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  Simca Rallye:
el viaje
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Simca Rallye: el viaje. Capítulo 11 22-08-2003
  Jorge Silva

El día ha amanecido claro y con una leve brisa que hace prever cualquier cosa, lo cual, esto último, que es cosa mía, no merece la menor consideración dado que no sé mucho sobre meteorología. Dejando al margen el futuro inmediato y la predicción del clima, parece que acaba de abrirse el día ideal para poner en marcha algo. Vamos a montar el sindi-sindi, vamos a darle a este Simca Rallye la posibilidad de vivir de nuevo. Hacen falta varias cosas: una grúa pequeña de cadena, media docena de brazos y ya después la herramienta que no tenemos. Cosa de nada, pues nada es imposible. Este pueblo es magnífico y generoso cuando alguien emprende un proyecto, incluso también cuando no lo emprende: este es un sitio magnífico de todos modos.

Quién nos iba a decir que un cliente habitual de Néstor (no un cliente del bar sino un parroquiano de sus clases particulares: matemáticas, contabilidad, frío industrial, corte y confección…) iba a ser la encarnación misma de la pericia manual. Olegario tiene la cabeza seca, o hueca, según el licenciado, pero a su modo es un concentrado de habilidades. Le falta técnica y es cabezota, pero las caza al vuelo. Lo que más sorprende en él es que siempre convierte el primer hallazgo en maestría. Se le iluminan los ojos cuando comprende lo que se le explica y se le juntan las cejas cuando decide hacer del descubrimiento un objeto de culto. Luego le cuesta llevar de nuevo las cejas a su sitio, pero su energía de concentración lo puede casi todo. Minutos antes no había oído hablar de álgebra, y ahora mismo se codea con Bolzano, se hace collares de ecuaciones y enhebra chascarrillos sagaces con las paradojas del infinito. Intelectualmente no rinde demasiado, como se ha dicho, pero a la hora de empuñar las tenazas, que es lo que aquí y ahora nos viene haciendo falta, Olegario es un prestidigitador, un hombre orquesta que hace silenciosa música de sus recién reveladas capacidades.

Sus dedos, se deduce, son más rápidos que la vista. Al primer intento son incluso demasiado rápidos, a tal punto que nada pasa tras una de sus laboriosas intervenciones: le ha dado tantas vueltas al nudo que los cabos quedan al fin desnudos, sueltos y en evidencia. Con cara de perro, y nadie le ha reprochado la menor cosa, nos pide sin palabras una segunda oportunidad. En un movimiento igualmente rápido, el sindi-sindi de un lado está listo. El otro costará algo más: molestan mucho el radiador, la bomba de agua y unos cuantos cables cuya importancia no sabremos tomar en serio hasta mucho después. El resto de la historia sobra. O no, en modo alguno: el Simca tiene montados los dos sindi-sindi. La batería está cargada. Tres ayudantes con fuerza y decisión depositan el resultado en el suelo (lo que nos da la oportunidad de conocer la desvanecida condición de los neumáticos, niño-pon-en-marcha-el-compresor, pero no hay niño y un espontáneo lo hace por él, aunque tampoco hay compresor, lo que requiere nuevos recados y esperas). Milagro. Magia. ¿Magia? Magia negra, como la pena, mejor dicho: el motor, penosamente en marcha cual si fuera el último guiño vital del Doctor Otto, se ha parado. Pero la rara capacidad de síntesis con que el cielo ha premiado a Olegario nos lleva a una buena solución: eran los cables, unos cables tan rebeldes que darán que hablar en el futuro. Y el regulador, y doce voltios que son como doce apóstoles de la confusión; verás cuando sean cuarenta y tantos. Pela por aquí, reúne por allá, encinta, iguala y empalma. Clemas para qué. Todo en orden de nuevo. ¡Contacto! Brrrroooumbprrr, brrrroooummbbpprrrrr, brrrroppoouuumbprrroooaaaaaaaeerrrrrr, brancs, brancs, braaaaeeooooanncs, brancs, braaaaancs, brancs, etcétera. El escape se lo vamos a dejar libre, aunque sólo sea para que «él nos vaya diciendo», como sin duda observaría, de estar aquí, el Doctor Robledo (Ángel, hermano de otro Doctor Robledo, el añorado Gabriel). Pero nos haría falta un buen intérprete, siquiera la quinta parte de bueno que él.

Al fin hemos sido capaces de reunir todos los elementos. No estamos solos, ni ellos, los elementos, ni nosotros. Han venido dos hombres mudos para ayudarnos sin decir nada. Los demás permanecemos mudos también, completamente disponibles. Irene está despierta y a la faena, aunque hace un rato me ha susurrado no sé qué cosa a la oreja, y ésta me pica pero tengo las manos llenas de grasa y me compensa no rascarme. Cosas de la mecánica, un ascetismo que se alcanza con los años. Todo está a punto. Casi todo, por ahora. El movimiento es ahora apenas una ilusión, una revancha fútil frente al destino. Queda por hacer todo lo demás: chapa y pintura, una pata de gallo o dos, un par de bisagras, cuatro frenillos, muelles, tuercas de 6/100 y 8/125, dos picopato y una mano de juntas diversas, o mejor papel de juntas, tijeras, un vaso y un poco de aceite recio. Habrá que emplastecer, lijar, pintar y bruñir por lo menos un metro cuadrado de coche, eso si nos atenemos sólo a lo que se ve. Y tendremos que volver a hablar con ese distribuidor de Valeo que aún conserva dos cibiés de los de entonces, para enchufarlos y ver qué pasa, si se recalienta el relé o pueden valer como faros principales. Será también preciso armar el barco, acudir a ese misterioso punto de la bahía y, con mucha suerte, asistir al milagro de cómo dos goznes artríticos se convierten en delicadas piezas de iridio, ocasión que podemos aprovechar además para la obtención de suculentos y prácticos brotes de nácar y cobalto, quién sabe si enriquecidos por una elegante atmósfera de tritio y hasta deuterio, peligro no tocar. En fin nada de importancia dado el empaque del objetivo. Es que no se puede dejar un Simca tanto tiempo solo y quieto.

Hemos decidido postergar cualquier respuesta a los Semprún. Para qué apresurarse si la vida es tan corta, si para convertirse en un mamut reconocido son precisos millones de vidas insignificantes como las nuestras. Vamos a dejar dormir esa decisión. En los Talleres Semprún sabrán valorar la demora en lo que pesa su simple significado: un instante de reflexión, en el fondo un requiebro de pura gallardía. Juntos seremos grandes, pero lo seremos sólo cuando mejor convenga.

Se ve que ha convenido y bien cinco o seis minutos después de dicho lo anterior, pues acabo de sorprenderme sosteniendo con Gervasio Semprún, abogado de sí mismo, una conversación telefónica que no esperaba. Acaso a fuerza de no esperarla ha sido tan sorprendente. He dicho que sí a todo, sin mayores objeciones que las clásicas de Gila, tomando de él tono, enfoque y brevedad. Después he colgado el teléfono con autoridad, satisfecho aunque levemente confuso por lo ventajoso del acuerdo. El contrato viene hacia aquí con un motorista. Veamos sólo el lado positivo: tenemos un socio (ya meditaremos sobre las consecuencias). Y eso hay que celebrarlo.

Excitados por el éxito, excitada Irene con su guante de pato, desarbolada la bandera de la guerra y aliviados todos por el espejismo, cunde la ilusión y cobran raíz las perspectivas más felices. ¿Y si nos pasamos un día a la bartola? Suena bien. Hagamos planes (aunque me da miedo Néstor cuando pone esa cara de ir a imaginar la más disparatada alternativa. Los intelectuales son así. Sorprendí en él esa mirada el primer día, en el mercado de peces: ¿será en el fondo Néstor trigo limpio?).

En el próximo capítulo: Pasando las de Caín

© Jorge Silva 2003

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