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  Simca Rallye:
el viaje
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Simca Rallye: el viaje. Capítulo 22 19-12-2003
  Jorge Silva

Jamás vuelvas a pisarme el dedo meñique. Así empezaba un novelón como de dos cuartas de porte que estuve hojeando ayer, antes de dormirme. El título era simplemente «Jamás», digo yo que copiado, pillado en pleno plagio con todos los agravantes, porque «Jamás» me suena mucho. Es como si alguien volviera a contar las cuitas del moro de Venecia pretendiendo que tal tormenta de acontecimientos es algo que se le acaba de ocurrir. Lo que me pareció gracioso del tocho, y no sé si fue por casualidad, pues gordo es el libro, era que dedicaba casi un capítulo a la propia noción de «jamás». «Jamás» abarca mucho en el tiempo, lo abarca todo, como «nunca», hacia el pasado y hacia el futuro. La autora, una tal Petra Jiménez de Menéndez, sostiene que el tiempo en el que uno hace caso omiso del tiempo, ese tiempo no existe. De ahí las tan dispares nociones que cada cual tiene de las horas: está el puntual y el pautado, el artista, el ciclotímico, el devorador de rutinas, el deportista sin horas fijas; también está el que llega tarde, y es bien cierto a propósito que he estado cuarenta minutos esperando a Andrés. Al final llegó. ¿Lo veis? «Al final», prueba irrefutable de que a ambos lados del instante presente transcurren acontecimientos difusos. Por ejemplo, la tardanza de Andrés es algo que había olvidado. Y qué puedo decir del futuro. Iba a decir que nada, pero del futuro inmediato puedo hablar con toda tranquilidad, o si conviene mejor con alarma, pues conozco al dedillo el suceso troncal que se nos viene encima. Lo decisivo es que Andrés, tarde, ha llegado con malas noticias. Tan conciso como el mismísimo Arturo, me ha espetado una afirmación concluyente (¿o era una pregunta, una petición de auxilio?): «el casco va a funcionar, pero habrá problemas con el aparejo y no hay ninguna garantía acerca de la mecánica, algunos de cuyos cálculos se están rematando, descartados los logaritmos, a golpe de regla de tres, y no digamos la construcción». Después tosió con furia. Más tarde sacó de su jubón de carpintero de ribera una botella enorme de licor escocés, además de dos vasos, pero tenía más, que oí cómo sonaban. Ambos juramos silencio absoluto a propósito de nuestra conversación. Yo no tenía gran inconveniente en jurar, pues no sabía exactamente en qué había consistido la conversación propiamente dicha, si es que podía definirse así. Reflexionamos a continuación largo rato, hasta muy tarde. O acaso era demasiado pronto, de nuevo esa molesta inflexión nunca explicada, donde «nunca» hace lo que puede y «jamás» es el matón que corta las entradas.

¿Por dónde íbamos? Ah, sí. Ha llegado Andrés con malas noticias, hemos hablado ambos más de la cuenta y nos hemos quedado dormidos. Del resto no puedo dar fe, pues casi nunca consigo recordar los sueños, ni siquiera los más llamativos. En cuanto me he despertado, zas, la realidad. Y la realidad se llama por ahora BBS, una visita inesperada. BBS, una llanta, ¿verdad? Pues no: Bermudo Balza Seré. Cuando el otro día conocí a Bermudo Balza pensé de pronto que no había tiempo para conocer a nadie más, a nadie por lo menos que llenara el espacio y el tiempo como él. Un ser total, una máquina de rajar, un protagonista de sí mismo por los siglos de los siglos. Jamás.

BBS es un cirujano loco, incapaz hace ya tiempo de operar. El temblor del cirujano, ya se sabe. En el quirófano le tendían siempre celadas geométricas que escapaban a su buen gobierno, como proponerle una apicectomía cuando había que sajar un riñón. Él lo sajaba con precisa vehemencia, con manejo diestro del instrumental. Y con prodigiosos reflejos, pues cuando pasaba el bisturí sobre el tejido sabía ya, en milésimas de un segundo, que el tejido era diferente al inicialmente previsto, y como tal lo trataba, con una brillantez profesional casi insensata. Por eso fue muy bueno y estuvo muy reclamado durante años, aunque todos sabían que como cirujano era una bomba de relojería y como aprendiz, eso se supo, un desastre. Al principio se había cargado a varios, de ambos sexos, sobre la mesa de operaciones. Pero muy pronto aprendió. A los 40 se lo rifaban las mutualidades. Miles de operaciones y algún cadáver por neglicencia después, en el hospital de Yecla, Oklahoma, descubrieron que bebía. Había sido visto bebiendo agua abundantemente en distintas ocasiones durante años, pero nadie sospechaba que iba a volcarse con parecido ímpetu sobre el vino y los espirituosos. ¿Por qué lo hacía? Algunos se lo preguntaron, otros no. Lo único cierto es que al cabo de cierto tiempo (no sé dónde estábamos y de ahí lo de «cierto tiempo») los temblores empezaron a aflorar. Ah, la senectud tras los excesos. Al venerable cirujano del aparato digestivo le tiembla el bisturí. Aquí unos blues. Fue así como sus cualidades terminaron siendo utilizadas en un moderno hospital, cuyo nombre no queremos desvelar pero empieza por «M», gracias al empeño de psiquiatras, foniatras, psicopedagogos y domadores de leones, llamados por cientos desde la corte para hacer con ellos un casting y echar al resto a los propios leones, con la garantía de que así todos, animales y maestros, se iban a casa. En su común criterio de las cosas, tales especialistas llegaron a la conclusión de que era mucho mejor aprovechar las cualidades innatas del maestro, a riesgo de volverse todos locos, antes que no aprovecharlas. Fruto de reuniones, diatribas y condominios salió a relucir un acuerdo para la puesta en marcha de operaciones experimentales, dirigidas todas y practicadas la mayoría por el gran BBS. Si a algún paciente le dolía el intestino delgado lo mejor era aparentar que le dolían los ojos, y así era enviado sistemáticamente al territorio de Bermudo (perdón, el Doctor Balza), pues allí éste le asestaría la primera incisión en el abdomen, no en una cornea, y así todo seguido sin mayores contrariedades hasta la sala UCI.

Así se desarrollaron los acontecimientos, los suyos quiero decir, hasta que nos conocimos. Ignoro la suya, pero mi vida dejó de ser lo que era. Ríete tú del profesor Mascamangas (el loco ferroviario que ideó y construyó el de la trompeta). Qué energía, coño, qué despliegue de ruido y de actividad, y yo que lo que más deseo es quedarme quieto, esperar, calcular la jugada, disfrutar del tiempo y el silencio. Qué cruz. Ahora entiendo los apuros de Jesucristo en el Monte de los olivos. Es como si BBS fuera a convertirse de un momento a otro en una tempestad. Una tormenta con rayos, y dos de los rayos nos van a sacudir, de forma selectiva y certera, al magnolio y a mí, como si lo viera. Estadísticamente estoy perdido, o por lo menos en peores condiciones de lo que pensaba: no veo por aquí cerca ningún magnolio.

Pero no, no parece que pase nada de momento, todo transcurre en calma esta tarde ¿Será porque él aún duerme?

Qué despertar más rápido y más malo tiene este sujeto. Ha cortado las amarras y se ha metido en el barco con impulso: el suficiente para separarlo dos metros del muelle, donde estábamos haciendo pruebas a medio calado antes de botarlo. Ha entrado en el Ciriaco como una cosa loca, y así ocurrió, le ha sobrado fuerza y se ha ido de cabeza contra la barandilla. Barandilla rota. Hombre al agua. Como no cubre lo suficiente, Bermudo, doctor, se ha ido de cabeza contra el suelo: ha sonado muy seco, sangra por la boca y temo además por sus cervicales. Pero nada, él mismo se hará una placa para constatar que «no se ve nada anormal». Claro que la sangre puede proceder también del tajo que de paso se ha hecho a la altura del hígado con una estaca dejada a lo tonto y sin malicia por Andrés. No sé si se ha partido por la mitad, como el vizconde, pero desde luego BBS está malherido. Alguien en tierra tendrá que hacerse cargo de él y llevarlo a un hospital, siquiera para que hagan con él lo mismo que él ha estado haciendo con semejantes durante los últimos veinte años. Mientras tanto el barco se escapa, aparentemente contra la voluntad de la tripulación, si es que hay tripulación y ahora mismito los cuento uno por uno, no vaya a ser. BBS se queda en tierra, y grave. Los demás, si es que hay aquí alguien más que yo, zarpamos sin control. Pero mira tú por dónde que de pronto el barco se para. No hay peligro. Pero sí una conclusión fruto del silencio: aquí faltan velas, y un motor. El Simca embarcado, cual molino de agua al revés, proyectando energía en lugar de recogerla; mmmmmm, qué amable sugerencia.

En el próximo capítulo: ¿A todo trapo?

© Jorge Silva 2003.

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