien pero así se sintió un servidor mientras un montón de soldados/as de la pubertad jaleaban, gritaban y perdían el control de sus conductos urinarios (es un suponer) en pos de un vampiro anémico, su novia bulímica y un licántropo de doce años. Yo quería ser como ellos, quería que me gustase el pecho del hombre-lobo y la anemia del vampiro y la virginal memez de la bulímica, pero no hubo manera.

De entrada he de decir que son un ustedes una turba de sádicos, lo cual me llena de satisfacción, en mi blog no se admiten hermanitas de la caridad ni personajes de moral intachable. Sabía que me obligarían a ir al matadero y lo hice con la mayor de las solemnidades y sin ahorrar en gastos: vi Eclipse en un cine cerca de la Diagonal de Barcelona, famoso por incubar los más bajos instintos de los cinéfilos gracias a sus habituales, chavales sin el más mínimo respeto por nada, amantes de usar el móvil en modo “alarido” durante la proyección, pegar pataditas al asiento delantero y engullir palomitas para luego escupirlas en la cabeza de algún incauto.

Ya oteé en la taquillera una de esas expresiones de “éste es gilipollas” cuando dije “una para Eclipse” (sí, “una”, pedí a algunos conocidos que me acompañaran pero todos tenían compromisos en la otra punta de la ciudad… grandes amigos/as todos ellos). Creo que solo el miedo a perder el trabajo le impidió decirme, “pero ¿tú eres tonto, abuelo?”.

En fin, llegué pronto, me senté en las filas centrales y escuché con interés las apabullantes conversaciones que se desarrollaban a mi alrededor (soportando también miradas de desconfianza, como si cuando se apagaran las luces me fuera a abalanzar sobre alguna de aquellas chiquillas con intenciones libidinosas) y que transcurrían entre “yo me los follaría a los dos” o “me lo comería entero”, referidas a los protagonistas obviamente y no a mí (solo si hubiera llevado un alzacuellos –algo que me reservo para la cuarta entrega de la saga- habría generado más desconfianza. No llevé la grabadora así que tendrán ustedes que creerme.

Debo decirles también que intenté (he dicho que lo intenté y no que lo consiguiera) ir al cine sin prejuicios tirando del carácter indomable que me caracteriza y sabiendo que representaba a un grupo de malas personas (ustedes) que esperaban un relato pormenorizado del asunto. Me enfrenté a Eclipse (por decirlo de un modo claro) como el forense debe enfrentarse a un cadáver: con un espíritu constructivo.

Cuando habían transcurrido diez minutos y, a pesar del intento del realizador David Slade por insuflar algo de oxigeno (en forma de lectura autoparódica) a la saga, empezaron a circular por mi mente visiones en las que me levantaba enarbolando una sierra mecánica y me dirigía al grupo de jóvenes de sexualidad ambigua que se desgañitaba a mi derecha. Una vez allí desmembraba al primero de la fila mientras sus amigos se daban cuenta de que los siguientes eran ellos. Las puertas estaban cerradas por dentro y yo empezaba un festival de decapitaciones mientras los gritos de excitación por ver al hombre-lobo sin camiseta se convertían en gritos de pánico y el ruido de mi moto-sierra se mezclaba con los sonidos de las garrapatas vampíricas que provenían de la pantalla.

Como si de una película de Peter Jackson se tratara, cuanto más sangre había más satisfecho y sonriente me encontraba yo.
Finalmente, y después de rematar a los supervivientes de mi primera pasada y dejar escapar a un anciano que me aseguraba que se había equivocado de sala y que él quería ir a ver “la de Darín”, me instalaba en el hall, a limpiar mi sierra y a cambiarme de ropa.

Hasta allí se acercaban los taquilleros y los proyeccionistas que me felicitaban y me daban golpecitos en la espalda agraciándome un trabajo bien hecho. La policía llegaba poco después y me decía que no me preocupara que ya limpiarían ellos, faltaría más. Hasta la dirección me pedía que me quedara a la segunda sesión, que había mucho trabajo por hacer. Incluso un chaval que salía de ver Two lovers se ofreció para ir a buscar un poco más gasóleo para mi herramienta. En el bar abríamos champagne y celebrábamos hasta las tantas.

Pero no, amigos/as, era todo un sueño y allí estaba yo en el patio de butacas, como la gallina que quiere ser un pato y nadar en el estanque: triste, lánguido, taciturno, desgarrado (no necesariamente por este orden).

¿La película? Pues si no lo entendí mal va de un triángulo amoroso en el que todo lo que vendría a ser el folleteo queda en el limbo (follar es malo amigos/as y lo de los besos habrá que replanteárselo). La gracia es que el vampiro ultra-conservador sólo morderá a la bulímica si ésta se casa con él, pero la bulímica tiene dudas porque el hombre-lobo (que es un comunista de tomo y lomo) también le pone lo suyo y además va por ahí con los pezones en pompa, y –ya se sabe- eso tira cantidad.

Cuando salí del cine, arrastrando los pies, experimenté en mis carnes la pulsión homicida, tal que un personaje de Jim Thompson, y para relajarme incendié una marquesina donde lucía el póster de la película.

Después de aquello, varios transeúntes me llevaron a hombros hasta mi casa.

Ah sí, también salían otros vampiros anarquistas que obligaban a los vampiros neo-liberales y a los licántropos rojeras a unirse contra ellos. Un poco como la pinza esa que hicieron tiempos ha Aznar y Anguita en Andalucía… de acuerdo, quizás sea una analogía algo hiperbólica pero me gustaría verles a ustedes después de tragarse semejante buñuelo.

Y no quiero decir nada más. Simplemente que la película lleva acumulados unos ciento veinte millones de dólares sólo en Estados Unidos, señal de que el público no se deja engañar y reconoce la calidad.*

¡Viva el cine! (sic)

T.G.

* Frase irónica

P.D. ZSQ, me ha gustado Mujeres de El Cairo pero si le parece le podemos poner un poco de salsa al tema. Una de cal y otra de arena, ¿no?. También me ha gustado Madres e hijas, que me parece un peliculón pero creo que a la parroquia le gusta combinar calidad y sangre. Y no sufra tanto hombre.