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  Simca Rallye:
el viaje
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Simca Rallye: el viaje. Capítulo 30 17-08-2004
  Jorge Silva

Confirmado: es invierno. En el sueño y en la realidad. Ya que soy quien soy he decidido hacer una visita a Viry Chatillon y otra consecutiva a Enstone, que para eso están los aviones privados. Hasta el último momento, que para eso está el poder, no he deshojado la margarita de mi destino: Viry Chatillon-Enstone, Enstone- Viry Chatillon… Primero el continente, han susurrado mis consejeros. Nada más llegar a la sede francesa, violentando un poco el protocolo, que ya está bien, he preguntado al lugarteniente del ingeniero jefe de motores (el ingeniero jefe estaba ya en su casa) de qué están hechos los pistones y con qué tolerancia van dentro de los cilindros. He querido saber también algo sobre la longitud y grosor de las válvulas, el peso del cigüeñal, el diseño de la distribución neumática y el número de serie de una centralita cualquiera, por ejemplo, por ejemplo, a ver, a ver, ¡la que usó Jarno Trulli en Hockenheim de 2003! De paso me he interesado por el régimen máximo de los motores en el banco de pruebas. Mi amigo, que en realidad es mi subordinado, se quedó con la cara de mármol blanco. «Sobre ese tipo de cosas, señor no estoy autorizado a decirle nada». Balbuceaba. Bien, así me gusta. «Vamos a hacer una cosa —le he respondido—: usted se va para siempre a su casa, con el doble de la indemnización que le correspondería en una situación convencional, como premio a su extrema lealtad, pero ya me va llamando a su jefe, para que yo pueda comprobar si también él es tonto».

Una conversación sencilla, la verdad. Realmente quienes no están detrás de las gafas de Louis Schweitzer no pueden ver las cosas con la claridad con que yo las veo ahora. Aún recuerdo esta presencia jadeante. Al cabo de un suspiro muy corto, el ingeniero jefe de motores, visiblemente despeinado y con restos de siesta en los párpados, se ha presentado veloz y genuflexo. «Este también es bobo», he diagnosticado de inmediato para mis adentros, pero en lugar de escupirle la verdad a la cara me la he envainado. Como no he pasado por una escuela de negocios soy incapaz de poner en ridículo a un subordinado, menos en público y aún menos cuando el sujeto en cuestión es lelo de remate. La plebe tiene estos recursos estilísticos.

Acabo de saber que veintitantos personajes de por aquí, de esos importantillos con galones que he visto pavonearse sin destino preciso por los boxes, los pit-lanes, los motor-homes y los vip-places del asunto este, tienen cláusulas en sus contratos que les impiden trabajar durante los próximos cinco años en ningún otro equipo de Fórmula 1. O sea, que si despido a alguno de ellos tendré que ponerle una ferretería de lujo o algo así, para que sigan jugando mientras Toyota o quien toque en ese momento se interesa por ellos. Más de la mitad de la gente que pulula por aquí no tiene un cometido concreto. Menos mal que esto es una empresa privada. Si todos estos fueran funcionarios ya estaría el país revuelto. Me parece que ya me estoy cansando de ser Louis Schweitzer, o mejor dicho estoy saturado de saber cosas que Louis Schweitzer seguro no sabe, tan ocupado como anda el hombre negociando a troche y moche con Nissan, con los sindicatos, los dueños del acero, los bancos, los grandes proveedores y hasta con los ujieres de los jurados del coche del año, que mira que se ponen pelmas exigiendo -pero ya- destinos más imaginativos.

Ponerme al tanto de estas cosillas ha exigido la presencia inmediata de varios individuos con gafas, provistos con sus respectivas llaves con las que abren y cierran armarios misteriosos, dentro de los cuales hay cajones deslizantes, carpetas suspendidas, discos, disquetes y discazos. Son grupos de tres, juramentados y trabados entre sí para que sólo con la presencia de todos sea posible acceder al cogollo mismo del secreto que se esconde en cada unidad de información. No han venido así como así, por propio impulso ni por las buenas. Se han presentado como el rayo sólo a raíz de un bocinazo telefónico muy breve, salido de la garganta de un tal Jean-Jacques no sé cuántos (éste se queda), un superintendente de administración que lleva cuarenta años trabajando en la empresa y cuyas arrugas, canas y achaques cabe atribuir, porque lo digo yo, que se me acaba de ocurrir, a sucesivas catervas de incompetentes.

¿Qué ocurre, quién habla, qué se mueve? No, nada, el silencio. Un ronquido traicionero, un espasmillo, un tránsito tonto del factor tiempo. He percibido entre sueños, así somos los capitanes, que faltaba aceite en el cárter del Simca y alguien lo ha añadido sin meter ruido. El sueño de los gigantes es sagrado. Louis Schweitzer debe seguir con lo suyo, y eso requiere silencio. Ábranse de nuevo las simas del negocio en que nos hallábamos.

¡Sorpresa! Quiero ver cómo se hacen los chasis de fibra de carbono. Un Learjet me recoge muy cerca de la fábrica francesa, un aeródromo privado al que sólo se llega en limusina de cristales oscuros, de lo contrario te expulsan, y me lleva en volandas sobre el Canal. Será un milagro que yo pueda ver ahora mismo, como se me antoja, el proceso de laminado de un chasis R24. Por varios motivos. Uno: hay niebla y aterrizar cerca de Enstone va a ser difícil. Dos: aunque llegara dentro de diez minutos, ahora mismo están saliendo de la fábrica, como en la película de los Lumière. Hasta el último mono. Y llegar un cuarto de hora después pasa seguro por un pub, con dardos y pintas. Yo mismo caeré en la trampa y terminaré jugándome el puesto con un jefe de mecánicos. La permutación posible me traería al fresco de no ser porque de pequeño me pillé un dedo con una llave de carraca, y ya de adolescente me astillé el coxis contra el Dunlop. Tres: me va a costar convencer a estos señores de que fabriquen para mis ojos un chasis ya descatalogado, pues a saber dónde estarán ahora los moldes y la mayor parte de los utillajes. Cuatro: se tarda más de un día en laminar un monocasco completo, y no sé si tengo ahora cuerpo para hacer noche con los ojos abiertos. Cinco, y más importante: aunque pillara al equipo técnico en pleno, discutiendo cómo acelerar el curado en el autoclave 3 sin afectar al ciclo de alimentación del autoclave 1, es más que probable que estos chicos no pudieran enseñarme más que dibujos, dioramas y pegatinas, que es lo que suele pedir un presidente en visita sorpresa. Habría seguro una discusión tensa sobre la conveniencia, o no, de poner en marcha un autoclave completo, por supuesto habiendo llamado previamente a un equipo de especialistas en «composites». Creo que las lecturas de estos días pasados me han contagiado de un raro entusiasmo por los “composites”.

Pero no ha habido lugar para esa discusión tensa. Se ha cumplido la limitación número uno, la primera exclusión del milagro, y la niebla nos ha impedido acercarnos siquiera a Enstone. Me lo han negado. ¡A mí, que veo a través de las gafas de Louis Schweitzer! Creo que voy a dar de baja la flota de Learjet, con sus caprichosas y exigentes tripulaciones, con su torpeza para llegar allí donde la gran máquina del futuro aconseja que volemos. A partir de ahora sólo en helicóptero, con máquinas en lisin y pilotos contratados. Porque sí, tenemos contratados pilotos, y tripulaciones enteras viven como príncipes a remolque del milagro tecnológico y deportivo de cada gran premio. Si fueran los únicos gastos, pues muy bien, pero no son los únicos.

Si es que aquí hacen falta muchos cambios. No sé si vamos a seguir en la Fórmula 1. Como me tuerza, y me estoy torciendo, dejamos solo a Schumacher con su podio y sus saltos de cabritilla loca. De momento he pedido que cambien ipso-facto los colores de los coches y del equipo entero, que parecemos helicópteros de la DGT. Me está apeteciendo mucho —creo que sólo en sueños pero nunca se sabe— algo de comida japonesa.

En el próximo capítulo: Está decidido: acuerdo con Minardi

© Jorge Silva 2004.

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