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  Simca Rallye:
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Simca Rallye: el viaje. Capítulo 24 06-02-2004
  Jorge Silva

Siguiendo con Los suaves, que es un estupendo grupo gallego de música, debo contaros lo que ha sucedido antes, durante y después de dejar el puerto. Por orden, claro, no sea que regresemos a la costa, con lo que nos «costado» alejarnos de ella. Inmediatamente antes de zarpar (mira que suena bien eso de «zarpar») se ha asomado por la borda una cara extraña, un tipo un poco raro aunque aparentemente inofensivo. «Un indio» he advertido a no sé quién, probablemente a nadie. «Viene una especie de indio —he insistido—, y parece que quiere subir al barco, y parece que se está subiendo, bueno, se ha subido ya». «Y qué precisa vuestra merced» he gorjeado por lo bajo, intentando dejar constancia pero sin elevar tampoco mucho la voz. Nada, silencio.

Sorpresa. Sant Pere, crisol de razas y por supuesto encrucijada de culturas, da para mucho, muchísimo, pero probablemente no para tanto. Lo que tengo ante mis ojos es una especie de cartaginés: un tipo enjuto, tiznado de algo más que moreno de natural, expectante, reflexivo, de mirada profunda. Los ojos se los he visto de milagro, porque lleva casco. Tiene las piernas trenzadas con cuero, miles de tiras de piel que dan sentido a ese dicho («estar más liado que la pierna de un romano»), aunque bien mirado parece un cartaginés, mismamente un monosabio desnortado, un soldado de infantería sin elefante. Acabo de preguntarle no sé qué y da la impresión de que él no está para respuestas. Miro de soslayo los manuales de navegación por si allí pusiera algo, pero la torzedura de ojos no vale para nada: los papeles están en mi camarote, que a la vez es el lugar donde se cocina, donde se descansa y donde entre otras lindezas tiene sede permanente la basura. Un tópico de camarote, resumiendo. Huérfano de todo consuelo, privado de cualquier asidero siquiera racional, vuelvo a la observación del principio: «Tripulación, nos visita un señor cartaginés», exclamo.

De nuevo el silencio, roto sólo por un violento graznido de presentación (tras lo cual nuestro huésped tiene la atención de escupir por la borda), al que siguen breves y esclarecedoras palabras. «Señor —me indica en perfecto español—, no soy un cartaginés, sino un romano. Para mejor decir, no soy cartaginés, sino ciudadano de Roma. Un poco de provincias, admitámoslo, de aquí al lado, pero bien podríamos aplazar la filiación: necesito transporte y tengo prisa».

«¿Hacia dónde, milord?» me he atrevido a preguntar, consciente aún de estar actuando contra mis intereses, vicio que me acompaña desde joven. Consciente aún, digo, porque un poco después he dejado de ser consciente de nada. De pronto no estaba hablando a solas con un desconocido. Detrás de mí se habían apostado, entre curiosos y al acecho, todos los componentes de la tripulación. No supe si venían a defenderme o, al contrario, para sumarse a una turba adocenada y entonces darme muerte. Cohibido por ello, he roto a dar explicaciones complementarias del tipo: «¿y cuál de los siete grandes rumbos preferiría usted acometer? ¿le gusta el sol bravo o por el contrario es partidario de monzones y galernas?» Quería ser amable, y no ya sólo por miedo, también por vocación, por «elegancia», eso que uno exhibe, según tengo probado, antes de cascarla.

No ha habido lugar al óbito. Miguelín, como un verdadero rompehielos, se ha abalanzado a hablar con el desconocido en polaco, para nuestra común sorpresa. Más tarde en sueco y serbo-croata, y luego de nuevo en esperanto, lugar común, esto me suena. Un idioma tópico que sólo hablan hombres extraños. Las miradas de ambos se han cruzado como flechas, como dardos que no han de volver. Así, impedidos de verse, se han reconocido por el olor y tal vez también por el idioma. Como el fogonazo de un arco voltaico, no sin antes entretenerse bastante en distintas aproximaciones zoológicas, Miguelín se ha vuelto a nosotros, centro del teatro, para manifestar su diagnóstico. Ni cartaginés ni romano: este individuo es el eslabón perdido, la prueba zombi de aquello, el yacimiento de ADN que todos persiguen. «Pobre desgraciado» he pensado para mis adentros, procurando poner en tembleque hasta la duramadre, por estar a la altura emocional del momento. Nuestro amigo tiene prisa. Y tanto. Huye de Atapuerca y sus remolinos. Vamos allá, buen hombre, alejémonos de lo todo o poco conocido. Qué culpa tiene usted de la política cultural, ni de la política misma, y más después de tantos años, cuando es tan evidente y sonoro que a sus carnes no llega complemento alguno «¡Andrés, arranca el Simca! Adelante toda la máquina». Algunas cosas merecen ser dejadas atrás. ¿Enterrarlas? No es preciso: si quieren, pueden enterrarse solas.

Dalmacio, que así se llama, se ha sentido descubierto mientras vagaba y vagaba. Probablemente ha sido descubierto de tanto vagar. El que vaga no paga. El nómada es enemigo del estado. Resumen de lo cual es que Dalmacio se puso el martes a correr como un lobo loco y hoy, que ya es otra vez lunes, ha llegado aquí. Con razón venía tan moreno y agotado. Esperemos que haya ganado la distancia que necesita. Esperemos además que la nada del mar nos reserve a todos venturas, salud y anonimato, en raciones proporcionales, sírvase usted mismo.

Mientras reflexionaba sobre esto —sobre lo que acabo de contar y sobre todo sobre lo que se nos avecina— me he apoyado en una maderita recién barnizada. Adiós jersey, pero no es sólo eso. La madera resulta ser una tapa, una tapa que bascula sobre una bisagra (no un pegotito de resina o una mancha de barniz, no: la manga completa) y abre una ventana a las entrañas de la embarcación. Sería bueno que yo, que soy el capitán, consiguiera aprenderme el barco. A ver, ¿cuántos somos aquí? La pregunta tiene todo el sentido, porque detrás de la ventana aparecen dos caritas. El motor ruge a dos tercios y la estela que dejamos parece la de un submarino nuclear. Pobre mío, el Simca, pienso para mis más interiores adentros. Hace un fresco agradable, de pulmones en sintonía con la presión atmosférica. Ni poco ni mucho: la brisa provoca antes que nada bienestar. Ante nosotros un pasmo de pequeñas olas, la nada. Dos caras, decía. Los rostros se remueven en su escondrijo y al final se agrandan. Más que agrandarse, que no, lo que hacen es salir de allí, acompañando a sus cuerpos, que al abultar más que las caras inundan la escena. Irene vestida de borreguito; a su lado, un paso por detrás, el otro. En resumen, dos más entre el pasaje. Con el romano tres.

Creo que somos bastantes. Mientras hago el recuento y apunto el resultado en el libro de viaje, procuro verle a esto el lado positivo: somos más a remar si falla toda propulsión, más a repartir números si esto acaba en que tengamos que comernos unos a otros por riguroso sorteo. Parece una locura, pero yo por si acaso lo apunto, no sin antes ordenar el confinamiento del charlatán que acompaña a Irene, orden que por supuesto nadie atiende por falta de medios, herramientas, fuerza y finalmente por la inexistencia de un lugar donde propiamente «confinar». No obstante el sujeto queda advertido, y de hecho suelta la manita de Irene, que desde ese momento se solaza, se tira del pellejito del labio, eructa, se frota los ojos con perífrasis de párpados y, en fin, hace todas esas cosas que hace cuando está contenta. ¿Por qué carajo está contenta, Dios misericordioso?

Mientras tanto bajo a ver si el Simca está bien arropado, y en la bajada tengo conmigo mismo unas palabritas, de las que nada voy a comentar. No hay cuidado, el Simca trabaja conforme. Lo acaricio como se acaricia a un perro fiel. Más tarde corono las escaleras no sin antes clavarme una escarpia en el peroné, a la altura del morcillo vacuno. Aunque doliente y embebido en Betadine (hay dos garrafas), me paro a pensar. Esto se está complicando. Cojamos viento, soplemos si es preciso. Lejos. Nos vamos con un trozo menos de corazón, el trozo que hemos plantado aquí en este tiempo. Pero nos llevamos esquejes de otros corazones, a modo de trasplante subsidiario, o como se diga. Si sólo fueran esquejes de corazones, recuerdos de un instante en nuestra vida, estaría bien.

En el próximo capítulo: ¿A lo largo, o mejor a lo ancho? (quietud inquietante)

© Jorge Silva 2004.

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